El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.
Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo:
«Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto».
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró.
Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.
Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos. Jn 20, 1-9
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Y el vídeo con la charla lo tienes aquí.
Venimos de la muerte en la que ayer nos encontrábamos. En la que seguiríamos para siempre si…. En la que seguiremos si… El texto de Juan, y todos los demás evangelios también, subrayan esta potencia de la muerte que se impone a todo: María fue al sepulcro, se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto, no habían entendido la Escritura. Los discípulos están en la muerte. No esperan que Jesús resucite. Porque esto no ha sucedido antes. Para decirnos que no se lo inventaron, pues no lo podían siquiera imaginar. Cuando padecemos la muerte, nos encontramos bajo su poder que todo lo domina, cerrando el horizonte. Tanto María Magdalena como los discípulos que se acercan después, se encuentran bajo el poder de la muerte. Esto es lo que, en el grado que sea, todos nosotros llegamos a experimentar.
Los discípulos están en la muerte. Nosotros, también. Dificultad de expresar y de acoger.
Es preciso es haber estado en la muerte para reconocer que la vida que los discípulos van a experimentar ahora es una vida de otra cualidad. Una vida que no muere. Y cuando la vida no está sujeta a la muerte, no es una vida que no acaba: es OTRA VIDA.
Cuando nos abrimos a vivir esta realidad de la resurrección NO hablamos de nada que ponemos nosotros:
No decimos que ahora lo que a ti te agrada de una cosa pierde sus cualidades negativas -la muerte- para quedar de ella solo que te gusta: no es como si tienes un ejemplar magnífico de león o guepardo y le quitas sus colmillos y las garras para jugar con él. No es que todos los días sean fiesta y todos nos abracemos felices.
No se trata de que haya que estar super jolgoriosos, dar saltos y palmas. Tampoco hay que ser discretos y contenidos.
No significa que ya los malos (¿no hemos visto que lo somos todos?) ya no van a hacer mal. Por supuesto, la resurrección no va de sentir: “siento la resurrección, luego la vivo”.
Sin duda, esto no es algo que solo sucede en la intimidad de los corazones y no se note al exterior.
No esperamos que Dios y lo suyo se haga evidente en medio del mundo y todos lo contemplen, rendidos.
El pecado no ha dejado de estar: el mal, la muerte siguen presentes. ¡¡¡Ha sido vencido!!!
Es una vida de otra cualidad. Es una vida que, aunque las palabras sean tan cortas, llamamos nueva. Nueva porque se vive desde otro lugar, porque se fundamenta en Otro, de tal manera que la vida de antes es solo una sombra de esta.
Nos es más fácil, con todo lo que nos cueste, acercarnos a la pasión, a la muerte de Jesús, al dolor de los que le aman y a la sombría alegría de los que han logrado llevarlo a la muerte, que al gozo de la resurrección, que es victoria sobre todo aquello y viene de lo alto.
El evangelio nos indica cuál es el comienzo de la vida nueva: vio y creyó. La vida nueva empieza por la fe. La fe te abre a un mundo nuevo, a otra galaxia -que resulta encontrarse en medio de nuestro mundo- en la que las cosas son… como son en realidad.
Otra galaxia en la que tu ver no te deja anclado en lo que dicen los sentidos. Un ver que te lleva más allá. Un ver en el que lo que ves está atravesado por lo que Dios ha hecho.
Un ver en el que, cuando contemplas los lienzos tendidos y el sudarlo con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte, se te hace claro que eso es obra de Dios. No sabes cómo, no sabes. tantas cosas. Pero sabes que esto habla de dominio sobre la muerte, sabes que esto lo ha hecho el que vence sobre la muerte. Sabes que aquí no está Jesús. Sabes también que Jesús ya no va a estar jamás bajo el poder de la muerte sino según este modo victorioso.
Empiezas a reconocer, ahí junto al sepulcro, que siempre y nunca son palabras que se pueden pronunciar de verdad, no a nuestro modo limitado, sino a pleno pulmón, porque estás vislumbrando la Realidad en su plena potencia.
Y aunque el otro llega más tarde, el primero, Juan, espera. Van juntos, entran juntos. Así ha de ser en esta nueva comunidad. Y ve y cree. Quizá ayuda a Pedro a creer, quizá permanece junto a Pedro que ha visto y ha creído. Será, como es en verdad, lo que el Espíritu quiera.
