Lectura del libro del Génesis (12,1-4a)
Sal 32,4-5.18-19.20.22
Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo (1,8b-10)
Lectura del santo evangelio según san Mateo (17,1-9)
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él.
Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Sí quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.» Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.
Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis.» Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»
Puedes descargarte el audio aquí.
Este de la transfiguración es un relato enorme. Supone muchas cosas. Supone, en primer lugar, que Jesús puede que viviera esto algunas otras veces: no expresa ninguna sorpresa de Jesús, y además, este tipo de “inflamación divina” la viven también algunas personas, luego puede ser que Jesús, que se ha hecho semejante a nosotros, haya vivido momentos así, momentos que solemos llamar “experiencias místicas”.
Jesús se los lleva a un monte alto, al lugar físico más cercano a Dios de la tierra, y se transfigura delante de ellos. Por si no sabemos qué es eso de transfigurarse, Mateo lo explica a continuación: su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Esto nos sorprenderá o nos dará miedo, cada uno reaccionará como pueda, pero todos nos hacemos cargo de lo que supone una transformación así: de repente, una persona a la que admirabas, a la que venerabas incluso, se te hace visible a su verdadera luz. Una luz tan resplandeciente que resulta cegadora, como el sol y la luz, fuente de toda visión.
Y Mateo nos dice más todavía: se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Moisés y Elías, nos dirán los exegetas, representan la Ley y los Profetas del Antiguo Testamento, y aparecen dialogando con Jesús, a quien todo el Antiguo Testamento está orientado.
Moisés y Elías aparecen conversando con Jesús en este contexto de pasión, y se nos indica de este modo que toda la historia de salvación está orientada a Jesús.
Jesús aparece resplandeciente como el sol y sus vestidos se han vuelto blancos como la luz para decirnos que debajo de la figura humana que se ve hay una luminosidad que no se apagará por la pasión a la que Jesús se encamina.
La experiencia mística nos desvela, como su nombre indica, un destello del misterio de Dios: en Jesús vemos a un hombre, y un hombre que se encamina a la muerte (no es casualidad que este texto lo leamos el segundo domingo de Cuaresma). Pero en este hombre que vemos hay mucho más que lo que se ve: Jesús es un hombre, y es de tal modo transparencia de Dios que lo que Él es sólo se puede comprender con las palabras que el Padre dirá a continuación. Pero vamos por pasos.
Para nosotros, los humanos, una experiencia así es extraordinaria, inmensa. Sin temor a exagerar, la experiencia de Dios, el encuentro con Él, en la forma que tenga, es la experiencia más enorme que el ser humano puede vivir en la vida. No nos extraña, por tanto, que Pedro hable como lo hace. Expresa algo muy verdadero, el deseo de quedarse aquí para siempre -¿cómo no, si estamos hechos para Dios?- y a la vez, como dice Mateo, no sabía lo que decía, desbordado como está por lo que vive, fuera de sí.
La reacción de Pedro, que se hace eco de lo que experimentaría cualquiera de nosotros, expresa bien lo que le pasa al ser humano al encontrarse con “algo” de Dios. No hay nada más grande que el ser humano pueda vivir. De hecho, toda experiencia de Dios, en tantos formatos, medidas y aspectos como toma, es lo más capaz de transformar nuestra vida.
Pero aún hay más. Y no solo eso: aún queda lo mejor. Pedro, extasiado por lo que está viviendo, expresa la maravilla que es contemplar a Jesús a su verdadera luz. Pero aún no ha conocido que más que la visión, es ser introducido en el Seno de la Trinidad: Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.» Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.
¡¿Qué tiene que ser escuchar la voz de Dios?! ¡¿Qué debe ser, ser introducido en la nube, no la del Sinaí (Ex 19, 16; 24, 15-16), no la de la Tienda de la reunión (Ex 40, 34-.35) o la que se posó sobre el Templo (1Re 8, 10-12) que son figura de Dios, sino experimentar la presencia misma de Dios, de la que la nube es signo? Dios se ha manifestado en la nube, los ha introducido en Sí, y desde ahí pronuncia las palabras del Amor, las palabras que resuenan eternamente: Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo. No hay nada más sobrecogedor que el Amor. Si antes los discípulos podían hablar, ahora son derribados por esta Trinidad que, al introducirnos en su Amor, en el misterio del que no somos dignos, nos revela nuestra infinita pequeñez.
