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Victoria

Nadie vio la hora de tu victoria. Nadie es testigo de un nacimiento del mundo. Nadie sabe cómo se transformó la noche infernal del sábado en la luz de la mañana pascual. Todos nosotros dormíamos, llevados sobre el abismo en las alas; durante el sueño recibimos la gracia de la Pascua. Y nadie sabe cómo le sucedió esto. Nadie sabe qué mano le rozó la mejilla de manera que de repente el pálido mundo brillara con multitud de colores y tuvo que sonreír sin querer ante el milagro que se realizó en él. ¿Quién puede describir lo que esto significa: el Señor es espíritu? Espíritu es la realidad invisible, que se muestra a sí mismo más visible a los ojos de todo lo sensible. Espíritu es el aroma invisible del paraíso, que ha surgido en medio de nosotros. Espíritu es la gran ala invisible que se la conoce el soplar el aire y en el súbito placer que se impone cuando simplemente nos roza su plumón. Espíritu es paráclito, el consolador, en cuya ternura la palabra del arrepentimiento enmudece inexpresada, como ahogada, al igual que una gota de rocío queda ahogada a la luz del sol; un gran manto blanco, más ligero que la seda, se ciñe en torno a su cuerpo y bajo él se descomponen como por sí mismos los pegadizos vestidos de la desesperación. El espíritu es un mago: puede crear en ti lo que no es, y hacer desaparecer lo que parecía indestructible, en medio de un desierto crea él jardines, surtidores de agua, pájaros, y lo que él realiza por arte de su magia no es ilusión, sino que es la pura verdad. Y juntamente con la verdad crea en ti la fe. Tú crees en la palabra, tú ves, sientes, tocas; sientes el nuevo miembro que ha nacido en ti, tú pasas la mano por la tersa piel de la que ha desaparecido la herida gracias a un milagro. Vives en el reino de lo prodigioso; te paseas como los niños lo hacen a través de un cuento: feliz y espontáneamente. Y todo el pasado es como un sueño del que uno no se acuerda con exactitud, y todo el mundo pasado es como un cuadro enmarcado que cuelga en la nueva habitación. Hace muy poco todavía que te arrodillabas bañado en lágrimas junto a la tumba vacía. Y sabías tan sólo que el Señor estaba muerto, que la dulce vida entre tú y él estaba muerta. Ahora diriges tu mirada fija al vacío del sepulcro, en tu alma corre un aire frío, triste, en ella el muerto tuvo su morada, allí tú le ungiste y le amortajaste con tu respeto y veneración que ahora nada aguarda ya. Quieres prestar tu servicio a su sepulcro, no dejas de orar y de dirigirte a las iglesias para celebrar las vacías ceremonias, para servir sin esperanza a tu amor muerto. Ah, pero ¿qué significa la resurrección? ¿Quién lo sabe entre los que no han resucitado? ¿Qué significa la fe? Ha quedado encerrada y sellada dentro del sepulcro. ¿Qué significa la esperanza? Un pensamiento plomizo sin fuerza y sin anhelo. ¿Y amar? Ah, quizá la lamentación, el vacío dolor de la inconsolable inutilidad, el cansancio, que ya no puede afligirse más. Así clavas tu mirada en el vacío. Pues de hecho el sepulcro está vacío, tú mismo estás vacío, y por eso eres ya puro, y sólo un escalofrío te impide volver a contemplarlo. ¡Miras delante de ti, y tras tus espaldas está tu vida! Ella te llama, te das la vuelta y no la conoces; los ojos desacostumbrados a la luz no pueden captar nada. E inmediatamente una palabra: ¡tu nombre! ¡Tu propio nombre tan querido que sale de la boca del amor, tu ser, tu compendio, tú mismo que sales de la boca del que creías muerto! ¡Oh palabra, oh nombre, mi nombre propio! Dirigido a mí, entre alientos de sonrisas y promesas, ¡Oh torrentes de luz, oh fe, oh esperanza, oh amor! En un instante soy un nuevo ser, me ha sido devuelto a mí, para en el mismo momento y con el mismo suspiro arrojarme a los pies de la vida. ¡“Yo soy la Resurrección y la Vida”! El que cree en mí, a quien yo toque, quien oye su nombre pronunciado por mis labios, vivirá y ha resucitado de entre los muertos. Y hoy es tu último día, el más nuevo, el más juvenil de los días, ninguno será tan