Lectura del libro de Isaías (7,10-14)
Sal 23,1-2.3-4ab.5-6
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos (1,1-7)
Lectura del santo evangelio según san Mateo (1,18-24)
El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era justo y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto.
Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: «José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados.»
Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que habla dicho el Señor por el Profeta: «Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa “Dios-con-nosotros”.»
Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer.
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Este domingo es el último del tiempo de Adviento. El tiempo por medio del cual nos preparamos, a través de la liturgia que quiere despertar/avivar/encender nuestro corazón, a la venida de Jesús que celebraremos el 25 de diciembre.
Puedes decir que todos los años te sumas a esta esperanza y que nunca pasa nada. Que Jesús no viene a tu corazón de modo significativo. Quizá no te has preguntado con fe. Quizá necesites mirar a más largo plazo: ¿a lo largo de los años, ha aumentado tu deseo de que venga Jesús a nuestro mundo y lo transforme? A lo largo de los años, ¿crees, cada vez con más fuerza, en que Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, es el único que puede hacer que la existencia cambie de signo y se haga ocasión de vida, de esperanza? Quizá no ves cambios significativos. Quizá no vives aún de esta esperanza que se promete a nuestro mundo. Si es así, ya sabes qué tienes que pedirle al Padre, y no es poco.
Si eres de los que pueden ver, humilde y oscuramente, que tu esperanza, tu amor, tu fe reconocen la presencia de Jesús hecho hombre en nuestro mundo, entonces este Adviento te encontrará dispuesta, dispuesto a seguir pidiendo. La salvación para los pueblos, las gentes que anhelan una salvación, un Salvador, es la tarea más urgente de nuestro mundo. Y a nosotros, cristianos, los más indignos de la tierra, se nos ha confiado sostener, con muchos otros, y en nombre de todos, esta súplica.
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Vamos a leer los textos de los cuatro domingos del Adviento según una clave que se repite en todos ellos. Como tensión entre la promesa futura y la realidad presente. Dicha tensión está sostenida entre la primera lectura y el evangelio de cada domingo. La segunda lectura, en todos ellos, nos aporta claves concretas para mantener dicha tensión en nuestra vida, claves para vivir.
La tensión de la que hablaremos, y que atraviesa los textos, no es una tensión física y ajena, como cuando tienes que soportar un gran peso sin perder el equilibrio; tampoco es una tensión negativa, como la que se produce cuando tengo que definirme entre dos situaciones que me desagradan por igual, o entre realidades que me parecen por igual perjudiciales. No es nada de esto. La definición de la RAE nos trae una definición de tensión que iluminará la nuestra: “Estado de un cuerpo sometido a la acción de fuerzas opuestas que lo atraen.” La tensión de la que vamos a hablar es una tensión vital, puesto que afecta a toda la persona; es positiva, puesto que quiere mantenerse abierta a ambas fuerzas que le atraen; es dinámica, porque al verse atraída por realidades opuestas se mantiene en movimiento, y no cualquier movimiento, sino aquel que requiere que disciernas y te interrogues acerca del vivir. Es teologal, porque viene de Dios y solo él puede realizarla. Esta tensión dinámica, teologal, que los textos nos proponen para vivir, será el hilo de oro que atraviese toda nuestra contemplación en este Adviento.
La tensión que hemos ido reconociendo a lo largo de los cuatro domingos es la tensión entre lo inmenso que se nos propone como horizonte y su manifestación en el humilde hoy de nuestras vidas.
El primer domingo de Adviento nos invitaba a reconocer en la historia la necesidad que todo lo creado tiene de ser rescatado, habitado, colmado por Dios. La promesa que se nos hacía apuntaba a la comunión con todo lo creado y la actitud para vivirla era la vigilancia.
El segundo domingo de Adviento nos exhortaba a la transformación que hace posible contemplar la realidad según la mirada de Dios. La promesa que se nos hacía era la promesa de paz y de justicia para la creación y para todas las criaturas, y la actitud para actualizar dicha promesa en la propia vida era la conversión.