Momento de revelación de Jesús, el Cristo. Momento en el que Jesús, nuestro Jesús, maestro en nuestros caminos, les deja entrever el misterio de luz y de victoria al que la pasión recién anunciada nos encamina. Instante de experiencia de Dios que sostendrá, desde el misterio del corazón de los discípulos que lo han contemplado, el camino que Jesús recorre a continuación.
¿Por qué nos encontramos este evangelio casi al comienzo de nuestro camino hacia la Pascua? Por misericordia de Dios, sin duda, que nos sostiene en nuestra debilidad para que no olvidemos que el camino que hemos comenzado, aunque tenga forma visible de fracaso, nos lleva hacia la Pascua, hacia la definitiva victoria de Dios en su caminar con nosotros. Es verdad que quizá muy pocos o ninguno de los que escucharemos el evangelio de este domingo hemos tenido una experiencia de Dios tan extraordinaria. Pero también es verdad que, sin que la experiencia haya sido así de extraordinaria, los que seguimos a Jesús no le seguimos porque nos hayan dicho de él, sino porque hemos visto algo de ese resplandor de Dios que no se parece a nada de este mundo y que, en su levedad aparente, es tan poderoso como para alimentar nuestro seguimiento hasta el día de hoy.
Algo hemos visto que tiene esta luminosidad de Dios. Aquello que un día, como escuchábamos en la primera lectura que le pasó a Abrán, reconocimos como lo mejor de nuestra vida: la luminosidad de Dios se presentó en forma de niño abandonado, en forma de promesa en medio de una vida gris, o como certeza irrebatible e imbatible, como palabra sólida y capaz de sostener toda tu vida… tantas maneras como personas, tantas historias como para estremecer el corazón de admiración y de alabanza nos confirman en que ese destello de Dios es tan poderoso como para sacarte de la vida que tenías, como para destrabar tu vida de sus goznes y ponerte en camino hacia una tierra nueva, esa que el Señor te promete: «Sal de tu tierra y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré. Haré de ti un gran pueblo, te bendeciré, haré famoso tu nombre, y será una bendición. Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan. Con tu nombre se bendecirán todas las familias del mundo.» Y Abrán se puso en camino, seducido por la promesa inmensa, infinita, desbordante. Seducido, sobre todo, por el Dios que promete de este modo, que bendice así.
Esta es la vida a la que nos encaminamos los que hemos entrevisto un destello de Jesús. Tan seductor, tan inmensamente deseable como para dejar la vida que conocías; tanto como para meterte en un camino en el que apuestas por elegir a Dios y a los hermanos, poniendo a dieta el propio ego, porque el camino contrario te ha dejado de saber a vida; tanto como para querer seguir a Jesús en el camino hacia su Pascua, tanto como para soñar que ojalá un día seamos hechos capaces de consentir, como Jesús, en su camino.
Esta es la vida que te encontrarás si dices que sí a la luminosidad infinita de Jesús, cuya luz supera toda luz conocida. Ese fulgor suyo que te alcanzará en cualquier esquina, tarde o pronto, de improviso o después de haberlo anhelado sin saberlo, y te cambiará la vida. Una vida que empieza dejando lo que conocemos, la vida enmarcada en los parámetros de nuestro mundo, y te pone en camino, como a Abrán, como a Moisés y a Elías, como a Pedro, a Santiago y a Juan, hacia una vida orientada a Jesús, que supera toda expectativa conocida, porque, aunque se vive en este mundo, se comprende únicamente según las coordenadas de Dios.
En este tiempo de Cuaresma en que decimos que no a la vida que se busca a sí misma para decir que sí al proyecto de Dios en la historia, como ha hecho Jesús, la vida que hemos presentido en Jesús se nos revela como otra vida en la cual lo que importa es el sabor, el fulgor, la voz de Dios reconocida en cada cosa.
Imagen: Casey Horner, Unsplash
A mí me da alegría leer esta entrada! Parece que toda está envuelta en: Jesús Venciendo, ya! 👏👏
Gracias
Gracias, Edu! Es que Jesús está Venciendo, ¡ya!
Y es así, Edu! Jesús Venciendo, ya! Por nuestra parte, que nos unamos a su salvación.