último como éste para ti, pues la Vida Eterna te llamó por tu nombre. Ahora sé quien soy, ahora puedo serlo, pues mi amor me ama, mi amor me hace donación de confianza. Este ahora en el que se encuentran ambos nombres, es el día de mi nacimiento en la eternidad y ningún tiempo borrará este ahora: aquí se ha puesto el punto. Aquí está la creación y el principio. Aquí se ha vaciado la campana en la forma vacía, su envoltura se ha quebrado en ruinas, esa envoltura rodeándome por fuera evitaba mi vacío; de aquí en adelante podré sonar en las torres y anunciar, anunciar… ¡“Ve y anuncia a mis hermanos”! Veo ya impaciente como baten sus alas, ve paloma mía, mi mensajera pascual, anuncia a mis hermanos. Pues esto es resucitar y vivir: proseguir el anuncio, llevar la llama. Ser útil en mis manos para la edificación de mi Reino en los corazones. Continuar el latido de mi corazón. Y ellos tampoco te creerán a ti, como tú mismo no creíste: pues la vida reflejada en ti iluminará también a partir de ti el convencimiento de la vida y transformará sus atrofiados sentidos. ¡Ve y anuncia! Y mientras sopla el huracán, empieza asimismo a soplar el espíritu del Señor, y como partiendo del sereno cielo sus rayos caen por todas partes ante las almas amedrentadas y las eleva en el mismo instante e introduce en ellas la misma llama. Y cuando ellas, embriagadas de felicidad, tratan de aprehenderlo con sus ojos y sus manos, desapareciendo, las conduce por el mismo camino: “¡Ve y anuncia!” Y ellas se arremolinan entre sí reteniendo la respiración. Y finalmente, por la tarde, se encuentran en la sala con el corazón ardiente, y llenos de su amor se cuentan mutuamente, y mientras hablan he aquí que El se presenta entre ellos y los saluda: La paz sea con vosotros. La paz, que el mundo no conoce; que no puede dar. La paz que trasciende toda imaginación y sentido, tan sobreabundante en altura y profundidad y tan arrebatadora que su corazón debería perecer de exceso si no se tratara precisamente de eso – de la paz. ¡Oh silenciosa resaca, oh tormenta sosegada! Tan sencillo es el paraíso de Dios que no es sino un convite con un panal de miel y un pescado asado. Tan terreno es el Paraíso, que no es sino un mañana de pesca en el lago de Genesareth; las olas revientan mansamente, el primer sol brilla a través de las nubes, a la orilla se encuentra un hombre y llama, hace una señal, se arrojan las redes a la derecha, y salen éstas del agua convertidas en un hervidero de peces. A la orilla se encuentra preparado el desayuno, todos se sientan, mientras las piedras se secan, y porque nadie necesita preguntar quién es el extraño, y en medio de aquel silencio murmuran mansamente las olas. ¡Oh paz que está por encima de toda cuestión: es el Señor! Todo es tan sencillo como si nunca las cosas hubieran sido de otro modo. Como siempre, el maestro bendice el pan y lo ofrece a ellos, después de partirlo. Como si nunca hubiera existido la cruz, las tinieblas, la muerte. La paz sea con vosotros. Como si en sus corazones no hubiera surgido la traición, la negación, la huida. La paz sea con vosotros, no como la de el mundo, la doy yo a vosotros. Que vuestro corazón no vacile y tiemble. Pues mirad: yo he vencido al mundo. Y tú, Simón Pedro, hijo de Juan: ¿Me amas? ¿Me amas, alma, que me has traicionado tres veces? ¿No me has amado siempre, y no era amor el que tú me siguieras secretamente, en lugar de huir a un rincón seguro como los demás, no era amor el que tú, helado y como enloquecido, trastornado y paralizado, te encontrabas en aquella tienda nocturna? Tú te calentabas, ¿pero qué calor penetraba hasta tu alma helada, que negaba, sin saber cómo le sucedía, porque todos vosotros debíais abandonarme para que yo pudiera seguir solo el camino que sólo pisa el solitario; que negaba, porque el amargo torrente de las lágrimas al canto del gallo la convertía plenamente en posesión mía? Todo esto está ahora lejos y apenas resulta visible, una nueva página se abre ahora. No sólo he vencido la muerte, y no sólo el pecado, sino que no menos su infamia, la