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Una mirada nueva para una vida nueva

1ª lectura: Lectura del libro del Eclesiástico (3,17-18.20.28-29)

Sal 67,4-5ac.6-7ab.10-11

2ª lectura: Lectura de la carta a los Hebreos (12,18-19.22-24a)

Lectura del santo evangelio según san Lucas (14,1.7-14)

Un sábado, entró Jesús en casa de uno de los principales fariseos para comer, y ellos le estaban espiando. Notando que los convidados escogían los primeros puestos, les propuso esta parábola: «Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal, no sea que hayan convidado a otro de más categoría que tú; y vendrá el que os convidó a ti y al otro y te dirá: “Cédele el puesto a éste.” Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto. Al revés, cuando te conviden, vete a sentarte en el último puesto, para que, cuando venga el que te convidó, te diga: “Amigo, sube más arriba.” Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.»
Y dijo al que lo había invitado: «Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos.»

Puedes descargarte el audio aquí.

Los textos de la Palabra en este día, tanto la primera lectura como el evangelio que la culmina, continúan con el modo sapiencial de los domingos anteriores. Hoy nos encontramos, como es propio de la lectura sapiencial, con algunas sentencias que buscan atesorar, en pequeños contenidos,  verdades universales que atraviesan el tiempo. Las que nos encontramos hoy están referidas a la sabiduría en cuanto al modo de conducirse entre los seres humanos, así como ante Dios: en tus asuntos procede con humildad, y te querrán más que al hombre generoso; Hazte pequeño en las grandezas humanas y alcanzarás el favor de Dios.

El estilo de estas enseñanzas es distinto del nuestro, pero el contenido que refieren está también vigente en nuestros días: los refranes, los proverbios están presentes en todas las culturas y buscan celebrar la sabiduría adquirida en el vivir. Experiencia que no puede perderse porque el que la ha obtenido la considera valiosa y la quiere comunicar a otros seres humanos, pues a todos nos interesa: Quien mal anda, mal acaba; al que a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija,… etc., etc. Todos conocemos unos cuantos refranes que nos pueden orientar en las situaciones humanas. A la vez, dichos “comprimidos” tienen un inconveniente, y es que dicha sabiduría resulta a veces demasiado general, tendente a la defensa de lo propio, por lo que se revela limitada: por ejemplo, cuando se trata de interpretar la desgracia de otros, ¿se cumple siempre que a cada cerdo le llega su san Martín… o es solo mi deseo de venganza el que juzga así lo que le ha pasado a ese que ahora ha sufrido un revés? O cuando decimos Contra el vicio en el pedir, la virtud del no dar, ¿estamos dando una respuesta justa, firme y lúcida, o estamos solamente protegiendo nuestra propia actuación con una sentencia que suena, además, airosa?

Aunque las sentencias de los pueblos atesoran vida vivida y por tanto experiencia valiosa, requieren que los leamos con sabiduría, de modo que los proverbios en que las condensamos no limiten nuestro vivir, sino que sean referencia que nos oriente sin estrecharnos.

Que son valiosos estos dichos, este modo de mirar, se ve en que el propio Jesús, enseñándonos a vivir, se ha valido de ellos. Nos pone el ejemplo de una comida en la que ve que los invitados escogen los mejores puestos, y aconseja a los que le espían en relación a este modo de actuar: si te ensalzas, les dice, si subes a donde crees que te corresponde, o al puesto que quieres aparentar entre los demás, es posible que venga otro y te muestre que ese no es tu lugar, y te coloque más abajo, en el lugar que te corresponde. En cambio, si tu corazón es humilde, si no buscas el mejor puesto sino que escoges el último, es posible que seas invitado a subir más arriba. Y aunque no lo seas, habrás actuado desde un lugar más verdadero, que no se refiere solo a esa boda, a esa fiesta, sino al modo de estar en la vida: todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.

Hasta aquí, hasta el punto que acabamos de comentar, encontramos plena semejanza entre la enseñanza del Eclesiástico y la de Jesús: en ambos se valora más el vivir desde la propia pequeñez que el buscar las grandezas, que es tendencia natural en nuestro mundo. La enseñanza bíblica nos revela una vez más que la lógica de Dios es distinta a la del mundo. Querer alzarse por encima de la propia medida o fuerzas, pretender grandezas, mucho más si son solo aparentes, es camino errado. Seguramente puedes recordar más de una situación en que el intento de “elevarte” lo has pagado caro tú también, cuando otros te han puesto en tu lugar (así lo decimos, precisamente). Es una buena enseñanza, es lo bastante amplia como para enriquecer las situaciones que vivimos, lo que ya nos ha pasado, pues nos aporta un referente para vivir. Aunque culturalmente nos cuesta mucho por el marco cultural que es el nuestro, que tiene el antropocentrismo como clave, la vida nos ha ido enseñando, a menudo duramente como a este invitado de la parábola o de otros modos menos “sonrojantes”, que nuestro lugar está abajo: no somos los mejores en nada, ni los más listos, ni tenemos más derecho que otros, y méritos mucho menos. Al contrario, vamos descubriendo, si hemos aprendido de la vida, que podemos estar agradecidos en todo porque, sin tener derechos, ni méritos, sin ser mejores que nadie y a menudo peores que los que nos rodean, hemos sido invitados al banquete de la vida, nos dejan participar de la fiesta e incluso nos sientan a la mesa…

