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Cuando Dios elige

Lectura de la profecía de Amós (7,12-15)

Sal 84

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Efesios (1,3-14)

Lectura del santo evangelio según san Marcos (6,7-13)

En aquel tiempo, llamó Jesús a los Doce y los fue enviando de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos. Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más, pero ni pan, ni alforja, ni dinero suelto en la faja; que llevasen sandalias, pero no una túnica de repuesto.
Y añadió: «Quedaos en la casa donde entréis, hasta que os vayáis de aquel sitio. Y si un lugar no os recibe ni os escucha, al marcharos sacudíos el polvo de los pies, para probar su culpa.»
Ellos salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban.

Puedes descargarte el audio aquí.

Seguimos aprendiendo, a través de escucha de esta Palabra que Dios nos dice en los textos del domingo, cuál es la lógica de Dios, su modo de mirar, tan verdadero, tan consistente, infinitamente pleno. Este es el modo que Dios quiere imprimir en nuestra vida. No quiere solo que escuchemos, ni que solo le demos la razón y nos quedemos en lo nuestro… quiere que vivamos de esta Vida suya tan plena.

En este día, tanto las lecturas como el evangelio hablan de elección. De que Dios llama a algunas personas en favor de las demás. Una elección que no es como la nuestra, en la que privilegiar a unos supone dejar de lado a otros, sino que su llamada, para la que él prepara a los llamad@s, es para bendecir y salvar a aquellas personas a las que el elegido ha sido enviado. Aquí se nos habla de tres elegidos: Amós, que no se siente capaz ni hubiera imaginado que algo así fuera con él; los Doce, a los que Jesús llama para predicar la conversión, echar demonios y curar enfermos (acciones todas ellas en favor de los demás), y el himno del c. 1 de la carta a los Efesios, que nos muestra la elección de Dios en la persona de Cristo y la extiende a todos los creyentes, que hemos sido llamados a vivir de la fe, arraigados en Cristo, en quien y por quien hemos sido llamados.

Si te parece, nuestro comentario sobre la elección se va a centrar en este himno. Alguna vez te habré dicho –es una idea muy sugerente para mí, por eso te lo digo-, que es muy bueno aprenderse salmos e himnos como éste de memoria: repetirlos es una buena manera de rezar que va elevando y ensanchando de admiración y alabanza nuestro corazón.

Vamos, pues, con el himno. En tu biblia lo encontrarás en Ef 3, 1-14. Aviso… es un texto difícil, que tendrás que coger en dos veces. Pero el esfuerzo, por el horizonte que te va a abrir, merece la pena.

El himno arranca con una bendición, porque hemos nacido de este amor de Dios que nos ha bendecido en Cristo. Como veréis a lo largo del himno, podemos contemplar cómo ser en Cristo, la bendición que constituye nuestra vida, nos hace formar parte de un plan de salvación más formidable que el universo, un plan de salvación en el que toda la realidad, saliendo de Dios, se va encajando para constituir un cosmos renovado, reconciliado en Cristo. Por eso, cuando vemos que el himno nos lleva a cantar a Cristo, los bienes espirituales con que por él hemos sido bendecidos, no estamos hablando de una vida que sólo afectara a lo espiritual, sino de una existencia, la que arraiga en la salvación realizada en él, que puede abrirse a alabar y a manifestar en su vida este proyecto de Dios para todo el cosmos.

En este plan de salvación que proclamamos juntos, celebramos la salvación como ya realizada, porque en esperanza ya lo está; celebramos una salvación que, desde Dios, tiene su centro en Cristo y se realiza en nosotros por el Espíritu, que por el amor realizan su unión en nosotros; su dimensión cósmica manifiesta la anchura y la longitud y la hondura del plan de Dios que se nos revela por la fe. En él vamos a hablar del proyecto del Padre, de su realización en el Hijo, de la obra del Espíritu; vamos a hablar de salvación comunitaria y de salvación individual; ¡vamos a hablar, incluso, de ser alabanza de Su gloria! Seguramente te viene grande este plan: tú que conoces de los dones de Dios sólo por lo que confusamente percibes en tu vida, y que llamas salvación a verte libre de lo que no podías afrontar, y que te conformas con reconocer que el mundo ocupa más que tus propias fronteras, ¿cómo escuchar, cómo enfrentarte a este himno que celebra la realidad a la medida de Dios, desde su mirada?

