Esta mañana, celebrando la Eucaristía, recordaba una afirmación que hizo, según dice esta noticia, el religioso Ermes Ronchi al final de la primera meditación de los Ejercicios Espirituales dirigidos a la Curia romana en 2016: “Dios puede morir de aburrimiento en nuestras iglesias”. ¡Totalmente de acuerdo! Lo digo con una mezcla de diversión y de pena. Diversión porque la frasecita me abre camino, en medio del aburrimiento, hacia otra cosa. Y pena… ¡por tantas cosas, la pena!
También está claro, lo está para mí sin duda alguna, que no me voy a ir a ninguna parte. La Iglesia, con sus muchos errores, es el lugar donde Jesucristo me ha encontrado, donde le encuentro. El lugar, un lugar donde él habita. Desde la Iglesia salgo a encontrármelo en medio de la vida. Esto es más verdad, más profundo que todas las torpezas y todos los pecados y todas las hipocresías y todos los abandonos del evangelio que encuentro/soy en ella.
Por eso, cuando voy a la Eucaristía intento mirar más allá de esa niebla espesa hecha de aburrimiento, de rutina, de cosa sabida y amortajada, de pesantez. Me voy allá, a ese lugar en el que Dios está, y procuro encontrarme con él atravesando ese bloque plomizo. Si lo logro, es mejor. Si no, intento mantenerme en tensión desde las lecturas hasta la consagración, y desde ella hasta el cuerpo a cuerpo de la comunión. En el Padrenuestro descanso. El gesto de la paz, más ausente que todo lo demás, me sobra.
Me aburre todo. Me aburre casi siempre la actitud del celebrante, gastada y cansada (no tiene que ver con la edad, y me hago cargo de que la cosa no es fácil, pero aún así), y me cansa más cuanto más se distancia del tono que reconozco en el evangelio: el moralismo simplón, las palabras ausentes o las frases que siempre son la misma frase, tanto si se exceden hacia la explicación de contenidos como si el discurso es bonachón o paternalista. Cuántas veces digo al terminar el evangelio: “Por favor, por favor, ¡homilía no!”. Ese es un pequeño momento divertido, que además descansa mi corazón y lo mantiene centrado. De algún modo, cuando me quitan la distracción de la homilía, se me renuevan las ganas de encuentro y comunión con lo que celebramos, con los que celebramos. Aliviados, hermanados, más centrados. Si no hay suerte, me suele venir algo que viene a resumirse en “así nos va: ¡por no levantarnos y marcharnos!”. ¡PFFFF! Me desalienta esa falta de sabor a evangelio, tantísimas veces. Con lo luminoso, inmenso, radiante, sereno y ardiente que es Dios, ¡¿cómo es posible llegar a desvirtuarlo tanto?! Y está el rito romano, tan seco, tan apto para poner distancia… ¡¿Cómo es posible que nuestras celebraciones estén tan lejos de lo que hemos saboreado en el encuentro con el Dios vivo?!
Empiezo hablando del celebrante porque se le ve más. Pero con los asistentes sucede lo mismo. Podría haber dicho asamblea, pero asamblea hace referencia a encuentro voluntario y recíproco, y aquí más parece que te cobran por mirar al de al lado (y debe ser así en lo que toca a sonreír, en el momento de la paz). Al entrar al templo se siente esa pesantez de la que hablaba antes. Yo no percibo fe, como no sea en iglesias antiguas en las que se ha rezado mucho, cuando la fe se ha impregnado en las piedras. Lo normal es ver seriedad, rutina, costumbre, falta de vida, la cierta prepotencia de los que están seguros (¿de su salvación?), la cierta necedad de los que van aunque no les dice nada (¿no han escuchado ya que Jesús dice “si quieres”?). Total: que la fe no se percibe. Está claro que la fe no se puede ver… pero se siente. La fe se percibe. Se respira. Se transmite. Se nota su falta cuando no está. Cuando en su lugar se instala la repetición, tan cercana al sinsentido. Al sinsentido de hacer algo cuando no sabes por qué lo haces. Cuando lo haces por razones que tienen que ver con un “me lo sé”, y no con “lo vivo”.
Aunque en las eucaristías en las que habitualmente participo raramente percibo fe, estoy segura de que la hay en algunas personas: pero el peso de la mayoría es el que da el sabor del conjunto. Eso me obliga a volverme a mi interior y echar mano de “mi” fe aunque me encuentro en un sitio, quizá el único sitio del entorno en el que puedo encontrarme con creyentes. No tendría que ser preciso ir al interior, a las propias reservas de fe, cuando tienes los rostros, los gestos de otros creyentes (¿cuánta fe sería necesaria para llamar hermanos a este conjunto de seres desvitalizados, ausentes? ¿cuánta fe hace falta para sacudirte el amodorramiento ambiental que te rodea, y avivarte con un gesto se confundirá seguramente con algo improcedente, inapropiado?) que solo con su actitud, podrían transmitir otra cosa. En vez de la alegría de los hermanos unidos (cf. Sal 123, 1) me encuentro con una atmósfera espesa que tengo que atravesar con “mi” fe. Y procuro hacerlo, por mi propia fe en primer lugar, y también por el deseo de ser testimonio de otra cosa. Muchas veces, sintiendo como si fuera la única que está ahí por la fe. No porque me crea algo especial, sino porque me encantaría que cambiaran las cosas. Me encantaría que decir “asamblea”, “hermanos”, “se respira fe”, “en el nombre de Jesús” no fuera decir palabras, sino expresar vida. Que no fueran palabras dichas en la oscuridad de la fe, que debería estar para otras cosas.
