Lectura de la profecía de Ezequiel (33,7-9)
Sal 94,1-2.6-7.8-9
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos (13,8-10)
Lectura del santo evangelio según san Mateo (18,15-20)
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano. Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo. Os aseguro, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.»
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Muchas veces identificamos el cristianismo con la moral cristiana. Hemos oído tanto lo que tenemos que hacer y lo que no, que hemos interiorizado que ser cristianos es cumplir unas normas, tener una moral que nos “haría” cristianos. Aparte de las tensiones y las limitaciones a las que cualquier código moral somete –la persona es siempre mayor que un código moral, por alto que sea, y el de la ética cristiana es muy alto, pero esto no es motivo para someter a la persona a una ética, por alta que sea-, está el hecho de que, cuando nos manejamos en la vida desde un planteamiento ético que nos lleva a la desesperación y a la impotencia: a la desesperación, porque no es desde las propias fuerzas como hemos de vivir esos mandamientos cristianos, y el intentarlo acaba haciéndonos entrar en barrena; a la impotencia, y seremos afortunados, porque descubrimos que no podemos, y entonces se hace posible, reconociendo esa impotencia nuestra, abrirnos a otra cosa. Aunque también cabe que al sentirnos desesperados e impotentes, tiremos todo por la borda.
Pero no. El cristianismo no es una ética. Y esto ya lo decía Pablo, y Jesús, claro, antes que él: el «no cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no envidiarás» y los demás mandamientos que haya, se resumen en esta frase: «Amarás a tu prójimo como a tí mismo.» Uno que ama a su prójimo no le hace daño; por eso amar es cumplir la ley entera. El amor, que procede de Dios y que solo podemos manifestar si vivimos unidos a Dios, supera la ley y la cumple por sobreabundancia. Si esto lo dice un judío, forjado en el respeto a la ley, también nosotros podremos reconocer que Jesús ha anulado en su propia carne la ley, con sus preceptos y sus normas… ha reconciliado a los dos pueblos con Dios, uniéndolos en un solo cuerpo por medio de la cruz y destruyendo la enemistad (Ef 2, 15a.16a)
La primera palabra de Dios es Amor. Es por medio del amor, de un amor que abraza todo, también el dolor y la muerte, como se vence sobre todo. A esto nos llama Dios, porque su Hijo Jesús, por medio de la cruz, ha hecho posible este camino para nosotros. Ya no se trata de atenerse a los preceptos, de someterse a una ley, sino de vivir unid@s a Dios, como ha vivido Jesús, y abrazar la realidad desde ese amor que no nos somete, sino que nos plenifica… sin evitarnos la muerte.
Como veremos, el evangelio ahonda en esta realidad. Se plantea una situación de conflicto. Los conflictos son normales en las relaciones humanas. Fíjate que nosotros, cuando alguien comete una falta grave –aquí dice si tu hermano peca, y esto es una falta grave que afecta a la comunidad… no nos referimos aquí a una cosa menor que te disgusta o te molesta solo a ti-, no dejes solo a tu hermano con su falta. Por el contrario, vete donde él y repréndelo por su falta. De este modo, habrás salvado a tu hermano. ¿Lo ves? La intención de esta corrección en lo grave no es la falta en sí, sino que tu hermano, al que te unen lazos de vida, se salve. Y tanto te importa tu hermano que si no te hace caso, no lo dejas ahí, y mucho menos murmuras o lo criticas, sino que llamas a dos o tres que también lo consideran hermano, para que le digan lo mismo y así, se salve. Si ni así hiciera caso, entonces, se le tratará como a uno que no cree, esto es, considéralo como un gentil o un publicano.
Y esto, ¿por qué? Esto, porque el tejido que une a los que están unidos a Dios es el amor, y el amor se manifiesta en la vida como comunión. ¿Te acuerdas que decíamos que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo? Porque Dios es comunión de amor, nuestras relaciones, las relaciones entre los que vivimos unidos a Dios han de ser relaciones fraternas, las que tienen los hijos de un mismo Padre.
Por eso, quien vive unida a Dios considera hermanos a los hombres y mujeres de su comunidad, que viven unidos a Dios (no es que no llame hermanos a los que no son de la comunidad, pero ahora estamos hablando de la comunidad).
