El texto que hoy tenemos nos transmite una vida cristiana. Hay también conflictos entre los cristianos, tanto personales –Ananías y Safira- como grupales –los de origen helenista y los de origen judío, como veíamos en el fragmento anterior-. Para reconocer el realismo del texto, necesitamos ver ese pecado que nosotras también arrastramos. Si no lo vemos, dudamos de que el relato sea fidedigno, teniendo en cuenta cómo son los cristianos que conocemos.
No vamos a copiar la cita en esta ocasión, porque es muy larga. La encontrarás en Hch 6, 8-8,2
Ahora bien. Aunque es cierto que la presencia del desacuerdo o del pecado nos “acercan” el relato, aquí no está contado así: en Hechos se nos habla no solo ni sobre todo de pecadores, sino de gentes en las que no triunfa el pecado. Y manifestaremos ser de aquellos que creen en la resurrección, en el triunfo sobre toda muerte, si creemos también en el relato que se nos cuenta hoy. Los relatos en que se nos habla de pecado son aquellos en los que la Vida del Resucitado aún no ha vencido, los que están en camino o las que no se atreven a creer. En el relato de hoy se nos habla de una vida en la que la fe en el Resucitado ha triunfado, la vida de uno de nosotros que se ha atrevido a creer, y nos abre camino: el ver que hay otros pecadores como nosotros nos justifica, pero quizá nos quedemos ahí. La vida de Esteban, toda vida cristiana, es un testimonio radical que me interroga y me expone. A nosotras, que nos preguntamos cómo ser cristianas hoy, se nos propone la vida de este discípulo como modelo de todo discípulo.
La “circunstancia” es que Esteban, “lleno de gracia y de poder, hacía grandes signos y prodigios en medio del pueblo”. ¿Qué significa esto? Significa que una vida cristiana destaca, ilumina de algún modo. La gente percibía la vida de Esteban como una vida iluminada e iluminadora, transformadora. Esto es, una vida consagrada: Esteban no vive para sí y de vez en cuando hace cosas por otros, sino que vive del Espíritu, que le conduce según su designio. Cuánto deseo de Dios y cuánta obediencia hacen falta para dejarse conducir así. Cuánto abandono de la voluntad propia, cuánta fe en que Dios vence en nosotros y en que su victoria es la verdadera vida. En Esteban vemos cómo esa obediencia ha ido produciendo sus frutos: Esteban, uno de nosotros, es hoy dócil al Espíritu hasta el punto de poder transparentar a Dios.
Y lo siguiente que se nos dice, después de hablarnos de lo que esto produce en el pueblo, es lo que produce en los enemigos: discusiones, humillación de los enemigos por no poder resistir su sabiduría y espíritu, y desde ahí, maquinaciones para destruirlo: calumnias, rechazo, escándalo, condena.
De nuevo, vemos actuar a Esteban en esta circunstancia: ni se “vende” al pueblo que primero le sigue, ni se desanima por el pueblo que luego se vuelve contra él. No se escandaliza por el rechazo, por la mentira, por la condena. En todo vive desde ese espíritu que le conduce en todo momento y que es la causa de la intensidad producida a su alrededor. Ser cristiano es hacer a Dios presente. Y hacer a Dios presente va a suscitar adhesión o rechazo. Al cristiano se le reconoce en que va a permanecer en Dios, se va a arraigar más hondamente en Él en la dificultad, aunque el resultado sea más rechazo y más peligro todavía. Cristiano es, nos dice así el relato de Hechos, el que se apoya en Dios, más firmemente todavía cuanta menos vida queda, cuanto más se cierra el horizonte humano. Vamos haciendo la hipótesis de que el relato de Esteban está construido a imagen del de Jesús. En Jesús veíamos esto, llevado hasta el extremo: cuando va a ser entregado a la muerte, Jesús “llevó su amor hasta el fin” (Jn 13, 1), que es dejarse todo en manos del Padre. Eso es lo que vemos en Esteban, que prefigura una vida cristiana.
