En la entrada anterior nos preguntábamos acerca del proceso del perdón que para nosotros es tan difícil. Ahora nos preguntamos acerca del modo como Jesús perdona, que nos abrirá una vía nueva y más plena: la hondura última del perdón es espiritual y remite a Dios. Vamos a ver ahora cómo Jesús, el Hijo de Dios, muere perdonando y qué vida se abre, para toda la humanidad, desde ese perdón.
Ahora, gracias al Mesías Jesús y en virtud de su sangre, los que un tiempo estabais lejos, estáis cerca. Él es nuestra paz, el que de dos hizo uno, derribando con su cuerpo el muro divisorio, la hostilidad; anulando la ley con sus preceptos y cláusulas, creando así en su persona, de dos una sola y nueva humanidad, haciendo las paces. Por medio de la cruz, dando muerte en su persona a la hostilidad, reconcilió a los dos con Dios, haciéndolos un solo cuerpo. Vino y anunció la paz a vosotros, los lejanos, la paz a los cercanos. Ambos con el mismo Espíritu y por medio de él tenemos acceso al Padre. Ef 2, 13-18
Para ver en detalle el proceso del perdón que nos describe este fragmento de la carta a los Efesios, vamos a empezar por contemplar la carne de Jesús. Siempre, en toda herida, es nuestro cuerpo el que primeramente acusa el golpe, el dolor padecido. Después, y según cómo vivamos a nivel de nuestro cuerpo, la herida infligida (hablamos tanto del daño que nos hacen y del daño que hacemos… contemplando a Jesús, verás que él lo ha asumido todo.
Mira a Jesús clavado en la cruz. Lo primero que vemos, al mirar a Jesús clavado en la cruz, es que ocupa el lugar de las víctimas. Esto ya nos enseña algo esencial en relación al dolor, y es que el lugar que importa es el lugar de las víctimas. Que cuando venimos a hablar del perdón, no hablamos primeramente de los hechos que han sucedido ni de quienes los han provocado sino que miramos, primera y preferentemente, a las víctimas. Tenemos así que Dios no sólo se compadece de las víctimas, sino que esa compasión se traduce en compromiso total, pues ocupa su lugar.
Tenemos también, por tanto, una imagen privilegiada para contemplar a las víctimas: la víctima padece sin poder salir de su padecimiento, y Dios viene al lugar de su martirio a padecer con ella, a padecer en su lugar.
Seguramente sea por esto que, a lo largo de los siglos, los hombres y mujeres que sufren, los dolientes han encontrado en la imagen de Jesús crucificado un consuelo y una esperanza para su sufrimiento.
A la vez, aunque su figura es la de los vencidos, la de los derrotados, los caídos, la mirada de la fe puede ver más allá: en Jesús se reconoce también el señorío del que, por la entrega voluntaria, por el consentimiento y sobre todo, por el perdón, revela un sentido más poderoso que su apariencia derrotada, vencida.
Porque si es verdad que Jesús padece, no padece igual que nosotros. Solemos decir que se ha hecho semejante a nosotros en todo menos en el pecado. Pero si recuerdas, decíamos que nosotros padecemos mal, porque tenemos mal, y el mal nos hace defendernos mal del dolor, del sufrimiento. Es el mal de nuestro corazón, que nos domina, lo que hace que nuestro corazón padezca mal el dolor, el sufrimiento.
(…)
Mira a Jesús en la cruz. Su carne crucificada es signo de vulnerabilidad y de acogida. Lo que hace Jesús es lo que nosotros intentamos evitar por todos los medios: que el mal que nos hacen, nos alcance. Por eso, según sentimos el mal en alguna parte de nuestro cuerpo (represéntate aquí los males que más daño te han hecho), los “derivamos” hacia otra parte de nosotros: hacia nuestra mente, que elabora recursos racionales, justificaciones o ataques, para defenderse del dolor, del mal que me viene (quedará en segundo plano, probablemente, el hecho de que quizá eso que experimento como “mal” es a veces una verdad que me podría hacer bien); hacia nuestras emociones, que toman el control y reaccionan magnificando o minimizando el impacto, dificultadas o muy condicionadas para admitir que eso que me ha venido es camino para abrirme a la realidad; hacia nuestro espíritu, que al rechazar el mal, el dolor, el sufrimiento como vida que en último término viene de Dios, se asfixia por el esfuerzo de rechazar lo que me viene. Y todo esto ha empezado porque el cuerpo ha reconocido el impacto y, en vez de abrirse a reconocer lo que viene, confiando en ello, confiando en la luz que tenemos para responder, se ha cerrado a distintos niveles y aquello que me ha sobrevenido lo voy a gestionar de una manera que a menudo sabemos que es engañosa, ofensiva o defensiva, exagerada o desvalorizadora o limitante, en definitiva porque no sé qué hacer con eso que me viene y lo gestiono, desde el miedo, el victimismo, la mentira, la soberbia, la superficialidad o la pereza o el egoísmo, del modo que creo que me conviene. Y así nos va. Luego, de tanto engañarnos nos creemos nuestras mentiras. Y ya, esta actitud engañosa nos parece lo normal.
Mira, de nuevo, a Jesús. Él ofrece su cuerpo al mal, al dolor. Y el mal se ensaña en él. Es visible en las heridas, pero es visible también en su actitud: su mente está secundando la acción de su cuerpo, sin defenderse; sus afectos no han tomado la iniciativa, sino que secundan otra iniciativa: la de su espíritu, que quiere hacer la voluntad del Padre y sigue unido y obediente a él, también en esta Hora. Jesús nos enseña que es el espíritu, y el espíritu unido a Dios, el que lleva la batuta de este enfrentamiento con el mal.
(…)
Puedes hacer una contemplación de Jesús en la cruz a partir del texto de Ef.
Te ofrezco también un ejercicio para hacer una contemplación guiada en cuatro pasos. Para ello, a través de una postura sentada, bien erguida, y a través de la respiración, da tiempo para experimentar cada uno de estos cuatro momentos. Lo puedes hacer en una sola contemplación hecha de estos cuatro momentos o bien, dando más tiempo a cada parte, a lo largo de cuatro días.
- Adónde suele llevarte la muerte: encerramiento-justificaciones- victimismo-te culpas-culpas a otros-evasión-negación… ¿cómo se manifiesta la muerte en ti?
- Tu cuerpo que revela lo que otras dimensiones de ti no asumen (reconoce qué no asumen tu mente/emociones/espíritu). Tu cuerpo, ¿dónde refleja esa negación?
- Suplicamos primero, y nos abrimos después, por la fe, a la vida nueva que, por la unión con Jesús, rechaza el mal y experimenta su paz en medio de los conflictos.
- Esta vida nueva brota primeramente en nuestro interior, por la acción del Espíritu, y se reconoce en que nos lleva a Dios y a los hermanos: visualízate dinamizada por esta salvación, y reconoce cómo te sientes en ella.
Puedes bajarte la charla completa aquí: Y Jesús, ¿cómo perdona?