“Dios puede morir de aburrimiento en nuestras iglesias”. Qué lejos estamos, en lo que se nota, de la alegría de los que aman a Jesús, del dinamismo de los que desean servirle con toda su vida. Qué lejos de la alegría loca que expresa el Aleluya, del dinamismo de la buena noticia, del vértigo de que Jesús venga a ser carne y sangre a nuestra asamblea y a nuestra vida, de la esperanza que viene al mundo a través de nosotros, atravesados por él.
Nuestro modo aburrido de celebrar la Eucaristía me duele, y seguro que te duele a ti también. ¿Por qué no lo intentamos, una vez más? Que pongamos, desde donde nos encontramos, lo que esté en nuestra mano para que nuestra fe no sea solo asunto interior, para desempolvarla y que se note en nuestro modo de vivir de fe, en la celebración y fuera de ella, en nuestro modo de escuchar y de compartir con la de al lado, en el modo de responder a la Palabra y a la Vida inaudita de esta Última Cena que nos es dado celebrar, y celebrar juntos.
Más allá de eso, la Eucaristía me da vida, porque es vida. Ni siquiera el tedio infinito de la asamblea ni la mudez del celebrante pueden apagar la victoria de Jesús, la realidad de la buena noticia que nos salva: Jesús nos da su Palabra y su Vida. Más aún: nos alimenta con su Palabra y con su Vida, y nos llama a ser, en medio del mundo, lo que él ha sido. Estando ya hecho lo grande, ¿qué tal si vamos con lo pequeño, con eso pequeño que cada uno podemos hacer en nuestra Iglesia y por nuestra Iglesia, para seguir dando vida a muchos? ¡Igual alegramos la fe de alguien!
Imagen: Toa Heftiba, Unsplash
Gracias por esta entrada Teresa. Leerla me hace sentir acompañada y, sobre todo, me transmite y reaviva la ilusión de poder ser fuego, pasión, fervor por Jesús e intentar contagiarlo a ese hermano desconocido de la parroquia a la que yo acudo para celebrar la Eucaristía. Un abrazo de varios kilómetros de longitud
Sí, Raquel. Creo que aportamos lo nuestro a los demás cuando cada una hace lo que puede. Abrazo!
Querida teresa: muchas gracias por tu entrada. Yo también siento en muchas ocasiones lo que indicas. En mi parroquia, cuatro feligreses desperdigados, ni un solo joven, lecturas poco preparadas y no bien proclamadas y homilias convencionales. Merece la pena seguir? Yo creo que si. Lecturas bien hechas, cantos adecuados, Pese a la letra y música más bien cursi de muchos de ellos y una participación sentida interiormente creo que están a nuestro alcance. Mi reflexión es la siguiente: no lamentemos ser tan pocos, hagámoslo lo mejor posible. Pero el cambio en fondo y forma es urgente y necesario. Un abrazo, Román
Muchas gracias, Román. Gracias por tu reflexión, positiva y esperanzadora. Nos recordamos unos a otros hacia dónde vamos. Hacia dónde queremos ir. Un abrazo
Cuanta verdad en lo que dices, y con tantas cosas reconozco también mi propia vivencia… Vengo de otra parte, y me acuerdo que hace unos 10 años, al llegar a España, la sensación general de pobreza , de algo medio muerto, en las iglesias me ha chocado mucho (aquí lo habéis vivido procesualmente, los que venimos de otro tipo de celebraciones, es muy de golpe), me “obligó” mirar mas allá, a Jesús que en medio de todo eso, se da, humilde y fiel. Ademas, aunque a diario estoy en misa celebrada por un sacerdote de 96 años (imaginaos), no me aburro. Me ayuda también el no perder de vista que no todo es así, incluso en España, y que en tantos lugares en la tierra hay celebraciones que saben a celebraciones y donde se respira la fe.
Gracias, Marta. Seguro que visto desde fuera aún llama más la atención. Y siempre, el no perder perspectiva: no perder de vista que no todo es así, que en otros lugares se percibe otra cosa. No perder de vista que Jesús está, que la fe está… y precisamente por eso, ¡que se exprese!
Gracias Teresa, ha sido una lectura dura y realista. Tengo la suerte de poder celebrar Eucaristias cerca de casa que no me aburren y con gente que en un porcentage alto, parece que esta ” a lo que se celebra” pero me da pena la falta de intensidad y entusiasmo al rezar y al cantar . Algo cultural/ costumbre creo que tiene. El otro dia estuve en otra iglesia, domingo tarde y lloviendo, con poquísimos feligreses, cada uno en un banco como guardando distancia de seguridad, pero con 2 sacerdotes de mas de 80, que se ayudaban mutuamente. Homilía de agradecer. El mas mayor pasó la bandeja, con evidente dificultad motora, pero cantando a pleno pulmón, una canción de toda la vida y nadie abría la boca. para acompañarle. Su actitud, la de los dos, me hizo sentir cariño, admiración y grandeza por su fe y por lo que celebrábamos.
Nos hacen bien esos destellos de vida que siempre abren el camino a la vida. Gracias, Susana, por compartir.