La vida nos puede enseñar, en cambio, a estar agradecidos por tanto como hemos recibido de modo que, en vez de querer más, vamos aprendiendo a gozar de lo recibido, vamos aprendiendo a no “subirnos”, pues no es verdad, no hace falta y no te lo mereces. La vida, cuando vamos aprendiendo a vivir, nos enseña a ser agradecidos. Y el que es agradecido es siempre humilde. Aunque la humildad no esté de moda, es más verdadera que todas las batallas por ser más, por estar en un puesto mejor, por aparentar que eres lo que no eres o tienes lo que no tienes. Como decía Teresa de Jesús, la humildad es, sencillamente, “andar en verdad”, ser la verdad que somos.

El texto del evangelio, en el que es el mismo Jesús el que nos enseña, no propone esta enseñanza como la mejor sabiduría posible sino que, partiendo de este “mejor” humano, partiendo de este “mejor” de lo nuestro, nos lleva aún más allá.

Y dijo al que lo había invitado: «Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos.»

¡A mí me encantaría ver la cara del que lo había invitado cuando Jesús le dijo esto! J Y sin embargo, nunca antes ningún anfitrión se ha visto mejor pagado. Nosotros invitamos, vivimos, nos relacionamos con nuestros amigos, con nuestros parientes, con nuestros hermanos y con los vecinos ricos para que ellos, a su vez, nos paguen: este es un modo de mirar que sigue atendiendo a mantener la vida que conocemos, la propia y estrecha conveniencia.

En cambio, si invitas a los que no pueden pagarte, los invitas por otro motivo: no porque busques pago por lo que das, sino porque así hace Dios, en su largueza. Al hacer así, al mostrar largueza, manifiestas a Dios, y Dios mismo te pagará cuando venga a dar vida a los que han buscado parecerse a él, a los justos de cada generación.

Este es otro modo de vivir, en el que la referencia no es la sabiduría humana, ni tu propio interés. Un modo, ese que llamamos natural, que se reconoce, a la luz de esta mirada de Jesús, estrecho, cerrado, tan autorreferencial que termina por ser asfixiante.

Por eso, que tu corazón no se limite a las enseñanzas de los proverbios, que aunque contienen experiencia, la ofrecen limitada a algunas situaciones.

Que tu corazón quiera ser humilde en la vida, porque en esa humildad pisas suelo firme, andarás en verdad.

Pero no quieras tampoco solo ser humilde –es verdad, pero no basta-: desea, sobre todas las cosas, parecerte a Dios, y actúa como él en medio del mundo.

No tendrás para ello sentencias cerradas y comprensibles, sino esas otras que “se van” del mundo –te pagarán cuando resuciten los justos-. No tendrás referencias cerradas y tampoco garantías de las que nosotros nos procuramos; pero de este modo, tu vida no la vivirás limitada a las medidas ni a la lógica de nuestro mundo, sino a la medida, al estilo y a la eternidad de Dios.

Las lecturas que acabamos de comentar se refieren a una sabiduría tangible y cotidiana –sabiduría de Dios para iluminar el vivir-. En cambio, el texto de la carta a los Hebreos nos trae la inmensidad de Dios, su potencia viva, la victoria final que se está realizando ya. El texto de la segunda lectura ofrece un contrapunto radiante a estas propuestas de sabiduría que nos recomiendan humildad y anchura de corazón para cada día.  Vosotros os habéis acercado al monte de Sión, ciudad del Dios vivo, Jerusalén del cielo, a millares de ángeles en fiesta, a la asamblea de los primogénitos inscritos en el cielo, a Dios, juez de todos, a las almas de los justos que han llegado a su destino y al Mediador de la nueva alianza, el que nos enseña a vivir y nos entrega su misma vida, Jesús. ¿Será que estamos hablando de la misma realidad? A veces contemplada en lo cotidiano, en un cotidiano que destella fulgor de cielo cuando nuestro corazón se desmarca de lo seguro y se acerca a los pobres, lisiados, cojos y ciegos. Ese fulgor de cielo, ese anhelo más grande y más gozoso, más íntimo y más ardiente que acercarse a un fuego encendido, a densos nubarrones, a la tormenta, al sonido de la trompeta. Nosotros, habiendo conocido la sabiduría, el amor y la vida en Jesús, el Hijo de Dios, en lo concreto de la existencia, empezamos a gustar la dicha de la victoria de Dios, cuando creemos en su palabra al ponerla por obra.

Esta promesa inmensa que nos sobrepasa empieza a hacerse presente en la vida cada vez que nos abrimos a vivir según este “más” que nos propone Jesús. El “más” que se vive con él, por él.

Imagen: Eric Ward, Unsplash

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