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Un proceso de transformación (I)

A lo largo de esta semana y la siguiente vamos a leer un proceso de transformación que da esperanza y que se relaciona con el don del Espíritu: es el de Prócoro, pero podría ser el tuyo.

Escuchamos a Prócoro, uno de los siete diáconos de la iglesia de Antioquía[1], después de recibir la imposición de manos por parte del responsable de la comunidad.

Siempre digo que este momento de la imposición de manos fue el momento de mi verdadera conversión. Quizá te sorprendas… sin duda, la conversión significaba en aquellos tiempos primeros del cristianismo algo serio entre nosotros: dejabas las costumbres que tenías, te sometías a un largo periodo de preparación antes del bautismo, y sólo progresivamente nos íbamos introduciendo en la oración, en las enseñanzas de los apóstoles y en la vida de la comunidad. Quizá pienses que todos los que estábamos allí éramos igual de fervorosos. Había muchos así, no lo voy a negar, pero yo no era de ellos. Yo pedí el bautismo porque estaba enamorado de mi mujer.

Otra cosa que seguramente no piensas de nosotros es que pudiéramos estar apasionadamente enamorados de nuestras mujeres, ¿a que no? Seguramente funcionas con el estereotipo de que como los matrimonios eran concertados por nuestros padres o padrinos, no había amor, sino a lo mucho, un tibio afecto entre nosotros. A veces pasaba así, no te diré que no… como también os pasa ahora. Pero también había muchas parejas que se querían mucho, muchísimo. Para bien y para mal, nosotros éramos una de ellas.

Te resumo lo que a mí me pasó para que me entiendas: Priscilla, mi mujer, se acercó a la comunidad a causa de su hermana Lydia, que se había convertido al escuchar la predicación de los apóstoles. Al principio, yo no podía soportar los celos que me producía verla tan entusiasmada, enamorada casi de ese hombre Jesús, del que hablaban sin cesar. Cuando llegaba de las catequesis, me encontraba en la cama, enfurruñado y a veces llorando, porque de lo que Prisca estaba viviendo yo sólo veía lo que a mí me afectaba, cómo me dejaba solo y cómo eso atentaba contra nuestro amor. Al principio, ella sufría también, pero al poco (por lo visto, era una reacción común entre los maridos esta de airarse y rebelarse, expresada en diversos registros según el humor de cada uno), y pronto las mujeres le instruyeron a mi Prisca en el modo como tenía que actuar conmigo en relación a este tema. Ahí vi yo lo verdadero de su conversión porque, lejos de intentar que me convirtiera, lo que sobre todo hacía era llamarme “regalo de Dios” y otras cosas parecidas, que poco a poco empezaron a devolverme la confianza de que ese Jesús al que se había convertido no era enemigo mío, sino todo lo contrario. Su dulzura y su paciencia, que fue mucha, vencieron mis reservas, y mi amor del principio se quiso entregar entonces a aquello que ella vivía, pero no tanto porque yo me sintiera atraído, sino por estar con ella. Por eso digo que para mí, el amor por Prisca, el deseo de compartirlo todo con ella, fue el motivo de que me adhiriera a la comunidad. Ella siguió siendo mi amor principal. Por eso, el desgarro que podía haber supuesto el desprecio de mi padre, que amenazó con retirarme la herencia si me hacía cristiano, no fue para mí sino una leve escaramuza porque tenía mis ojos y mi corazón puestos en Prisca, en vivir cada vez más unido a ella.

