Habéis oído que se dijo a nuestros antepasados: No matarás; y el que mate será llevado a juicio. Pero yo os digo que todo el que se enfade con su hermano será llevado a juicio; el que lo llame estúpido será llevado a juicio ante el sanedrín, y el que lo llame impío será condenado al fuego eterno. Así pues, si en el momento de llevar tu ofrenda al altar recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelve y presenta tu ofrenda. Trata de ponerte a buenas con tu adversario mientras vas de camino con él; no sea que te entregue al juez, y el juez al alguacil, y te metan en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último céntimo.
Primero viene la ley antigua. Normal, si lo que queremos ver es cómo se lleva lo antiguo a plenitud. Vamos a ver cómo Jesús lleva la ley antigua hasta las últimas consecuencias. El enunciado de lo antiguo era este: Habéis oído que se dijo a nuestros antepasados: No matarás; y el que mate será llevado a juicio. Conocemos esta ley (no es tan de los judíos solamente…), y la aplicamos exactamente igual en nuestro tiempo. Nada nuevo por aquí.
Ahora viene lo que añade Jesús: Pero yo os digo que todo el que se enfade con su hermano será llevado a juicio; el que lo llame estúpido será llevado a juicio ante el sanedrín, y el que lo llame impío será condenado al fuego eterno.
Nos fijamos, en primer lugar, en quién lo dice: ese Pero yo os digo, el que se atreve a prolongar y a sacar consecuencias de la ley de Dios, es el mismo Dios, que en la persona de Jesús, lleva la ley a las últimas consecuencias. Atentos, pues, que el que habla con esta autoridad es el mismo Dios.
Después, en lo que dice. Y lo que dice es lo que ya había dicho en ese preámbulo del v. 18: mientras duren el cielo y la tierra la más pequeña letra de la ley estará vigente hasta que todo se cumpla. Y la más pequeña letra de la ley no es ninguna condición material –del tipo “para que el juicio sea válido tiene que ser día laborable después de la salida del sol, si no el juicio no es válido”-, sino una condición espiritual, la más alta que cabe: el amor.
Para entender bien esto, nos fijamos en cómo hay que mirar para decir lo que dice: ¿quién dice que todo el que se enfade con su hermano será llevado a juicio; el que lo llame estúpido será llevado a juicio ante el sanedrín, y el que lo llame impío será condenado al fuego eterno? Alguien que ama mucho. Alguien cuyo corazón se estremece al ver cómo nos enfadamos unos con otros, al ver que nos insultamos y que incluso nos condenamos en nombre de Dios. Eso, dice Jesús, son formas de aquel matar que decían los antiguos, y merecen grave condena. Pero sólo lo ves si amas. Si no, te parece que Jesús está cargando las tintas y que su “más allá” es solo rizar el rizo.
Si lo miras desde tu experiencia, lo verás claro. Igual tienes un hijo, o un amigo muy querido (mejor si es débil), o alguien de quien se suele abusar por el motivo que sea, y te enteras de que han dañado a esa persona: que han sacado del equipo a tu hijo, que a tu amigo le ha ridiculizado el jefe delante de todos, que a esa persona con menos recursos está siendo objeto de desprecio. Ahí ves claramente que todo eso merece una pena grave: juicio, sanedrín, fuego eterno. ¿Por qué ahí lo ves claro? Porque amas. Y Jesús, que ama apasionadamente a cada uno, lo ve para todos los casos en que nos damos muerte unos a otros por medio del enfado, del insulto, de la condena.
¿De qué modo se invierte el signo de este modo de muerte que tenemos entre nosotros? Parándolo, nos dice Jesús: si cuando vas a hacer algo tan bueno como una acción piadosa recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelve y presenta tu ofrenda.
Imagínate que nuestra Iglesia, que es donde se hacen ofrendas, fuera así: que nadie se acercara al altar a ofrecerse a Dios consintiendo en ruptura alguna contra su hermano. Sería una Iglesia en la que el perdón abundaría en los corazones, en la que la humildad y la obediencia a Dios destacarían en nuestras relaciones. Quizá habría menos ofrendas, pero las que hubiera, qué auténticas. Y a Dios, por lo que vemos –él mismo está hablando- no parece que priorice las ofrendas, sino este corazón que no tolera la enemistad con el hermano.
Si nos paramos aquí un momento, tenemos que reconocer que no está muy presente en nuestras predicaciones, ni en nuestra práctica cristiana, lo que dice Jesús aquí. A veces, porque lo desoímos como excesivo. A veces, porque nos parece imposible de cumplir. Aquí es donde entra el discernimiento, que es por donde continuaremos la semana que viene.
¡Mientras, podemos seguir en los comentarios!
Imagen: Irene Coco, Unsplash