Y no lo descubrirás solo, sino que lo descubriréis juntos. Uno lo verá y lo comunicará a otra o a otro en quien prenderá esta verdad, y de este modo, creeremos juntos. Esta humanidad nueva dice “nosotros” antes que “yo”. Nada es propio en el sentido de antes. Cada cual es, o está llamado a ser en la misma medida en que se abre a la vida, una casa de puertas abiertas por donde pasa el Resucitado: viene a ti y llega a otros, llega a ti a través de otros.
De pronto, o más tarde, o mucho después, esta mirada alcanza también a la Escritura. Hasta entonces no habías entendido la Escritura, y ahora se te abre y muestra que lo que decía es la verdad, y que todo lo que la Escritura había dicho, era verdad, y era acerca de Jesús.
La vida se contempla a otra Luz. A su Luz.
Y el Espíritu se revela a todos, y a cada uno en favor del nosotros. Comunión.
Así que tampoco valen los modos viejos de mirar a las personas, a la realidad. Aquí se dice que cuando María Magdalena vio que la losa estaba quitada, fue corriendo y se lo dijo a Pedro y al otro discípulo, a Juan. Se lo contó, y ellos salieron corriendo a ver qué pasaba. Y lo que hicieron al llegar, ellos que -el que corría más y el que corría menos- traían la muerte dentro, fue llegarse al sepulcro y entrar.
Aquí ya no hay jefe ni subordinado. No hay hombre ni mujer. No hay nada de lo viejo.
Lo que sucedió entonces no tuvo que ver con quién era o quien dejara de ser cada uno, hombre o mujer, jefe ni subordinado. Uno es el carismático, al otro se le ha confiado pastorear… pero habla de una comunión que es otra cosa.
La Luz se hizo en su interior, y empezó la Vida: vio y creyó, porque antes no veían esto que es la Verdad, y la Vida, y el Amor presente en lo real.
Tampoco se habla de empoderamiento de las mujeres, sino de algo mucho mayor: todos, hechos uno en Jesús , vivimos de la vida que Jesús nos da. Aquí no se mira ni se habla de lo viejo.
El Evangelio es de otra manera: María, que ahora ha ido la primera pero ha avisado a los otros sin llegar ella a ver y creer, será la primera en encontrarse con el Resucitado (Jn 20, 1718). Esta es otra primacía de la que no nos podemos apropiar: recibida de Dios en favor de los hermanxs.
Aquí, ante la presencia de la muerte, contemplamos a estos seres humanos que viven unidos a Jesús.
Que pueden (¡por fin!) responder al deseo de Jesús, que conduce la realidad y nos comunica su vida.
Que pasa a través de nosotros y nos hace hijos y hermanos.
Nos hace plenos, porque Jesús es nuestra plenitud. Ahora es posible ser hombres y mujeres al modo de Jesús. Él nos ha abierto el camino, por su espíritu.
Ahora, es posible vivir en comunión con Dios.
Ahora, sabemos qué es la vida y para qué la vivimos.
Ahora, la vida puede empezar a ser lo que tiene que ser.
Y no sabemos lo que será (cf. 1Cor 2, 9).
Una vida nueva
En la que sabes que el fundamento de tu vida es el amor que viene de Dios, que ha vencido a la muerte y no ha liberado de su poder.
Una vida que no se mira desde la razón ni desde los sentidos ni desde los sentimientos ni desde la imaginación ni desde nada del ego, sino que la vida se contempla atravesada por la luz de la fe.
La fe te permite reconocer a Dios presente en medio de las cosas de cada día, que dejan de ser opacas a su presencia y van, poco a poco, manifestándolo. Dios se hace presente como es, victorioso, en medio de toda circunstancia. Cada situación se comprende a su luz.
Una vida que no se vive desde ti sino desde lo que Dios te da para vivir, como hemos visto en Jesús.
Una vida por la que nuestra identidad se configura por la salvación de Jesús, que no solo nos rescata de las garras de la muerte sino que nos constituye en relación: en adelante, somos hijos y hermanos.
Nuestra identidad, la de cada unx, es ser desde Jesús. Soy lo que soy cuando voy reflejando el rostro de Jesús que el Padre ha impreso en mí.
