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Lamento sobre Jerusalén

¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los enviados! ¡Cuántas veces intenté reunir a tus hijos como la gallina reúne la pollada bajo sus alas, y os resististeis! Pues bien, vuestra casa quedará desierta.  Os digo que a partir de ahora no volveréis a verme hasta que digáis: Bendito el que viene en el nombre del Señor. Mt 23, 37-39

Jerusalén, Jerusalén… ¿qué hay en tu corazón para querer destruir a aquellos que Dios envía para salvarte? Lo has hecho con los profetas, con los enviados de Dios, y ahora vas a hacerlo conmigo, con El Que Te Ama. He venido a ti como bendición, como buena noticia, y ahora solo piensas en destruirme. He venido a traerte la Vida definitiva, y tú quieres darme muerte. Qué misterio el pecado, que ahoga en su negrura todo bien.

Pues yo, Jerusalén, no me retiraré de ti en esta Hora. Te he desposado para siempre. Te he desposado para amarte en fidelidad y justicia (cf. Os 2, 19-20), y no retiraré mi amor por ti. No sólo no retiraré mi amor por ti, sino que lo llevo hasta el extremo y me zambullo en la vorágine de tu pecado para vivirlo todo contigo y rescatarte de todo.

Mírame, Jerusalén. Quieres destruirme, y yo consentiré en que me destruyas, amada mía. Consentiré en tu mal, ese que te lleva a rechazar el Amor, ese que te lleva a desfigurar la Vida, a emponzoñar la Verdad, a pervertir el Bien. Consentiré, en esta Hora definitiva, en que claves tus dardos sobre mí. Deseo que puedas ver, en mi carne amada –porque, más allá de tu perversión, estás hecha para amarme-, lo que el mal hace en la criatura que es cada uno de los tuyos, de los que te habitan. Me he hecho uno de vosotros. He compartido, junto a vosotros, la belleza de esta Tierra que nosotros os hemos dado; he pasado frío con vosotros, y con vosotros he bendecido el calor; he gustado como tus hijos el alimento y he celebrado el sabor del vino; me he sentado con vosotros al fuego, he escuchado vuestras historias y he reído con vuestras memorias, he sentido vuestros dolores, he llorado vuestras muertes. Soy uno de vosotros, y lo soy para siempre. Vosotros pasaréis, y los hombres y mujeres de cada generación, en cada ciudad, en cada país, en cada pueblo, podrán mirarse en mí y reconocerán a uno que habitó la misma tierra que ellos habitan, que respiró el mismo aire que vosotros respiráis; que como vosotros conoció el miedo a la muerte y todos los demás dolores y la tentación y la mordida del mal.

Estoy entre vosotros para mostraros otro modo de vivir todas esas cosas, ¿y me preguntas por qué lloro? Mi vida, apasionadamente unida a la vuestra, a todos y a cada uno de vosotros, ha sido buena noticia. Os he mostrado otro modo de vivir la vida, otro modo de ser hombre y de ser mujer, otro modo de mirar a Dios, un modo que le adora y se entrega a la vida desde el Amor. La mía ha sido una vida magnífica, en verdad. Una vida magnífica que ahora se enfrenta al fracaso total, a ese fracaso del que en este mundo no se sale. Y es que no te conformas con rechazarme, Jerusalén. Me quieres destruir, me quieres aniquilar. Quieres borrar de la tierra, si fuera posible, hasta la memoria de mí. Así me rechazas. Así me aborreces.

Y yo, ¿qué otra cosa puedo hacer, pues te amo, que entregarme a ti? ¿qué otra cosa puedo hacer que amarte hasta el extremo? Y aunque la muerte mata, quizá por medio de ella pueda decirte también cuánto te he amado.

Te he dicho que te amo y me entrego a ti. Es así, Jerusalén. Mi ser consiste en amarte. No soy otra cosa fuera del amor. Por eso, al entregarme por amor, no sólo me quedaré silenciado por la muerte, sino que quedaré sometido a ella, pues su naturaleza consiste en domeñar la vida.

Te he dicho que te amo y me entrego a ti también cuando vienes a destruirme, porque no sé y no quiero sino amarte en todo lo que hagas. Pero si consiento a la muerte no es por ti, amada mía, sino porque el Padre, por quien vivo, de quien manifiesto esta Vida que regenera toda muerte, me pide que el Amor tome ahora esta forma impotente. Dirás, o habrá alguien en ti que diga, que el Amor lo puede todo, y es verdad. Ahora bien, y déjame que te diga yo que el Amor lo puede todo porque no hay nada, absolutamente nada –ni el mal más ponzoñoso, ni toda la perversidad del pecado, ni la muerte que mata toda esperanza- que impida, al Amor, amar. Nada. Avanzo en esta Hora porque el Padre quiere que el Amor que Somos Nosotros se desborde por todo lo creado, y para ello, el Amor que será lo único que permanezca, ha de continuar avanzando por esta tierra de mal, de muerte, de muertos. Mi Amor continuará su marcha imparable que no se detiene ni siquiera ante la presencia de la muerte. Mi Amor seguirá avanzando hacia ella porque la lógica del Amor es entregarse, salir de sí y bendecirlo todo por el puro despliegue de lo que Es, del Amor.