Nos dirigimos a un tiempo –estamos ya en él- en que se hace precisa esta radicalidad de vida cristiana, que es la vida cristiana conducida por el Espíritu, si queremos permanecer como creyentes. No es que la vida cristiana sea unas veces una cosa y otras otra, sino que en ambientes adversos, como el nuestro, o se arraiga en la tierra que es su vida, o se va diluyendo y muere. Lo vemos en ese pueblo que, porque no vive a la escucha del Espíritu, se entusiasma primero con Esteban y luego se amotina contra él. Lo vemos en estos judíos que se van enganchando en el mal porque no pueden resistir al bien: lo discuten, calumnian para vencerle, desean su muerte. La vida en nuestro mundo no es neutra, no es ese paso cómodo y fácil, alejado de la verdad como de la mentira, que nos parece el ideal para vivir. La vida manifiesta estas vinculaciones hondas que nos definen desde un arraigo radical, que da testimonio del Espíritu o del pecado. ¿Qué es lo que manifiestan tus acciones? ¿Manifiestan al Espíritu, como en Esteban, o manifiestan tu pecado, como se ve en los dirigentes, en el pueblo? Esa “indeterminación” que parece ser nuestro signo, es también fruto del pecado.
Puede ocurrirnos, al ver este relato tan radical, de obediencia dócil al Espíritu y de rechazo visceral a lo que este manifiesta, que lo que aquí se dice está lejos de nuestra vida, y eso nos excusa (¿?) para seguir con nuestra vida de medianía, que desconoce y quiere seguir ignorando los extremos. Sin embargo, la vida de Esteban nos confronta a una radicalidad que es realizable en nuestra vida: “la sabiduría y el espíritu con que hablaba” no aparecen ahora, sino que le habían hecho ser reconocido por su fidelidad en medio de la comunidad, y había sido por ello elegido para el servicio de las mesas, para cuidar a los pobres. Es aquí donde se gesta su fidelidad, y es aquí, en sus circunstancias cotidianas, donde ha vivido con esa pasión que ahora se desborda al exterior.
No sabemos qué pasión tendremos que vivir. Lo que sí sabemos es que hoy tenemos una vida, y esa vida podemos vivirla arraigándonos en el Espíritu y dejándonos conducir por él, o podemos escogernos a nosotras mismas, la comodidad, nuestro proyecto, etc. Y esa elección de hoy es la que se manifestará mañana. Hoy podemos elegir la vida de Dios, aprendiendo en lo pequeño a dejarnos conducir por El, según la luz que tenemos y la respuesta (toda la respuesta) que hoy podemos darle, o podemos dejarlo para más adelante, en cuyo caso nos encontraremos después con gentes con espíritu a las que rechazaremos por temibles o incomprensibles, a las que querremos destruir porque nos recuerdan lo que no nos atrevimos a ser.
No sabemos qué pasión nos tocará vivir. Pero solo la podremos vivir unidas a Dios si hacemos hoy esta opción por Dios en las dificultades u oscuridades pequeñas que hoy nos tocan. La vida no se improvisa: tienes la vida que eres, la vida que vas escogiendo, la vida en la que te juegas la vida cada día. Es importante que nos preguntemos qué estamos dando a luz con la vida que tenemos entre manos, y que pidamos ayuda a Dios para transformar lo que sea preciso.
Y esto es urgente por nosotros, y por otros. Quizá Esteban y los demás iban intuyendo esa persecución sangrienta… o quizá habían pensado que los encontronazos anteriores habían sido solo eso, algo que había pasado ya. El relato de Hechos nos confronta aquí con el discurso más largo de todo el libro. Un discurso de misión avalado con la vida. Un discurso de misión condenado al rechazo en lo visible, y que dará frutos de vida eterna, frutos según la lógica de Dios, que está siempre salvando. No sabemos qué calado de eternidad tiene nuestra vida, pero en Esteban se nos pone como ante un espejo cómo su vida sencilla de servidor puede ser llamada al martirio, y qué se hace preciso para responder según Dios.
Imagen: Anne Sack, Unsplash