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La fe que te tiene

1ª lectura: Lectura del segundo libro de los Macabeos (7,1-2.9-14)

Salmo: Sal 16,1.5-6.8.15

2ª lectura: Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Tesalonicenses (2,16–3,5)

Lectura del santo evangelio según san Lucas (20,27-38)

En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección, y le preguntaron: «Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano. Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella.»
Jesús les contestó: «En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor “Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob.” No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos.»

Puedes descargarte aquí la lectura del domingo 32 del T. O., año C.

Vivimos en una sociedad marcada por el relativismo y la falta de convicción en lo referente a los valores, a las actitudes, a las acciones. En una sociedad así,  la fe, su pretensión de absoluto, resulta algo anacrónico, sinsentido, fuera de lugar. Y este modo de mirar de los que no creen, se nos pega a menudo a los que tenemos fe.

Un ejemplo de ello pueden ser las lecturas de hoy. Son lecturas fuertes, que hablan de cosas que resultan incomprensibles. Seguramente algunos de nosotros, al leerlas, hemos reaccionado a lo que dicen… pensando en ese amigo, hijo, vecina o compañera que criticaría lo que las lecturas relatan. El primer resultado de esta reacción es que escuchamos las lecturas desalentados por el juicio que esos “otros” harán de lo que sólo se ilumina desde la fe; el segundo es que, partiendo desde ese desaliento, nos incapacitamos para que la “sal” de las lecturas nos sale a nosotros, y así desalentados, así “achantados”, ¿qué vamos a vivir? ¿qué podremos anunciar?

Es al revés: ábrete a lo que dice la Palabra de Dios. Cree que tiene poder no sólo para abrir tu horizonte de comprensión según la lógica de Dios, sino para cambiar tu vida y hacer que sea al modo de Dios (poco o mucho, dependerá de tu apertura, pero ya estarás en otra parte). Entonces, cuando tu vida descanse en Dios, en su consistencia, entonces podrás ir a los tuyos, o a los lejanos, a dar testimonio de esta Palabra que ya no dudas, que sabes que es Verdad que hace fecunda la vida.

Lo vamos a ver a partir de los textos de hoy. El preciosísimo relato del segundo libro de los Macabeos habla del valor con que estos hermanos dan testimonio de su fe en Dios, que valoran más que la vida. El texto nos revela su audacia, pero sobre todo su fe. Además de las referencias a la ley que fundamentan la fidelidad judía y la fe en la resurrección que por entonces empezaba a formar parte de la fe de Israel, del texto destaca la fe firme y vigorosa de los hermanos, que la prefieren a todo lo de la tierra, incluso a bienes tan preciosos como las propias manos: De Dios las recibí, y por sus leyes las desprecio; espero recobrarlas del mismo Dios.

Si no tienes esta fe, no la cuestiones, por favor. Estarías criticando, no las formas, sin duda diferentes en cada época, sino el vigor de esta fe que sabe que la vida viene de Dios, y que por tanto, cuando hay que elegir, se elige a Dios por encima de todo, incluso de la propia vida o de lo más preciado que haya en ella. No critiques algo que no conoces, porque al hacerlo debilitas tu disposición a poner a Dios por encima de todo. Debilitas la apertura a esta fe que sabe quién es Dios y cómo merece ser servido.