¿Y cómo sabrás que has visto el Amor? Porque verás a Alguien que avanza sin retraerse, sin lamentarse, sin quejas ni resistencias mientras es despojado, herido, llagado y al fin muerto, hacia esas figuras que el mal toma en esta tierra que es vuestra, que es mía. Me veréis avanzar hacia los que me acusan, hacia los que mienten, hacia los que se burlan; me veréis avanzar hacia los que tienen permiso para llagar mi carne y harán de ese permiso su beneficio; me veréis avanzar hacia el madero que abrazará mi carne herida, me veréis extender las manos para que el Amor quede clavado.

¿Te preguntas por qué lo hago? Porque el Padre, que me envió a amaros, ha dispuesto que veáis hasta qué punto ama el Amor. Y yo, que soy Amor y quiero lo que el Padre, que es Amor, quiere, consiento y me entrego –esto es lo único que sabe hacer el Amor, entregarse- hasta el extremo. El extremo no es nada que uno mismo elija. El extremo es aquello en lo que consientes por amor de los que amas. Por amor de ti, Jerusalén.

Ya no lloro. He llorado mucho por ti, Jerusalén. Por tu locura, que no es de amor sino de muerte, y que no parará hasta destruirme. He llorado mucho por ti, pero hace tiempo sé que llegaría esta Hora en que no hablaríamos ya de lo que yo hubiera deseado, sino del amor total que te he querido entregar.

El Padre ha querido que yo, que me he hecho una de sus criaturas, encarne en esta Hora todo el mal y todo el sufrimiento, incluso la muerte, que el pecado provoca en vosotros. Mi entrega, mi loco amor por ti, Jerusalén, me lleva a desear que se refleje en mi carne todo lo que os mata. Y me veréis, a mí que os he mostrado cómo vivir el amor, y la libertad y la dicha, me veréis también encarnando el dolor que deforma, la herida que desfigura, la muerte que asola y vence, y acaba con todo.

Yo he venido a este mundo por amor del Padre, que os ama y quiere uniros a Él a través de mí. Yo amo al Padre y quiero solo lo que Él quiera, todo lo que Él quiera.  Por ello, hoy, al entregarme a la muerte que enmudecerá mi palabra y dejará resonando, Jerusalén, el culmen de tu perversión al destruirme, no le pido al Padre por mi, sino por ti. No le pido al Padre por mí porque quiero, sólo he querido, vivir de este modo que es Amor. Amor que se Entrega y al que nada le frena para entregarse a lo que el Amor pide. Este Amor es el Padre, que ha querido que me entregara así por ti, para ti. Así te he amado, Jerusalén, y me entrego a ti para siempre por esta muerte.

Al morir, consiento en que la muerte me mate. No tengo un plan –el plan de resucitar, pudieras pensar-. MI único plan es, ha sido y será entregarme al Padre en un deseo que nos une: el deseo de que tú, de que la Tierra, de que todos tengan Vida, y vida en abundancia. Lo que sí sé es que Israel, Jerusalén, encontrará la salvación el día que reconozca en mí al Mesías. El día que pueda decir: Bendito el que viene en nombre del Señor.

El modo como el Padre quiera hacerlo, le corresponde a Él. Mi Amor, que no te exige a ti que me ames en correspondencia, menos aún le exige a Él cómo haya de responder a mi Entrega.

Y ahora, ………, mira a esa realidad desgarradora, lacerante, oscura y destructiva a la que también me he entregado, como me he entregado a cada dolor de la tierra. Cuando me veas gritar al Padre, sintiéndome abandonado, sabe que me siento abandonado, sí, pero también que sé que el Padre me escucha, que el Padre es Fiel y no me abandona. Contempla, Jerusalén, amada mía, la fe que se abandona, la fe que salva. Quédate a mi lado, y déjate transformar, según el poder del Espíritu, por lo que contemplas.

Contempla cómo avanzo hacia ella. Cómo me zambullo en ella hasta ser anegado por sus olas. Contempla, mira al Padre y, como yo, abandónate a Él. Suplica. Llora. Confía.

Publicado en “En el centro, Jesús. Lectura existencial del evangelio de Mateo” pp. 346-350

Imagen: NordWood Themes, Unsplash

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