Tendría que deciros muchas más cosas, pero no podríais entenderlas todavía. Cuando venga el Espíritu de la verdad, os iluminará para que podáis entender la verdad completa. El no hablará por su cuenta, sino que dirá únicamente lo que ha oído, y os anunciará las cosas venideras. El me glorificará, porque todo lo que os dé a conocer, lo recibirá de mí. Todo lo que tiene el Padre, es mío también; por eso os he dicho que todo lo que el Espíritu os dé a conocer, lo recibirá de mí. Jn 16, 12-15
(habla Myriam de Nazaret)
La resurrección de Yeshua supuso un cambio radical en mi modo de estar en el mundo (ya sé que suena muy grande eso de “en el mundo”, pero es como si mi corazón se hubiera ensanchado de tal manera que sólo el mundo entero, “orbis terrarum” como dicen los romanos, es espacio para desplegar la anchura de mi corazón). Aquellas palabras que me llamaban a otro modo de maternidad, las viví como si me arrancaran a Yeshua, el hijo de mis entrañas. Seguramente, nunca he vivido un consentimiento tan desgarrador… las palabras de Yeshua, a las que quería asentir con todo mi ser, certificaban el que mi hijo se moría. Y yo no tenía solo que aceptar esta muerte, sino abrirme a ser madre de este muchacho, Juan, y en él, de todos aquellos que mi hijo quisiera darme… mi llamada a ser madre, que ya había pasado por diversas etapas, me llevaba ahora a un ensanchamiento desgarrador, por el cual yo era abierta en un parto en el que no percibía más que oscuridad, muerte…
La resurrección de Yeshua colocó todo en su lugar. El encuentro con él me colocó a mí también en otro lugar, en el lugar de la fe. Puedo decir que desde que fui bendecida con su resurrección, he sido colocada en un lugar nuevo. Me gustaría hablaros de ello, especialmente en relación a la experiencia de maternidad. Es tan hermoso el modo como Dios, al transformar nuestra mirada para hacerla más luminosa, más semejante a la suya, nos coloca en un lugar nuevo… es tan hermoso y tan grande, que te deja sin palabras. Este lugar nuevo, no sé si lo sabré explicar, te permite vivir asentada en la paz que Yeshua nos dejó, una paz que hace frente a los enfrentamientos, al miedo, al odio, a la muerte… una paz que es serena, alegre, que es real como si estuviera viva, o mejor, que es fuente de vida, de tan viva que está.
Esa paz que Yeshua derramó sobre nosotros con su resurrección me fue guiando en esta vida nueva que ahora debía vivir. Antes, cuando mi Hijo me había encargado que fuera madre de Juan, experimenté por un lado la resistencia humana espontánea, pues yo no quería ser madre sino de mi Yeshua, y si él tenía que morir, lo que sentía era la necesidad de dejarme morir. Tantos años viviendo para él, tantos años en los que había gozado de su vida plena de Dios, de su vida plena de amor, de bendición, de misericordia, ¡¡¿¿cómo iba a vivir sin Yeshua??!!, y he aquí que lo último que mi hijo me pedía era que me dejara acoger por Juan, que fuera madre para él. Yo sé bien qué es ser madre, y que lo que me pedía mi hijo, y yo quería darle, no era sólo un “hacer de madre”, como se dice comúnmente, sino un ser, un ser madre “desde las entrañas” para este hijo que abría la puerta a un amor al que mi corazón se resistía. Y no sólo mi corazón: había muchas cosas que morían en mí al consentir a esta última voluntad de Yeshua. Ante todo, el vínculo con mi hijo, que había sido, de un modo inaudito, mi razón de vivir. No en el sentido de que yo necesitara de él -al principio si fue así-, sino porque en mi vida, el vínculo con Yeshua, que era vínculo con el mismo Dios, se había ido haciendo el alimento de mi vida en medio de todas las cosas del vivir. No digo que no valorara a mis hermanas, vecinas, amigas, los trabajos que hacía y la ayuda que podía prestar en todo lo que se iba presentando. Pero todas esas cosas eran hermosas por el amor que había en ellas, y ese amor era la vinculación con Yeshua en la cual lo vivía todo. Bien sabía yo que la muerte de Yeshua no hacía morir el vínculo con Dios en el que lo vivía todo, pero yo, en esa tarde, me sentía morir de tal modo que el entregarme “desde las entrañas” a este hijo que Yeshua me confiaba se me hacía imposible o al menos, no encontraba en mí la capacidad de responder, de muerta que me sentía (una madre, tal como yo lo he vivido, es vida entregada desde las entrañas). Moría por tanto, o eso entendía yo, mi ser madre de Yeshua: ¿cómo se es la madre de un hijo muerto? En esta tarde consentí con todo mi ser a la voluntad de Yeshua sobre mí, en esta hora en que sobre la tierra y sobre mi corazón se echó la muerte de Yeshua, dejando el mundo en tinieblas.
