Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles (2,1-11)
Sal 103,1ab.24ac.29bc-30.31.34
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios (12,3b-7.12-13)
Secuencia
Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo. Padre amoroso del pobre; don, en tus dones espléndido; luz que penetra las almas; fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos. Mira el vacío del hombre, si tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado, cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones, según la fe de tus siervos; por tu bondad y tu gracia, dale al esfuerzo su mérito; salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno.
Lectura del santo evangelio según san Juan (20,19-23)
AL anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
«Paz a vosotros».
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
«Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo».
Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo:
«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».
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Y tú, ¿cómo sueles celebrar las fiestas? En general, la mayor parte de la gente que conozco, celebra y espera con ganas su cumpleaños, o el próximo puente, el siguiente finde, el final de la Champions… Conozco poca gente que celebre las fiestas religiosas por lo que son, por lo que suponen en nuestra vida. Como hoy estamos en una de ellas, en una fiesta grande, vamos a detenernos un poco en esto…
Celebramos Pentecostés porque hace muchos años, unos discípulos de Jesús, estando todos juntos, experimentaron que la promesa que les había hecho Jesús de que les enviaría su Espíritu, se realizó sobre ellos y los colmó por encima de sus expectativas. Celebramos Pentecostés también porque esto, que sucedió una vez, ha sucedido después millones de veces a lo largo del tiempo, en los lugares más inverosímiles, a personas de todas las edades y condiciones. En ocasiones se ha dado estando los discípulos reunidos como aquella primera vez; otras veces, el Espíritu de Dios se ha derramado sobre algún discípulo en lo secreto de su corazón, y solo después hemos sabido, por el cambio que se da en esa persona cuáles son los efectos de esa lluvia divina, lo que la acción del Espíritu ha producido en ella o en él. Otras veces el Espíritu se ha derramado sobre personas que no tenían ninguna intención de ser discípulas o discípulos de Jesús y han quedado transformados enteramente. Esto es muy de celebrar también… sobre todo, porque sigue sucediendo hasta nuestros días.
Y si celebramos todo esto, es porque celebramos que Jesús, que ha entregado su vida para que tuviéramos vida de la buena, de la suya y ha resucitado dándonos esa vida suya que vence sobre la muerte, lleva a plenitud, por medio del Espíritu lo que se hizo patente con su resurrección: que Dios es Dios-con-nosotros y que no parará en su deseo de unirse a cada uno y a cada una de sus criaturas para que tengamos esa vida buena, esa vida suya.
Y esto es lo que celebramos en Pentecostés. Verdaderamente hay mucho que celebrar. Ojalá que este día sea no solo recuerdo de aquello que sucedió, sino sobre todo un día de despertar a la alegría de que Dios sea así, a la alegría de que Dios quiera llover sobre nosotros su mismo Amor para transformarnos en cosa suya.
Las lecturas de este día hablan de lo que esta lluvia hace en nosotros. En la primera lectura de los Hechos de los Apóstoles escuchamos como los apóstoles que esperaban juntos, fueron transformados por un viento que arrancó de ellos todo obstáculo, todo temor, toda la mentira e impureza que nos hacen temer a Dios, no desearlo. Este viento los preparó también para dejar espacio en ellos al fuego de Dios, que se plantó en medio de la vida que somos cada uno para hacer, de cada uno de ellos, vida divina. Y nos dice que esas llamaradas se dividían y se posaban encima de cada uno de ellos. Aprendemos así cómo la unidad de Dios se manifiesta como llamada a la comunión en la diferencia que somos cada uno. Se expresa así, sobre todo, que estamos llamados a vivir una existencia nueva hecha del ser personal que cada cual es, una existencia que es vida divina.
La vida nueva que nos ha traído Jesús con su resurrección se realiza ahora por el don del Espíritu y nos dice que la existencia humana es carne vacía de sí y habitada por el Espíritu de Dios que la conduce en adelante.