Tampoco la celebración de mi bautismo supuso un momento importante para mí. Recuerdo que agradecí a Dios el don de la fe, pero mi vida, que era bastante ordenada ya antes de la conversión, siguió como estaba –ahora me pregunto si los hermanos no sabían ya de mi poca fe… alguna vez sí recuerdo que se me sugirió que aplazara la fecha para ver si crecía mi deseo, pero yo respondía que estaba convencido y no se me cuestionó más. Ahora comprendo que tuvieron paciencia y consideración con mi poca fe, y que confiaron a la acción de Dios lo que faltaba a mi conversión. Después del bautismo, lo único que cambió fue que progresivamente empecé a participar más en los asuntos de la comunidad. Soy una persona práctica y bien dispuesta hacia los demás, y poco a poco empezaron a confiarme tareas de servicio –en la comunidad se llamaba diakonía, que es el nombre que nuestro idioma tiene para hablar del amor que sirve-. Si bien puedo decir que era de los primeros a la hora de organizar la asistencia a los necesitados de la comunidad, también era de los más dispuestos a la queja y a la crítica. Viéndolo ahora con distancia, mis murmuraciones amenazaban abrir una brecha entre lo que yo, y otros conmigo, interpretábamos como “los espirituales” y “los entregados”. Prisca me advertía del daño que hacían esas críticas, y también Nicolás, un hermano con el que tenía mucha amistad. Yo lo reconocía también, y durante unos días guardaba silencio, pero en cuanto sucedía algo que me irritaba, volvían las quejas que generaban tanto malestar. En este tiempo tuve algún atisbo de cómo podrían ser las cosas –muy parecido, por cierto, a como luego se resolvieron-, pero la verdad es que, si bien era el campeón de las críticas, no fui el primero en ir a presentar el problema a los apóstoles. El que lo hizo fue mi buen Nicolás un día de domingo ante toda la comunidad reunida, y su exposición satisfizo a todos. Este día también tuve otro de esos “atisbos” de que las cosas podían ser de otro modo que como yo las planteaba. Pero esos “atisbos” no bastaban para sacarme de mi modo de mirar.

A partir de aquí, las quejas dieron lugar a un diálogo abierto y se propuso que algunos de nosotros nos dedicáramos al servicio caritativo como los apóstoles se dedicaban a enseñar la Palabra. A todos nos pareció bien, y quedamos en elegir a algunos de nosotros y encargarlos de este servicio. Otro de estos “atisbos” que digo –y este fue más fuerte-, vino cuando fui votado, entre los primeros, para formar parte de este grupo de diáconos. En mi interior, yo sabía que no era digno: trabajaba bien y cuidaba de las personas con cariño, pero en mi corazón había mucha necesidad de reconocimiento, mucha suficiencia, insatisfacción y deseo de medrar dentro de la comunidad. Yo sabía que no era un “hermano” como debe ser. Mi “atisbo” de esta vez no fue sólo por reconocer esto, sino por una más que sospecha de que la comunidad lo sabía y que esperaban de este voto de confianza que me convirtiera en lo que estaba llamado a ser. Este “atisbo”, como yo llamo a los toques del Espíritu, fue más duradero y tuvo forma de malestar, de incomodidad, que me hizo volverme a Dios y pedirle que me transformara de algún modo. No digo que lo pidiera con mucha fe, pero ya que iba a aceptar el encargo de la comunidad, quería responder no sólo por las obras de fuera, sino con un interior purificado.

Y así llegó el domingo en que nosotros siete íbamos a recibir, de manos de los apóstoles, la fuerza de Dios para este encargo. Pasé la noche en vela de un modo que podría llamar “sostenido”: no había pensado sino a medias en pasar la noche en oración y súplica, pero los otros hermanos y los apóstoles lo iban a hacer, y yo quería ser digno. Prisca me animó a que oráramos los dos juntos, y por una vez, en vez de mirar a la noche en toda su longitud, me hice pequeño y me confié, como ella hace tantas veces, al poder del Espíritu “para este momento”. Y así, momento a momento, se pasó la noche. Y tengo para mí que al comenzar el domingo mi corazón era un poco más humilde.

Lo que he venido a contar está llegando ahora… (continuará)

 

 

[1] El libro de los Hechos presenta a Prócoro como uno de los siete diáconos de la Iglesia de Jerusalén, llamados a tal servicio por la comunidad y por la imposición de manos de los apóstoles. En dicha cita aparece como uno de los cristianos de origen helénico a quienes la primera comunidad de Jerusalén consagra para el servicio caritativo de la comunidad: “Por aquellos días, al multiplicarse los discípulos, hubo quejas de los helenistas contra los hebreos, porque sus viudas eran desatendidas en la asistencia cotidiana. Los Doce convocaron la asamblea de los discípulos y dijeron: «No parece bien que nosotros abandonemos la Palabra de Dios por servir a las mesas. Por tanto, hermanos, buscad de entre vosotros a siete hombres, de buena fama, llenos de Espíritu y de sabiduría, y los pondremos al frente de este cargo; mientras que nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra.» Pareció bien la propuesta a toda la asamblea y escogieron a Esteban, hombre lleno de fe y de Espíritu Santo, a Felipe, a Prócoro, a Nicanor, a Timón, a Pármenas y a Nicolás, prosélito de Antioquía; los presentaron a los apóstoles y, habiendo hecho oración, les impusieron las manos.” Hch 6, 1-6.

Imagen: Chichi Onyekanne, Unsplash

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