roja ignominia, la amarga hez de tu pecado, tu arrepentimiento y tu mala conciencia: mira, todo esto ha desaparecido sin dejar huellas, como la nieve se esfuma ante el sol de Pascua. Me miras a los ojos de una manera tan serena, con tal libertad y con un aire tan inocente (muchas veces con el mismo disimulo del niño que quisiera ocultar su acción tras un rostro inocente), me miras con más ligereza que una canción de primavera y tu mirada es hasta el fondo, tan azul como el cielo que está sobre nosotros: – de modo que me veo obligado a creerte: ¡Sí, Señor, tú sabes que te amo! Este es mi regalo de Pascua para ti: tu buena conciencia, y tienes que recibirlo con buena conciencia, pues en el día de mi victoria no quiero ver ni un solo corazón triste. ¿A qué viene pues esa contrición ya superadas, esa tentativa desafortunada de parecer infeliz? Deja para los fariseos esas mediciones exactas y justas entre el pecado y el arrepentimiento, entre el peso de vuestro pecado y la duración y violencia de vuestro sentimiento de culpabilidad, todo eso pertenece al Antiguo Testamento. Yo he cargado sobre mí la culpa, la ignominia y la mala conciencia, ahora ha nacido el Nuevo Testamento en la inocencia del Paraíso y en el renacer del agua y del Espíritu Santo. Tan soberano es el brillo y resplandor de este mundo renacido, que vuestra alma no es capaz de vivir los sentimientos del mundo naufragado. ¿Puede resistir el cáliz de las flores cuando el sol le inunda con semejantes torrentes de calor y de luz? ¿Puede permanecer cerrado, quizá porque no sería digno de mirar a los ojos de la sagrada luz? Si los padres perdonan, y los amigos se perdonan entre sí, y sin embargo son seres humanos y no pueden crear, ¿cómo yo, vuestro creador, no iba a ser capaz de esta acción creadora en el día de mi resurrección? Acércate también tú, Tomás, levántate de la caverna de tus dolores, pon tu dedo aquí y mira mi mano; extiende tu mano y ponla en mi costado: y no imagines que tu ciego dolor es más penetrante que mi gracia. No te fortifiques en el castillo de tus sufrimientos. Naturalmente crees que tu vista es más aguda que la de los demás, tú tienes pruebas en la mano, no quieres que nadie te dé gato por liebre, y todo en él grita: ¡Imposible! Tú ves el abismo, puedes medirlo con el metro, el margen que hay entre la mala acción y la expiación, entre tú y yo. ¿Quién va a querer luchar contra semejante evidencia? Tú te retiras a tu luto, por lo menos éste es tuyo; con la experiencia de tu sufrimiento sientes que vives. Y si alguien pusiera su mano sobre ese sufrimiento, y tratara de arrancar sus raíces, arrancaría a la vez todo tu corazón del pecho – tanto te has identificado con tu dolor. Sin embargo, yo he resucitado. Y tú prudente y viejo dolor, en el que te sumerges, en el que imaginas mostrarme tu fidelidad, en el que crees estar junto a mí, es muy anacrónico. Pues hoy me siento joven y feliz. Y lo que tú llamas tu duelo no es más que obstinación. ¿Tienes una medida en tu mano? ¿Es tu alma el criterio de lo que es posible para Dios? ¿Es tu corazón lleno de vacilaciones el reloj en el que puedes leer el designio de Dios sobre ti? Es incredulidad lo que tú tienes por sentido profundo. Pero ya que estás tan lastimado y el patente tormento de tu corazón se ha abierto hasta el abismo de tu propio ser, dame tu mano y siente con ella el latido de otro corazón: en esta nueva experiencia tu alma se entregará y la sombría amargura autoalimentada se quebrará. Tengo que vencerte. No puedo menos de exigirte lo más querido que tienes, tu melancolía. Sácala de ti, aun cuando te cueste el alma y parezca que vayas a morir. Expulsa de ti ese ídolo, ese cascote frío de tu pecho, y en su lugar pondré en ti un corazón de carne, que latirá de acuerdo con mi propio latido. Saca de ti ese yo, que vive por no poder vivir, que está enfermo porque no puede morir: deja que perezca, así por fin podrás empezar a vivir. Estás enamorado del triste enigma de tu incomprensibilidad, pero a ti se te ve y se te comprende, pues mira: si tu corazón te