Se nos dice también que esta existencia nueva no es una vida que vivas para ti mismo – para tus preocupaciones, para tus intereses, para tus alegrías, una vida centrada en tu miedo o en tu rabia, o en tus logros, o en tus retos… sino que es una existencia que, puesto que se vive conducida, es ligera y se deja llevar. Por eso vemos que los discípulos que estaban reunidos y que están más unidos que nunca porque están unidos en el mismo Espíritu de Dios que habita con su presencia en cada uno, los envía fuera de la casa -fuera de su propia vida, fuera de sus muros, fuera de su mundo conocido, fuera de las fronteras y los lleva a otras gentes, con las que se encontrarán porque hablan su misma lengua. Esto tan extraordinario nos manifiesta el modo como el Espíritu actúa en nosotros y nos hace vivir una vida extraordinaria en la cual lo que prima es llegar a esos hombres y mujeres a los que hemos sido enviados, hablar su mismo lenguaje y descubrir que todas las lenguas son capaces de manifestar las maravillas de Dios… que todos los seres estamos hechos para encontrarnos en el gozo por Dios que desea y conduce estos encuentros.
Este don del Espíritu, como hemos dicho antes, es el principio de la vida nueva que nos ha traído Jesús. En el Evangelio vemos cómo es el mismo Jesús el que, soplando sobre los discípulos, los recrea:creados por Dios de barro y de su aliento, ahora somos recreados de carne y soplo de Espíritu, del mismo Espíritu que habitaba y conducía a Jesús en medio de su vida. La vida de Jesús, que hemos aprendido a reconocer como la existencia más plena que cabe, era una vida enteramente habitada y dócil al Espíritu de Dios. Ahora nosotros, por su resurrección, podemos vivir una vida como la suya, pero para vivirla se requieren dos cosas:
- la primera, permanecer unidas a Jesús por la fe como los sarmientos a la vid, para recibir la fuerza de su vida victoriosa;
- la segunda, que procede de la anterior, es dejarse habitar por su Espíritu que lleva a plenitud la vida de Jesús en nuestra vida. El texto del Evangelio recrea aquella escena en la que Jesús, soplando el Espíritu sobre los discípulos, los envía al mundo a prolongar su obra, la obra que él ha comenzado y que continúa hasta el fin de los tiempos. El texto que hemos leído en la primera lectura narra de otro modo este mismo don del Espíritu y los frutos que produce.
La segunda lectura, un testimonio de cómo la Iglesia naciente iba viviendo esta vida del Espíritu, nos expresa a través de la enseñanza de Pablo cómo hemos de vivir los dones de Dios. El Espíritu se derrama sobre los miembros de la comunidad -sobre nosotros, seguidores de Jesús-, para bien del conjunto. Por eso, la diversidad de dones en los que el Espíritu se manifiesta, no hemos de vivirlos como algo propio, como algo de lo que nos apropiamos -esto indicaría que ese viento de Dios no ha pasado purificando y que nos aferramos al don como nos apropiamos de todo lo demás- sino que el don recibido hemos de vivirlo en favor de la comunidad, en favor de los hermanos, porque el don es para darlo. El don hace de nosotros gentes ligeras, entregadas, gentes que salen de sí en favor de sus hermanos y reflejan de este modo a nuestro Dios comunión, a nuestro Dios Amor que ha salido de Sí para llamarnos a vivir con los Tres su dicha infinita. Por eso, en este día celebramos también que nuestro gozo es, ha de ser, el vivir nuestra vida como la vive él: una vida que se goza en visitar toda herida, toda pobreza, toda carencia, para limpiarla con su viento y llenarla después de su fuego. Celebramos que sabemos, por fin, para qué estamos aquí: para vivir una vida que vive atenta a que los hermanos tengan vida.
¿Por qué celebramos hoy, en definitiva? Porque el Espíritu de Dios, al venir a habitar en nuestra vida, al derramarse sobre toda realidad de nuestro mundo, quiere unirse a nosotros y comunicarnos Su plenitud.
Te pongo el enlace de una canción que pide esta “lluvia de Dios” que se derrama sobre la tierra en Pentecostés: Delirious, Rain down
Imagen: Evelina Friman, Unsplash