Esta es la última entrada de Misterio de Navidad. Ojalá te estén ayudando a adorar, a guardar en el corazón, a alabar a Dios que vive en nuestro mundo y se ha querido quedar entre nosotros.
Los pastores
¿Cómo contarte lo que vivimos aquella noche? Han pasado tantos años, y aún me estremezco al recordarlo. Los pastores somos gente como todos. Un poco más acostumbrados a la soledad, quizá, posiblemente más huraños. Y, como a todo el que es distinto, se nos miraba un poco raro en los poblados, a los que acudíamos sólo si era necesario. Habíamos aprendido a bastarnos a nosotros mismos, y nos ayudábamos en lo que podíamos. Teníamos una especie de pacto entre nosotros, y nos protegíamos mutuamente cuando hacía falta, también ante los demás. Digo que éramos como todos, porque esto es lo que hace todo el mundo, y también por algo que descubrí esta noche de la que te voy a hablar.
Ya habíamos apagado el fuego, y nos disponíamos a dormir. Solemos cenar juntos cuando nos encontramos, y hablamos y hablamos… supongo que por todas las palabras que no podemos decir cuando estamos solos. Aún había alguno que, acostados y todo, seguía hablando todavía. Era noche cerrada, y los animales estaban tranquilos. Poco a poco, el silencio se fue imponiendo. Yo no dormía. Creo que era la gratitud por volver a ver a los compañeros lo que me había alterado, y no podía conciliar el sueño, pensando en lo que se había dicho. Volvía sobre unas cosas y otras, distraído, mientras esperaba a que el sueño viniera.
Y de repente, algo sucedió. Los animales se erguían, no alterados como en una tormenta o ante una amenaza, sino expectantes. Nunca los había visto así. Me enderecé, pero no había más que silencio y oscuridad. ¿Oscuridad? No, ya no había oscuridad. En muy poco tiempo, todo se llenó de claridad. Aquella noche era de luna nueva, y de pronto empezó a iluminar como si fuera luna llena… no, mucho más. Dejó de ser la luz amortiguada de la luna para ser cálida, y nos iluminaba a cada uno. El lugar se llenó de claridad, y en un momento estábamos todos en pie, apretujándonos unos a otros. ¿Qué temíamos? No lo sé. Sí recuerdo que la sensación no era como cuando te enfrentas a una amenaza, sino que aquello enorme que nos tenía alerta estaba… dentro. Dentro, y fuera, por todas partes. Estaba en todo. No era temible, pero producía miedo. Pisábamos tierra, pero nos sentíamos transportados, ligeros. Nos mirábamos, pero veíamos a otro. Y sobre todo, la alegría. Una alegría inmensa que tenía palabras en nuestro interior: Os ha nacido hoy un Salvador… Creo que fue entonces, al mirarnos, cuando sentimos un miedo terrible. Un miedo terrible, como nunca más lo he sentido, pero, ¿a dónde huir, si lo que nos estremecía de tal modo estaba en todas partes? Como si hubiera escuchado nuestro miedo, las palabras decían: No tengáis miedo… una gran alegría… en la ciudad de David…
la alegría fue ocupándolo todo, una alegría que no era como las nuestras, ni siquiera como tener un hijo, ni siquiera como la dicha más grande que en este mundo se pueda imaginar… era, ¿cómo decir?, una alegría eterna, por algo que era verdad del todo, una alegría que ya no se acabaría nunca, una alegría hecha para extenderse e inundarlo todo a lo largo y ancho de la tierra. De pronto, esa alegría pareció alcanzar el cielo y todos rompimos en cánticos y danzas, ebrios de gozo. Era, no me creerás, como si todos los ángeles del cielo cantaran con nosotros, o mejor, como si nosotros nos hubiéramos unido a ellos y todo lo que existe danzara esta danza dichosa, tan contagiosa que toda la tierra bailaba de alegría. Las palabras que escuchábamos en nuestro interior salían de nuestros labios y nos las decíamos unos a otros, ayudándonos así a completar el mensaje, que, una vez escuchado, nos hacía saltar y abrazarnos, con mayor gozo todavía. Los animales no estaban asustados. Era como si, al contemplarnos, pudieran también alegrarse, como si esta alegría fuera para todos, para ellos, para los árboles y las estrellas, para todo lo que existe.
No sé cuánto tiempo estuvimos así. Sólo sé que, cuando la danza se fue terminando, éramos otros. Los mismos, pero alegres, llenos de esperanza, contagiados del anuncio, inmenso como todo el universo, que habíamos escuchado. Hablábamos, sí, pero desde otra parte, desde un interior que no sabíamos que existía. Hablábamos del gozo y del miedo. Todos lo habíamos sentido por igual, y todos habíamos escuchado, de un modo u otro, “no temáis”. Todos lo habíamos oído así, en plural, dirigido a todos, para decírnoslo unos a otros. Había quien se había fijado en la gran alegría que se nos anunciaba, y quien había escuchado sobre todo la señal de esta alegría: un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Nos íbamos contando lo que había visto cada uno, y notábamos cómo las certezas compartidas nos ayudaban, efectivamente, a no temer, y más aún, nos alentaban para ir a ver aquello que se nos había anunciado, a ver aquella gran alegría, aquella señal, al Salvador. Era como si los pies tuvieran alas. Dejamos los animales y salimos rápidamente hacia donde el corazón nos indicaba.
Cuando llegamos allá, lo que encontramos fue como se nos había anunciado. Y descubrimos también otra cosa: que nos había cambiado la mirada. Nosotros éramos capaces de recibir un anuncio y de anunciar, por nuestra parte, lo que habíamos escuchado. Y ellos, aquella pequeña familia que tanto se sorprendió al vernos entrar al establo, que tanto se alegraba al escucharnos, era, exactamente, lo que se nos había anunciado. No sé cómo me lo había imaginado, pero cuando lo vimos, supimos que teníamos ante nosotros la salvación, que la salvación era exactamente así: este niño.
Desde entonces, mi corazón ha guardado esta alegría y esta certeza de que ya habita en nuestro mundo la salvación. No sé de qué modo la conocerá toda la tierra, pero sé que será así, y ya está operando en mí. También nosotros éramos pequeños y se nos confió un anuncio inmenso. Sé, para siempre, que este niño que estará creciendo como todos es la salvación del mundo, y que su madre, corazón amante y fiel, guarda y contempla todos estos hechos que manifiestan que Yahvé en persona ha venido a transformar definitivamente nuestro mundo.
Imagen: Michael Fenton, Unsplash
Y María atesoraba en su corazón todos esos momentos y esas vivencias
Gracias por compartirlo con nosotros Teresa
Gracias a ti por recibirlo, Raúl. Nos ayudamos en este movimiento recíproco en que todos damos y recibimos…