No te voy a dar una respuesta. Te voy a dar un horizonte: ¿por qué no intentar, en vez de seguir mirando la realidad desde tus estrechas medidas, contemplar cómo se ve la existencia a la luz de Dios? ¿Por qué no intentar, para abrirse a lo real, usar los ojos de la fe?

En qué grado esta elección es inmerecida, se nos revela porque arranca de cuando aún no éramos y sólo era Cristo, que es desde siempre. Elegidos… para manifestarnos fieles a él, para vivir a él referidos y para reflejar su santidad en medio de los demás pueblos, en medio de todas las gentes.

Fíjate en que la bendición y la elección por la que hemos sido llamados se realiza en su Hijo, Jesucristo. En él, nos dice, toda la humanidad ha sido bendecida, escogida y destinada para ser según la dignidad del Hijo. Al revés que como sucede en nuestro mundo: entre nosotros, lo que es más ignora a lo que es menos, ¡microscópicamente menos!, como puedes comprobar cada día. Aquí, en esta lógica regida por Dios, los que somos menos hemos sido llamados a participar de la dignidad del que lo es todo. Sin duda, no es nuestra lógica. Y es que, contrariamente a como nosotros nos vemos -aislados, individuales y limitados- el Padre nos ha creado, elegido desde el comienzo a imagen de su Hijo, y en él todos somos bendecidos, elegidos y destinados a la vida por medio de Jesús, una vida que pasa por su vida. Así, la realidad que procede del Padre, pasa por el Hijo y se derrama en bendición para nosotros, los hijos adoptivos, es la verdadera realidad.

Detente y contempla el plan de Dios así revelado. Admírate de su designio salvador, y de la plenitud a medida de la cual hemos sido creados, a imagen del Hijo, hechos por él hijos adoptivos de Dios. Deja que las palabras cojan todo el peso que tienen: Padre, Hijo, elección, hijos adoptivos, sellados con el Espíritu Santo… si se te da comprender internamente la densidad humana que estas palabras tienen, y cómo por ellas el Padre nos hace y nos siente cosa suya, ¿no te mueve a alabar a Dios porque haya querido las cosas de este modo, porque sea así? De tu corazón, a menudo oprimido por medidas pequeñas, ¿no brota loco el ensanchamiento, la amplitud y el entusiasmo porque Dios nos haya creado para este horizonte? Al ensancharte así, y vivirte en canto que ensalza a Dios, ¿no estás ya glorificando, devolviéndole la gloria que ha derramado sobre nosotros?

Esta contemplación añade un elemento importante a lo que decimos: ¿para qué nos había creado Dios? Habíamos sido destinados a reproducir en nosotros la imagen del Hijo. Hasta aquí puede parecer que el acento de esta afirmación gravita en nosotros, en la dignidad recibida. Por el contrario –¡cuánto tardamos en descubrirlo, y hasta entonces no entendemos nada!-, el peso de la salvación gravita en Jesús: él es quien, entregándose a la muerte, nos ha obtenido la redención y el perdón de los pecados. Este don inconmensurable que hace de nuestra vida esclava una vida rescatada, hecha capaz de reconocer y alabar la gloria de Dios, no nos ha venido de nuestra piedad, de nuestro deseo de Dios ni de nuestra respuesta natural, sino que nos ha venido por la entrega de Jesús, por su muerte. No dejes de detenerte aquí. Es inaudito: no es sólo, como ya hemos dicho, que a los que éramos menos se nos ofrece la dignidad del que lo es todo. Además, el que lo es todo entrega su vida para salvar a los que éramos pecadores, de modo que su muerte nos obtenga poder acceder a la dignidad del Hijo. El tiempo y el espacio, desde la creación concentrados, llegan a la carne de Cristo para desplegar, a partir de su muerte, la plenitud.

