Primera lectura: Eclesiástico 27, 4-7
Salmo responsorial: Sal 91, 2-3. 13-14. 15-16 (R/.: cf. 2a)
Segunda lectura: 1 Cor 15, 54-58
Evangelio: Lc 6, 39-45
En aquel tiempo, dijo Jesús a los discípulos una parábola:
«¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? No está el discípulo sobre su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: “Hermano, déjame que te saque la mota del ojo”, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano.
Pues no hay árbol bueno que dé fruto malo, ni árbol malo que dé fruto bueno; por ello, cada árbol se conoce por su fruto; porque no se recogen higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos.
El hombre bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque de lo que rebosa el corazón habla la boca».
A veces, nos gustaría que esto de seguir a Jesús fuera tan simple como un tratado de ética. Un sistema de normas que orientan tu conducta… y de paso, la de los demás. Un conjunto de verdades con las que juzgar la realidad, con las que poder decir quién es el bueno y quién el malo según la moral más alta del mundo, verdades con las que poderte decir a ti mismo que te vas a salvar. Quizá éste sea uno de los más flacos favores que nos hace nuestro uso de la ética: el utilizarla como sistema de seguridad, el valernos de ella como garantía que nos enmascara, el utilizarla como sistema de medida cuando es plataforma de encuentro, y la tendencia a leer con distinto rasero a nosotros y a los demás. Ni siquiera la ética, con lo concreta que se presenta, parece ser asequible para los humanos.
Jesús, no contento con habernos presentado una ética imposible (¿o es que hay alguno que pueda vivir más de una vez, y quizá ni una siquiera, esto del “amad a vuestros enemigos…” que escuchábamos la semana pasada, como no sea por la fuerza portentosa del Espíritu?), insiste en lo contrario a lo que el conocimiento de un sistema ético o su práctica suelen producir en vosotros: no juzguéis… no condenéis… perdonad. No es esto lo que nosotros solemos hacer si tenemos una ética ante la cual respondemos. Lo que hacemos, ¿no es precisamente lo contrario? Aquí podemos preguntarnos sobre el uso que hacemos de las normas morales, de estos principios tan claros y elevados: ¿tus normas morales te sirven para inculpar, o para exculpar?; o bien, cuando has dejado el juicio, ¿no has dejado también tú las reglas? ¿Qué sabes de esa síntesis que se somete, sí, pero desde el interior?
La medida de la ética que Jesús presenta es otra que la nuestra. Aquí no se nos está hablando de unas normas universalmente aceptadas, a las que uno se somete universalmente, como o porque lo hacen todos. La vida, la actuación según Dios que Jesús nos llamaba a vivir en las perícopas anteriores sólo se puede vivir si Dios la vive en ti. Si te abres a su Amor y a su acción y aceptas que sea Él y no tú quien lleve las riendas -de hecho, el mayor temor cuando escuchamos palabras así es el muy razonable de “qué pasará con nuestra vida si hacemos lo que Jesús dice”-. Efectivamente, será la vida de Dios la que mande en ti, si consientes. Y ésta es la verdadera batalla que habrá que librar contra uno mismo: tus criterios, que te permiten vivir cómodamente y protegido en este mundo, o los de Dios, que no garantizan nada de eso y que le reconocen a él como Señor. Pregúntate si percibes esa lucha en ti, o si no se ha planteado todavía. Si es lo segundo, pregúntate por qué.
Puesto que este obrar moral es según la vida de Dios en nosotros, nuestras acciones no nos confrontan con los humanos, sino que nos ponen cara a cara con Dios. Se te pide que hagas lo de Dios, y al hacerlo, te asemejas a El. Las acciones se viven de cara a Dios, porque si la relación es con Él, si la vida la vives con El, si es su fuego lo que te anima, ¿qué otro podrá ser tu juez? ¿algún otro ciego, como tú? ¿tú, que te sabes ciega para tantas cosas, te podrás poner de juez para otros? Lo verdadero es querer de quien es la Luz que sea nuestro Juez.
Piensa en los juicios, en los castigos y las recompensas humanas. Cuán a menudo no son según la justicia, sino según criterios equivocados: eso que percibimos como que a los buenos les va mal y a los malos bien, tan a menudo. Sólo Dios conoce las entrañas y el corazón, solo a Él le corresponde juzgar. Y Él si paga según los merecimientos de cada uno. La ética elevada a la altura de Dios: que Él sea tu juez, y la medida por tus acciones corresponderá a su generosidad, a su amor. Si lo que deseamos en cambio de nuestras acciones es que sean según medida humana, nuestra existencia estará sometida a los juicios y a la lógica humana. Se nos ofrece vivir nuestras acciones a la luz de Dios, y fiarnos de Él a la hora de esperar recompensa. Y eso a nosotros, que no merecemos nada…
Jesús nos habla también de la condición de todo juicio en relación a nosotros mismos: la voluntad de verdad. La voluntad de verdad significa la actitud de alerta necesaria para reconocer cuánto de mentira, de ira, de cobardía, desamor, etc., hay en mis propias acciones. Lo que significa que la mirada vigilante sobre mí misma va a incidir en el modo de mirar a los demás (así como percibir el modo como me mira Dios, incide en mi mirada sobre mí y sobre el mundo). La ética queda definitivamente lejos de ser algo exterior, que se puede aplicar a golpe de regla, sino que se experimenta como una realidad compleja, metida entre los entresijos de nuestro corazón, con sus confusas claridades y sus oscuridades inciertas, que nos demuestran de modo práctico que el juicio sólo es posible para Dios. Esto plantea la ética cristiana como una ética que no tiene el fin en sí misma, sino concreción de la respuesta a Dios.
Y si desde ahí juzgas, será a partir de tu propia pobreza, con la certeza de tantas vigas y tablones que has descubierto en tu vida. Con la comprensión de quien sabe mucho de lo duro que es afrontar la propia miseria. Y esa certeza afectará a tus palabras sobre los demás. Te enseñará a no decir sino desde la propia miseria, desde la sospecha de que nuestra mirada nublada ve, en los demás, vigas donde hay motas, y ve, en uno mismo, pequeñas motas donde hay vigas.
Este domingo puedes dedicar un tiempo a conocerte un poco mejor: pregúntate sobre los juicios concretos que has pensado o expresado últimamente: busca tu viga por cada mota que has visto en tu hermano… y entrega ambos juicios a Dios, que es el único que sabe porque sabe del Amor que exige y posibilita, a la vez.
No se nos habla de meras acciones, sino del corazón como fuente de todos nuestros hechos. Mira tu vida como ese árbol que no es tan bueno como para dar frutos buenos, ni tan malo que sólo des malos frutos. Pregúntate, en primer lugar, qué mirada dañada es la tuya: ¿ves como malo todo lo que sale de ti? ¿o eres sumamente comprensiva y todo lo tuyo te parece bastante bueno? ¿Te ves necesitada de ayuda para que tu árbol dé frutos buenos, o te bastas a tí misma?
¿Has elegido cómo actuar, de modo consciente, libre, creativo, entregado, amoroso? ¿o más bien te dejas llevar por tu conveniencia de cada momento? ¿Reconoces el anhelo de Bien que Dios sembró en tu corazón, lo sigues? ¿Reconoces la presencia de ese mal siempre presente en ti, el pecado?
¿Cuidas tu corazón para que exprese tu verdad profunda? ¿Deseas dejar a Dios que lo vaya transformando, para que se parezca a Jesús?
Imagen: Lauren Lulu Taylor, Unsplash