Mi vida, en adelante, se despliega al vivir lo que el Padre quiere para mi: que pasa por la muerte de lo que no es y me abre a vivir en la realidad en respuesta a su Amor que toma formas infinitas, magníficas, audaces, inimaginables. Una vida que supera todo lo que podemos desear.
Una vida, ya en medio de nuestro mundo, en la que todo -Dios, los demás, una misma, la realidad con todo lo que trae-, se va contemplando desde la mirada de Dios.
En este día, tu contemplación amorosa, tu adoración ha de dejar estallar la alegría que tengas dentro, mucha o poca, pero toda la que hay en ti.
Pídele a Dios que haga a tu mirada capaz de ver y de creer. Y reconocerás cómo tienes que relacionarte, cómo celebrar, cómo vivir este día.
Ya no se trata de lo que tú decidas hacer o cómo quieras celebrar. Por la fe en la resurrección es posible, como nunca antes, secundar los impulsos del Espíritu en nuestra vida.
Ahora es posible vivir unidos a Dios y a los hermanos.
Ahora estamos en comunión con Dios, y esta comunión se extiende a todas las personas, cercanas y lejanas, y a la creación entera, liberada a través de la liberación de Jesús, que nos ha hecho libres.
Unidxs a Jesús (lo alegremente que sepamos, con la dicha que se nos dé), mirando al Padre, dejándonos conducir por el Espíritu.
Rezamos, adoramos, alabamos como hermanxs: por los de cerca y los de lejos, por los que creen y por los que no creen, para que de tantos modos les alcance la salvación.
Y aprendemos de los discípulos, de María Magdalena y de María de Nazaret, este celebrar amoroso e inmenso que estalla en lo concreto de la vida.
¡¡¡Feliz Paso de Jesús, Vida, por tu vida!!!
¡¡¡Feliz Pascua de Resurrección, que nos hace visible el Amor de Dios por esta tierra que es suya!!!
Actitudes para vivir este día
La Resurrección también nos es difícil de vivir, por otros motivos que los que veíamos en los días anteriores.
Quedarnos en las ideas. “Sabemos” que hay que alegrarse. Y como nos es más fácil ser amables, felicitarnos, desearnos una “Feliz Pascua” que lo contrario, lo hacemos activa y jolgoriosamente… sin que eso toque para nada nuestro interior. Nuestra alegría, en este caso, se parece más al alivio porque han pasado los días de luto que al gozo que se proclama aquí. La alegría de la Pascua no se va de nosotros. porque nunca estuvo.
Para otras personas, el problema viene de engancharse al sentimiento: la dificultad para pasar del dolor a la alegría. Te metes en el dolor, y a tu espíritu le cuesta pasar a la alegría. Es posible que necesites más tiempo. Pero que no sea que lo que vives es “tu” dolor o “tu” alegría.
Nos cuesta creer: hace falta mucha fe para creer que este del fracaso es el camino que tiene que recorrer el Hijo. Y hace falta mucha más fe para creer en algo que no vemos en nuestro mundo sino con los ojos de la fe: que todo ha sido rescatado. Del todo. Para siempre.
No se parece a nada de lo nuestro: Hemos dicho una y otra vez que Jesús se ha hecho uno de nosotros. Pero aquí no hay manera de conectar la Vida de la que goza para siempre, de aquella que vivimos. Aquí no hay un puente por el que acercarse a él: tiene que ser Jesús, y así es en los distintos relatos de apariciones, el que se hace presente de distintos modos y nos inunda con esa Luz cegadora que lo invade todo en adelante.
Nos abrimos, por la fe, a este gozo de la resurrección con la esperanza de que el gozo de hoy, quizá muy tenue, es promesa de aquel otro que un día se nos dará.
Como se trata de percibir la resurrección en esta vida, todos los signos concretos de fiesta nos ayudan a visibilizar: la comida, las flores, la luz. nuestro espíritu se abre, humildemente, por dichos signos a ese más allá de los signos.
Siéntete muy libre a la hora de celebrar: Dios nos ha rescatado al arrancar de la muerte a Jesús. Lo mejor que ofreces a Dios es tu persona en su verdad, en todo lo que es.
La imagen, como la de ayer, es de Marta Ulinska. ¡Muchas gracias, Marta!