No es de esta hora de lo que te quiero hablar, y tampoco, en realidad, de Su resurrección, aunque fue el encuentro con mi Hijo resucitado el que lo cambió todo. Su vida nueva, y en verdad lo era, porque su vida humana albergaba, por así decir, a Dios de modo patente -no como antes que estaba oculto- y su presencia hacía indudable la reconciliación que Dios había hecho descender sobre toda la realidad, también sobre todas aquellas que se le enfrentaban y buscaban destruirlo. Su vida nueva descendió también sobre mí, y me encontré en otro lugar, o mejor, Dios me colocó en sí mismo de otro modo que me hizo estar en adelante, en el mundo, de otro modo.
He de decir que nunca se me ha pasado el estupor y la maravilla de que Yahvé hiciera de mí la madre de su Hijo. Nunca me acostumbré a ello, nunca me apropié, nunca dejé de alabar a Dios con todo mi ser, respondiendo así a lo que él había hecho en mí y a través de mí. Pero sí me había hecho, como nos pasa a los humanos, una idea de cuál era el modo de mi maternidad, y me había escondido, ocultado, para que sólo se viera a mi Hijo. Este ocultamiento fue aún más patente una vez que Yeshua marchó al Jordán y yo me quedé a distancia, fuera de las veces que íbamos a donde estaba él. Si por mí hubiera sido, hubiera consentido, en aquella hora última que te acabo de relatar, en el ocultamiento final, pues no quería otra cosa que morir, puesto que mi Hijo, por quien había vivido, moría. Pero no era esta la voluntad del Padre, y su misericordia me sostuvo para consentir en ella también en esta hora terrible: el Padre quería, y así me lo manifestaba Yeshua, que mi maternidad se abriera a otros, aunque mi deseo era de morir, de cerrar, de oscuridad. Consentí por su gracia, aunque sin saber a qué consentía, ni cómo habría de vivir o si podría hacerlo. Si mi vida se había desplegado en todas las formas posibles al concebir a Yeshua, ahora mi vida se cerraba en todas las formas, porque entendía que la vida se acababa al terminar la de Yeshua. Como una casa abandonada, quería cerrar mis puertas y ventanas, pues me era más fácil morir que vivir.
Pero el Padre quería otra cosa de mí. Mejor dicho: el Padre seguía teniendo una voluntad sobre mí, que ahora cambiaba de forma. Si el acontecimiento de la concepción había sido Inmensamente Íntimo –lo llamé así porque aquella intimidad alcanzaba, sin saber yo cómo explicarlo, a toda la tierra-, el encuentro con Yeshua, Resucitado, fue Íntimamente Inmenso –esta expresión no logra expresar cómo, en vez de aquella casa antes preciosa y después abandonada, fui hecha Casa, Hogar, Morada y Madre nueva, desbordadas todas las medidas y los límites, para albergar en mí a todos los hijos e hijas que, en Yeshua, el Hijo, iba a albergar en mi corazón.
De nuevo, como en aquel primer momento, yo no sabía como sería esto posible. A la vez, ahora sabía que el Padre lo iba a hacer, que sería y sería muy bueno. Entreví, como un reflejo poderoso que sólo la fe puede atisbar, lo que sería mi maternidad en adelante… hasta el fin de los tiempos, amando a cada uno de los hijos e hijas por los que mi Hijo, en la figura del amado Juan, había dado su vida. No sabía cómo sería, pero ahora sí podía conocer lo esencial: que lo que había vivido hasta ahora me preparaba para lo que estaba por venir, y que mi Sí primero, y la vida como madre de Yeshua que ni un solo instante dejó de ser bendición, se acrecía ahora con esta nueva misión que el Padre había querido desde siempre para mí, y en la que yo me sentía, de nuevo, dichosa de hacer su voluntad.