El tercer domingo de Adviento nos fortalecía en la espera del Dios que viene y, para ello, centraba nuestra mirada en los testigos: hombres, mujeres, jóvenes, ancianos que encarnan otra vida. Que hacen visible en sí mismos cómo se vive la vida cuando esta se concentra en la espera y el servicio de Dios. La promesa que se nos hacía en este tercer domingo era la promesa de que Dios viene a llenarlo todo de alegría, de una alegría muy concreta que todos podemos entender; para reconocerlo, se nos invitaba a vivir, como los testigos, oteando dichos signos en medio de la vida.
Este cuarto domingo de Adviento nos enseña a vivir en la inminencia de la venida del Señor, también en clave de tensión teologal, sostenida por el mismo Dios, que se nos van a dar unos signos que nos permitirán reconocerlo. Se nos enseñará también cómo vivir dichos signos. Hoy, la promesa se encarna en la persona de José, y así se hace la síntesis entre la promesa, que ya se está realizando en la historia, y aquellos creyentes, como José, que la encarnan en la propia vida. Hoy, José de Nazaret nos enseña cómo vivir esta tensión de tal modo que hagamos presente a Dios en medio de la historia: para ello es preciso encarnar las promesas de Dios en medio de la vida, aunque para ello haya que sacudir, tirar, rechazar todas las demás palabras que hemos escuchado.
En todos los casos, hemos ido viendo que la indicación concreta que conviene en cada caso nos orienta sobre la necesidad de tirar, sacar, echar de nosotros aquello que no es apto para recibir la promesa. De este modo, vivimos atentos, entregados a las promesas.
Ahora, vamos a hablar de los signos, tal y como nos indica este cuarto domingo de Adviento. Empezaremos por ponernos de acuerdo en lo que es un signo o señal: en este contexto, el signo o señal ha sido puesto por Dios para indicarnos algo. En medio de la oscuridad con que a menudo se nos presenta lo de Dios, el signo nos abre una luz, un camino por el que avanzar, fiándonos de aquella señal que el Señor nos ha dado y nos permite seguir adelante. Puesto que este de la confianza es el modo como habitualmente nos habla Dios, la necesidad de que él nos indique el camino cuando no vemos, cuando se hace oscuro, es el modo normal de nuestro vivir cristiano, en lo profundo. Nos habla también del riesgo que corremos, si no estamos atentos, de hartar incluso a Dios (¡esto es serio…! a veces seguramente te preguntas qué piensa Dios de nosotros… está dicho por toda la Biblia, pero también aquí).
Empezamos por el evangelio. La situación que Mateo relata la conocemos bien. Podemos hacernos cargo de la angustia y el sufrimiento que ha tenido que padecer José, que ama a María, hasta llegar a esa decisión con la que comienza la perícopa: José, su esposo, que era justo y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto. Esta es, podríamos decir, la decisión a la que podemos llegar a nivel humano natural. Una decisión que no ignora la justicia y no resuelve tampoco lo que, a nivel humano natural, entendemos como agravio, y busca atender, respetando la justicia, también a la persona de María y a sí mismo.
En el momento en que él ha tomado esta decisión, nos dice el relato, echándose a descansar después de la sin duda larga y costosa deliberación, tiene un sueño en el cual se ve instado a hacer algo completamente distinto de lo que tanto le ha costado deliberar. Una señal que al despertar reconocerá como de Dios por la ligereza, la alegría y la anchura que va a experimentar en su corazón al secundarla. No porque sea lo que él deseaba, sino porque descubre, al obedecerla, que le colma plenamente de ese modo como lo hacen las cosas de Dios. La señal se revela como signo de Dios, primeramente, por la resonancia que produce en su interior. Después, con el tiempo, la reconocerá también como de Dios porque cumple exactamente aquella palabra de Isaías pronunciada en el pasado, y que nosotros hemos escuchado como primera lectura.