acusa, piensa que soy mayor que tu corazón y lo sé todo. Anímate a saltar a la luz, no pienses que el mundo es más profundo que Dios, no pienses que no sabré arreglármelas con él. Tu ciudad está cercada, tus provisiones están agotadas: tienes que rendirte. ¿Qué es más sencillo y más dulce que abrir las puertas al amor? ¿Qué es más fácil que caer de hinojos y decir: Señor mío y Dios mío? Mi Reino está madurando en todos vosotros. Vosotros no veis mi Reino, o a lo más sólo desde lejos adivináis algunos pequeños fragmentos del mismo. Pero yo soy el rey y el centro de todos los corazones, y el misterio más íntimo de todos los corazones, el mejor guardado, se me descubre. Vosotros veis solamente la envoltura exterior con la que los hombres se esconden unos de otros. Yo veo desde dentro a las almas, desde ese centro ante el que se encuentran indefensas y manifiestas. Y allí, en lo más íntimo, está también su verdadero rostro. Allí brilla su oro, allí se encuentra la perla oculta. Allí ilumina la imagen y la parábola, el sello de la nobleza impreso en ellas. Allí están abiertos los ojos que contemplan constantemente el rostro del Padre. Allí vigila la lámpara ante el tabernáculo, aun cuando el cuerpo, el alma exterior, duerma. A lo que muchas veces los hombres hacen exteriormente de una manera desmañada, torcida e inadecuada corresponde en la intimidad algo puro, emocionante y bien intencionado. Y si me aman de verdad, si se hacen el bien mutuamente, entonces también su faz interior brilla y me sonríe, y yo recibo más que el hermano humano. Todo el bien que hay en ellos, que ellos mismos desconocen, que quizá por una especie de pudor no quieren conocer, se vuelve a mí. La incomprensible belleza de las almas que mi Padre ha ocultado en ellas, para que no se enamoren de sí mismas en el espejo creado: esta belleza, la más próxima a Dios y que es la más impresionante, está totalmente descubierta a mis ojos. No creéis que es maravilloso ver todo esto, como en una esfera inmensa estos millones de corazones, que sólo yo puedo contarlos, se abren en torno a mí como una gigantesca rosa roja respirando afanosamente en dirección a la luz; tanto esfuerzo, tanto peligro, tanto riesgo ciego, tanta esperanza de auxilio, y constantemente los temores, las dificultades, las vacilaciones, los tropiezos, las caídas, levantarse y proseguir el camino: todo en torno a mí. Toda vida individual: una cadena infinitamente complicada, una historia que hay que inventar cada minuto, un encanto, una vaga promesa, un anhelo, un presentimiento, después una repentina comprensión, una decisión como a través de un velo, un caminar seguro, y nuevamente el crepúsculo, niebla, detenerse (el pensamiento de vivir quizá más bien para sí mismo), pasos atrás, titubeos, un ligero desaliento, pero ¿qué era eso? ¿Quizá mi voz? Un escuchar, reflexionar, arrepentirse, o también una desatención premeditada, un apartarse obstinado, el derrotarse, el jugar a muerto, quizá a lo largo de años, hasta que un repentino despertar, salir del sueño, y apresuradamente volver al camino por tanto tiempo perdido. Y todo esto miles de veces, y constantemente, y cada vez, en cada una de las almas, de manera completamente nueva: un mundo que surge, el Reino en devenir, la Jerusalén celestial en construcción, la peregrinación de los pueblos hacia el Paraíso: y siempre en dirección a mí. Y toda alma es un regalo del Padre a mí; yo puedo volverme a cada una de ellas, puedo desbordarme por ellas, extenderme a sus pies como camino, puedo arquearme como puerta para la vida sobre todo camino del destino. Entre toda alma y yo, existe esta alianza, este vínculo virginal de un sagrado matrimonio; para cada una de ellas yo soy el todo, lo último, lo absoluto; yo soy padre, madre, hermano y esposo. Para todas ellas estoy dispuesto a ser la plenitud, cuando todas las decepciones y todos los amantes falsos se niegan definitivamente. De nuevo siempre se desarrolla la escena de la vasija de alabastro rota, las lágrimas y los cabellos sueltos, cuando una vida se derrama ante mí como