Y si consideras hermano o hermana al que comete una falta de una cierta gravedad (insisto en que no hablamos de lo que a mí me gusta o no me gusta, sino de esos males que atentan contra la persona, y que entonces dañan también a la comunidad y van contra Dios). Por alguna de esas faltas de una cierta gravedad, que llamamos pecado, has de reprender a tu hermano. Lo reprendes en nombre del amor, pues es tu hermano, y no tienes la vista puesta en la falta, sino en que tenga vida: que se salve.
Si tu hermano no te hace caso, llama a otros testigos, que representan a la comunidad. Esta lógica del amor de la que hablan las lecturas de hoy nos indica que la voz de Dios se manifiesta en los hermanos, y por tanto, los hermanos, dos o tres, que se juntan para reprender a otro hermano por su pecado, representan a la comunidad, que es la que en la persona de estos hermanos que se hacen testigos de la comunidad, reprende al hermano en nombre de Dios. Hablamos de comunión porque los miembros de la comunidad se unen para sacar de su error al hermano, como hace con nosotros el mismo Dios. Lo hacen porque se lo han visto hacer a Dios.
¿Reconoces por qué hablamos de comunión, verdad? Hablamos de comunión porque Dios ha venido a salvarnos, a librarnos del pecado y de la muerte, y los hermanos de una comunidad se vinculan entre sí para denunciar la muerte y llamarse a la vida. Cuando a uno se le considera un gentil o un publicano, se está diciendo que ese hermano ha roto la comunión, y denunciar la ruptura de la comunión que se ha dado por su parte es permanecer en la verdad y no abandonar al hermano (de esto no vamos a hablar aquí, pero tienes otro ejemplo más explícito en 1Cor 5, 4-5).
Y seguimos hablando de comunión cuando Jesús nos dice que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo. No entiendas esto en clave de algún poder que no sea el del amor, por favor. Sería no enterarse de nada. Aquí se habla de comunión: de que eso que realizamos unidos a Dios, Dios mismo lo atestigua y lo confirma, porque vive unido a nosotros.
Y lo último que se dice en cuanto a la petición, lo mismo: Os aseguro, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.» No es solo que Dios, presente en esos dos o más que conforman la comunidad, atiende a lo que esas personas, unidas a Dios, han visto y han resuelto pedir; es que cualquier alianza, cualquier decisión o acuerdo para pedir algo, será acogido por el Padre del cielo, pues el acuerdo entre nosotros manifiesta la comunión, manifiesta la presencia de Dios entre nosotros.
Vivimos en, vivimos por la comunión del Padre, el Hijo y el Espíritu. Nuestras relaciones personales, siempre comunitarias (aunque nos sintamos a menudo tan aislados, tan separados, tan únicos, o tan incomprendidos o tan solos), están llamadas a manifestar los lazos del Amor del Padre, del Hijo y del Espíritu en quien vivimos, nos movemos y existimos (Hch 17, 28). Puesto que Dios es Amor, la relación entre las Personas divinas se manifiesta como comunión. Una comunicación que es comunión. Por eso, nuestras relaciones han de manifestar también esa comunión, tanto en lo que se refiere a los conflictos como a toda súplica dirigida al Padre y a toda decisión que tomamos en una u otra dirección. Puesto que Dios es Comunión, manifestamos que estamos unidos a Dios por la comunión que se refleja en nuestro modo de comportarnos como hermanos con los demás, por la comunión que manifestamos con Dios al unirnos entre nosotros para dirigirnos a él.
Para que esto no sean solo palabras, pregúntate por la presencia de la comunión en tu vida. En tu modo de vivir según el amor y no desde la ley, en tu modo de relacionarte con los hermanos, en el modo como tu relación con Dios se traduce en una vida vivida en comunión.
¿Y qué tal si nos lo cuentas en los comentarios? Escuchar qué dificultades tienes para vivir la comunión, o los pasos que das en su favor, o la alegría de experimentarte en comunión serán un impulso de ánimo para todos.
Imagen: Desmond Latham, Unsplash