También el autor de la carta a los Tesalonicenses participa de esta fe. Es otro contexto, otras circunstancias, pero su anuncio de la fe no se somete a las circunstancias ni se ve acallada por ellas sino que, bien al contrario, pone el anuncio de esta fe por encima de todo: hermanos, rezad por nosotros, para que la palabra de Dios siga el avance glorioso que comenzó entre vosotros, y para que nos libre de los hombres perversos y malvados, porque la fe no es de todos. Aquí, entre estos misioneros consagrados a anunciar el evangelio, la fe también suscita conflicto y división, y lo hace de otro modo: aquí no es martirio sangriento, persecución cruenta, sino ataque a todos aquellos que se enfrentan contra la fe, contra aquellos que, al no tener fe, atacan lo que no comprenden. El vigor del que escribe se resume en este dato realista: porque la fe no es de todos. Nos da así la clave de ese modo de actuar que se deja conducir por la fe. Cuando te dejas conducir por la fe, ves claro: lo tuyo es anunciar del modo como el Espíritu te inspire, y no pretendes que vean o que comprendan aquellos a los que el Espíritu no ha dado la fe. Desde esta clave también se ilumina el sinsentido de esa actitud nuestra que se “encoge” porque no comprenderán los que no tienen fe o la tienen muy debilitada (esa hermana, o primo o vecino que decíamos antes). La segunda lectura deja claro que se trata de fundamentarse en Dios: Que Jesucristo, nuestro Señor, y Dios, nuestro Padre, que nos ha amado tanto y nos ha regalado un consuelo permanente y una gran esperanza, os consuele internamente y os dé fuerza para toda clase de palabras y de obras buenas. Una vez que te has fundamentado en Dios, ves las cosas de otro modo, como son, y vas allí donde el Espíritu te envía, y vas atravesada de la Palabra de Dios que es tu fuerza. Así, ya no estarás preocupada de si esta o esta otra no van a entender estas lecturas, sino que estás atenta a vivir unida a ellas, y con su vigor, dices, o haces o ves… y a veces se te dará ver que la fe no es de todos, y que cuando a alguien no se le ha dado fe, la tienes que pedir para esa persona, pero no te enredes en sufrir porque no entenderá… es ocuparte en lo que no importa.

Y es que los que creemos, sabiendo que Dios es la Roca y que sólo en él encontramos firmeza, gastamos mucho tiempo, mucha energía, en lo que no importa, lo mismo que les pasaba a estos saduceos del evangelio: se han hecho una película con esto de ¿y la mujer, de quién será?, mientras que Jesús les muestra que no es así como hay que mirar. El modo de mirar que les muestra Jesús no arranca de la ley (del levirato, en este caso), sino de la vida que hemos recibido de Dios, que nos hace hijos suyos, que nos hace vivir en él. Una vida de la que participamos si vivimos arraigadas en Jesús, que nos une al Padre, una vida que se vive secundando lo que el Espíritu suscita en nosotros.

Otra vida. Una vida que está muy orientada a los otros, pero no desde lo nuestro, sino desde la unión con Dios.

El modo como se vive esta vida, ahora en la tierra y para siempre, está muy bien expresada en el salmo:
Señor, escucha mi apelación,/atiende a mis clamores, /presta oído a mi súplica,/que en mis labios no hay engaño. El salmista expresa aquí, en medio de las tensiones de la vida, de buscar y encontrar a Dios en medio de todo.

Mis pies estuvieron firmes en tus caminos,/y no vacilaron mis pasos./Yo te invoco/porque tú me respondes, Dios mío;/inclina el oído y escucha mis palabras. Se refiere ahora el salmista a la fidelidad de su fe, que ha permanecido en las dificultades y que expresa la certeza de que Dios escucha y responde siempre a nuestras súplicas. Estas súplicas serán momentos de prueba, momentos de oscuridad, momentos de duda, de dificultad, anhelo de vivir en favor de los hermanos, de amar más o mejor, de preguntarse cómo vivir o de encontrar el propio camino… en todas las situaciones en que nuestras súplicas se alzan a Dios, encontraremos consuelo.

Guárdame como a las niñas de tus ojos,/a la sombra de tus alas escóndeme./Yo con mi apelación vengo a tu presencia,/y al despertar me saciaré de tu semblante. La vida se vive con Dios, y se le pide a Él todo: que nos cuide amorosa y tiernamente, que nos proteja de los peligros, que Sea, que Esté… sobre todo, en medio de todo ello, le vamos anhelando a Él. No a Él en medio de las cosas, no a Él para que nos proteja o nos libre, sino a Él: y al despertar me saciaré de tu semblante. La vida con Dios se hace anhelo de verle, de llenarse de Él, de ser colmados por su Presencia, por su Amor que nos ha guiado y se nos ha hecho anhelo.

Es por esto por lo que los macabeos, y Pablo en la segunda carta a los Tesalonicenses, y sobre todo Jesús, el Testigo de Dios, al instruir a los saduceos, dan la vida, animan, anuncian, instruyen: para que conozcamos el Rostro de Dios que a ellos los ha transfigurado. No son héroes, ni locos, ni necios. Son personas que han conocido el Amor que Dios les tiene y han creído en él (cf. 1Jn 4,16). Para que deseemos, como ellos, el anhelo que lleva a la vida eterna: al despertar me saciaré de tu semblante.

 

Imagen: Chris Sabor, Unsplash

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