En la lectura de Isaías, en cambio, sucede lo contrario. Acaz, rey de Judá, no quiere escuchar los consejos de Isaías que le insta a confiar en Dios en medio de una difícil situación política. Al contrario, Acaz ha hecho ya sus cálculos, y la insistencia del profeta en que Dios saldrá victorioso en Judá despiertan su incredulidad. Isaías le anima, en nombre de Dios, a pedir un signo al Señor. Acaz no lo desea, no desea signos del Señor porque no quiere someterse a ellos. Es más: para protegerse de Dios, Acaz da una aparentemente creyente, una excusa “teológica”: No la pido, no quiero tentar al Señor. Isaías, irritado con la irritación de Dios, le responde que el Señor, por su cuenta, os dará una señal, esa que garantiza que dará a su pueblo un hijo, cuyo nombre significa “Dios-con-nosotros”.
Acaz no responderá a la señal dada por Dios, cerrándose a su revelación, encontrará el fracaso. Dios, por su parte, no se revelará a través de la casa real. Los signos de Dios, aunque nos resulten temibles –y da miedo confiar en Dios cuando los reyes vecinos te piden alianzas concretas o amenazan con destruirte si no secundas sus propuestas-, pero es por ellas, por el camino desconcertante del signo, por donde se abre la vida. Creer lo que parece increíble – no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados-, fiados en el signo de Dios, abre el camino de la vida. Rechazar, en cambio, los signos de Dios porque desbaratan nuestra lógica, nos deja sometidos a las amenazas de esta vida, a nuestro pecado, a la muerte.
En José vemos cómo la vida se abre desde lo inimaginable. José se ha fiado del signo de Dios que, abriéndose camino en medio de la noche, le ha mostrado la solución que traerá la vida, la salvación para Israel y para toda la tierra. Acaz no ha querido siquiera pedir a Dios un signo, y cuando Dios, por su cuenta, se lo da, lo rechaza… y se cierra el camino para Acaz en esta hora, aunque no para Israel, que mantendrá la promesa en el Emmanuel.
Pablo recoge para nosotros el signo de los signos, al que todos apuntaban: Jesucristo, nuestro Señor. Los que lo anuncian, como Pablo, los llamados por Dios, como los Romanos a los que dirige la carta, el Evangelio que da testimonio de él, son puertas, vías, por las cuales podemos pasar, abrirnos paso hacia esta vida nueva que está para venir, que ha llegado en Jesucristo.
Estas son las señales mayores, las objetivas, las que nos orientan a todos. Seguramente, Dios te está dando a ti, o a tu comunidad, algunas otras: no tan grandes, quizá desconcertantes, que te dicen por dónde se abre el camino. Pide ayuda a Dios para reconocerlas, apóyate en los testigos, y en el poder del Espíritu para consentir a ellas.
De nuevo en este cuarto domingo, una invitación a orar como modo de ir descubriendo, en medio de la vida, la respuesta a Dios. José, qué duda cabe, oró para que Yahvé le dijera lo que tenía que hacer. Y Yahvé no le respondió en el tiempo en que oraba, sino más tarde, en sueños… pero la disposición y la apertura generadas al orar hicieron posible que pudiera acometer, de mañana, esos deseos que no estaban en sus planes.
Acaz, en cambio, cerrado a Dios, rechazando hipócritamente el signo que se le ofrecía, se cerró sobre sí mismo y quedó impedido para vivir otra cosa que su propia idea limitante.
Aprovecha este tiempo de Adviento para que la oración, anhelo de Dios que ensancha el corazón, desborde tu mirada y después tu vida.
Suplicamos unidos, en la inminencia de este gozoso Acontecimiento: ¡Ven, Señor Jesús!
Imagen: Ameen Fahmy, Unsplash