una libra de aromático nardo o un collar de perlas; el episodio junto al pozo de Jacob, o en casa de Simón el fariseo, o, de manera inolvidable, aquella conversación que mantuve con la mujer en el templo, o la mirada del leproso que volvió para darme las gracias, o la del joven que resucitó de entre los muertos sobre su parhuela, al verse a sí mismo, fuera de la ciudad, mirando fijamente a la gente, que tenía su vista clavada en él, y al ver a su madre, y finalmente mirarme a mí, y empezar lentamente a comprenderlo todo; o la mirada de mi amigo Juan bajo la cruz, que estaba pendiente de mí con todas sus fibras ofreciéndome todo su ser como una bandeja, o finalmente la existencia con mi madre, sentado a su regazo, creciendo junto a ella y convirtiéndola lentamente en amiga y esposa. Y todo esto se me ha ofrecido desde el principio del mundo, pues también los patriarcas desearon vivir mi vida y la vivieron, y los consoló. Después el número incalculable de santos a los que hice posible por otros tantos caminos de la gracia la entrega de sus almas. Pero también los demás, los que allá abajo, en la niebla, menos favorecidos por el sol del Padre, se vuelven hacia mí subiendo por sendas arduas, jadeando bajo la carga de su culpa y de su destino que apenas puede mejorar, esa pequeña gente, el bajo pueblo como una inmensa multitud, de los cuales los menos se dan cuenta, los más viven sumergidos en tinieblas sin conocerme. Ante sus ojos ciegos yo soy como una sombra difusa (como aquel ciego, al que curé y que me dijo al primer contacto: veo a los hombres caminar como si fueran árboles), pero si ellos ven solamente un crepúsculo, sonríen ya y continúan adelante gustosos. Pero asimismo todo lo que los hombres buscan e inventan es mío y está dirigido hacia mi centro, y nada de esto se pierde para mi Reino: todo lo que ellos transforman de mi prototipo y convierten en casas, estatuas, puentes, lo que transforman en música partiendo del eco de mi voz, lo que despliegan en colore y contornos de mi blanca luz – y con frecuencia los hombres han llorado frente a la belleza, porque sin que ellos lo supieran, con ella yo tocaba su corazón-, todo lo que con su penetrante adivinación surgió del profundo centro como la obra y en el plan del maestro apuntaba más lejos, infinitamente más lejos que este pobre esbozo, esta embotada línea puede indicar: todo esto, en su invisible prolongación, debe apuntar hacia mi centro. Y todo lo que los hombres han realizado en sus alianzas, estados y naciones en orden a la comunidad y a la facilitación mutua, ha sido pensado en orden a mí y es una sombra de la ciudad de doce puertas adornadas de piedras preciosas y me proporciona piedra y maderas para la edificación de mi Reino. Y hasta en sus ídolos tienen que servirme, y aquellos que me persiguen y me niegan andan huroneando tras mis huellas en el montón de basuras que es su iluminado ideal. Para todos soy el camino, la verdad y la vida, aun cuando no conozcan la senda por la que caminan, y no se den cuenta de a dónde conduce, aun cuando la de verdad no sepan otra cosa que enigmas, y lo que llaman vida no es sino un débil eco, un reflejo desfigurado de la vida en mí. ¡Cuántas veces ha recorrido el camino de Emaús, junto a tales personas, acompañándolas, no sabiendo ellas quien soy yo, no habiendo oído jamás mi nombre, pero su corazón ardía, por eso les explicaba el libro de la vida, y por qué habría de ocultarlo, a mí mismo me ardía el corazón con la alegría del camino! Y después mi permanencia entre los pobres. Cuando yacen en medio de harapos en el frío cobertizo, inciertos de lo que les deparará el día siguiente, entre quejas y resignación, antes de dormir, me complace acariciar con invisible mano su alma, y tratar de borrar la oposición involuntaria, tan incomprensible a la voluntad del Padre y abrirlos a la plena y dolorosa resignación. Y en la mañana fría acompañarlos en su camino a la fábrica, a su trabajo diario carente de alegría, ese trabajo que en su estrechez tanto se parece al mío. Caminar a través de las salas de los