Este pueblo, por tanto, escogido por Dios, es así un pueblo rescatado por Él, un pueblo que Dios puede llamar suyo, tanto por la creación como por la redención. Nos debemos a Dios porque nos ha creado, y porque nos ha rescatado. Nos debemos a Dios, que al hacerlo así nos ha amado absolutamente. Estas acciones nos dicen cómo es Dios: la grandeza de su creación y de su redención, queda sobrepasada por el amor que se nos ha dado conocer en ellas, y nos hace a Dios más inmenso cada vez.

Y es que Dios, que nos quiere salvar en Cristo desde el comienzo de la creación, ha ido conduciendo todas las cosas hacia él: nos creó según la imagen de su Hijo, nos ha rescatado por la muerte del Hijo, y como fruto de su designio, nos revela cuál era su plan, también, en relación al Hijo: constituir a Cristo en cabeza de todas las cosas del cielo y de la tierra. ¡El plan de salvación de Dios incluye y compromete a su propio Hijo que ha sido hecho, por él, cabeza de todo!

Y nosotros, por Cristo, con Cristo, en Cristo, hemos sido elegidos y destinados para ser, en Él, un himno de alabanza a la gloria de Dios, que tan luminosamente se manifiesta en sus designios. La redención de Cristo se revela así como nueva creación.

Así se nos revela lo que estamos llamados a ser los creyentes: en el himno que estamos proclamando se nos revela lo que Dios ha deseado para nosotros. Fíjate en el contraste entre esto inmenso que Dios ha deseado para nosotros, y lo que nosotros naturalmente deseamos. Dios nos mira en su Hijo: somos lo que somos en el Hijo. Y para ello hemos de abrirnos al plan de Dios sobre nuestra vida: pasar de “lo mío”, tan limitado, a lo que significa el plan de Dios para nosotros: bienes espirituales y celestiales, plenitud en Cristo, elegidos de antemano, hechos hijos adoptivos de Dios, sellados por el Espíritu Santo prometido… para ser un himno de alabanza a su gloria.

… seguro que lo que aquí estamos proclamando te viene grande. ¡Es el don infinito de nuestro Dios! Este amor nos transforma de tal manera que nos saca de nuestra limitación, de esa curvatura sobre nosotros mismos cuando el pecado nos tiene, y nos abre en alabanza de Dios, en alabanza de su gloria, que es la respuesta adecuada a este amor.

Reconocemos así que todos esos dones inmensos recibidos son en adelante para glorificar al Hijo: el Padre lo ha escogido, y nos ha escogido a nosotros para glorificarlo. De todos los dones de nuestra vida, el más grande es el poder glorificar al Hijo, por el Espíritu. Vocación de ser: ser alabanza de su gloria, viviendo como hijos, como Iglesia. Pues como veremos es en la Iglesia, esposa de Cristo, en la que Cristo ha derramado su gracia infinita.

Seguro que alguno de nosotros se pregunta: ¿y qué es ser un himno de alabanza?

¿Has sido canto alguna vez? ¿Canto fúnebre, canto enamorado, canto risueño, canto extasiado, canto dichoso, canto cósmico? Somos de este modo cuando nuestro espíritu, que gobierna y conduce nuestro cuerpo, nos domina según cualquiera de sus estados. Y todo nuestro ser, cuerpo, alma y espíritu, se unen y concentran en canto, en música, en espíritu. Ocurre pocas veces, tanto a nivel personal como a nivel social, y sin embargo, ¡qué gozo experimentamos al vivirnos así integrados, unificados!

Cuando nuestro ser, contemplando el plan de Dios, se extasía, sale de sí y alaba a Dios por su gloria, así desplegada en la creación y en la redención, en la obra de Cristo, en su plan de salvación que culmina en él y en todo el amor derramado en la realidad.

Así es como los creyentes, bendecidos, elegidos y destinados por Dios a vivir en Cristo, pasamos, por la acción del Espíritu Santo, a manifestar en el mundo, según el modo que Dios nos haya dado, la obra del Hijo, siendo proclamación de la gloria de Dios que brilla por todas partes, como ven los que tienen fe.

Imagen: Eric Ward, Unsplash

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