hospitales y visitar a mis hermanos que con su dolor, sin ellos saberlo, colaboran en mi obra. Caminar sobre los campos de batalla donde la vida que acaba se retuerce en convulsiones a dos pasos del Paraíso. Atravesar todo el subsuelo del pecado, de la degeneración y desesperación aliviándolo, y de paso descubrir tanto tesoro que cubierto de inmundicias aguarda el fuego liberador. Lo que yo toco recupera la vista, lo que yo bendigo se purifica, lo que yo miro se eleva en esperanza. No decepciono a nadie: soy rico para llenar todo el vacío, feliz para superar toda la felicidad del mundo, poderoso como para traer y arrastrar al más depravado. Mi Reino es ilimitado y sobreabundante – ¿cómo no lo iba a amar? ¿Quién no ama su cuerpo? -. Pues la Iglesia, y por ella el mundo, es este cuerpo. ¿Quién no moriría con el corazón ligero por una esposa semejante? Pues todo lo que fue creado en mí – nada fue creado sin mí – es tierra para la semilla de mi palabra y boca casta para mi beso. Y sin embargo no es esta mi última felicidad. Mi Reino no es mi Reino. Todo lo que me pertenece, pertenece al Padre. A todos vosotros, hermanos míos creados, os amor por mi Padre. Vosotros sois el botín que yo me llevo a casa en el carro de la victoria y que deposito ante su trono. Creedme, el Padre os ama; os ama tanto que no me perdonó a mí y me entregó por vosotros. El es el realizador, yo sólo soy la acción. El ha planeado, creado, y fundado, él os ha elegido y predestinado, amado, pues vosotros érais todavía pecadores, él os ha atraído hacia sí, para que vosotros como agraciados pudiérais publicar la grandeza de su poder. Suyo es el Reino, y por consiguiente tenéis que orar: ¡Venga a nosotros tu Reino! Hágase tu voluntad y no la mía. El Reino, que yo erigí con angustia y sangre, que se ha fundado en este día de Pascua, yo lo devuelvo a sus manos. Yo lo extiendo a sus pies como homenaje. La felicidad de un hombre que ha conquistado con su espada un reino para regalárselo a su esposa ¿qué es comparada con la felicidad que yo siento, pues yo he dado al Padre la totalidad del mundo? Pues naturalmente todo don óptimo desciende del Padre de las luces, y nada se le puede dar que él mismo no concediera previamente al donador. Yo también, el resplandor de su gloria, el espejo de su naturaleza, sólo soy gracias a él: él me abraza en el Espíritu Santo, y conmigo a su creación: ¿Qué recibe entonces sino lo que él mismo ha derramado, él que es la fuente de donde brota todo bien? Y de este modo mi felicidad consiste en que soy su propiedad y el rayo de su luz y vuelvo a su seno sin menoscabo a través del turbio mundo. Sin embargo vuelvo a casa más rico de lo que partí. ¿No procede de nosotros dos el Espíritu Santo, en el que ambos estamos unidos? ¿Estaría completa la divinidad si yo no lo espirara? ¿Y no toma parte en mí el mundo de una manera creada en esta creación? ¿No puede el mundo, que es objeto de donación, entrar con manos llenas a la presencia del Padre donador de todo? ¿No puede la semilla del Reino por su propia fuerza, esa fuerza que le ha sido dad en propiedad, producir fruto del sesenta por ciento, del ciento por ciento, toda una cosecha? Al igual que el rayo que está cogido entre dos espejos, así mi felicidad se balancea entre una doble felicidad: no poseer nada por mí mismo que no pertenezca al Padre: ser en mi persona don a mí mismo, de manera que en todo lo que soy sólo me encuentro con su bondad, y poder edificar para él por propia fuerza este Reino, con el dolor y la muerte, que él mismo no sintió, y poder entregarle en el Espíritu Santo que procede de ambos, el henchido conjunto de toda la creación como un diamante que brilla al sol. Ambas cosas son mi felicidad: Desaparecer para que sólo él aparezca – aparecer para anunciarle a él como palabra suya. En este juego vaivén estamos cogidos yo y el mundo, y no existe nada más que la mayor gloria del Padre siempre más grande.

H.U. von Balthasar, El corazón del mundo, X

Imagen: Intricate Explorer, Unsplash

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