1ª lectura: Lectura del libro de Isaías (43,16-21)
2ª lectura: Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses (3,8-14)
Lectura del santo evangelio según san Juan (8,1-11)
En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba.
Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron:
– «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?».
Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo.
Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo.
Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:
– «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra».
E inclinándose otra vez, siguió escribiendo.
Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante.
Jesús se incorporó y le preguntó:
– «Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?».
Ella contestó:
– «Ninguno, Señor».
Jesús dijo:
– «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más».
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En este quinto y último domingo de Cuaresma, alumbrando ya la Pascua, Dios, a través de Jesús, nos sigue desconcertando.
Volvemos, en este último domingo de Cuaresma, a oír hablar del pecado. La semana pasada era el hijo pródigo, hoy es la mujer sorprendida en adulterio. A nosotros, como a los judíos que la llevan ante Jesús, nos sale juzgar a los demás: a la mujer, a la que podemos aplicarle una ley que no acabará con su pecado pero sin duda la destruirá a ella; a los escribas y los fariseos que incurren en pecado al querer condenar a la mujer y sobre todo, al querer con ello acusar a Jesús. Tenemos leyes exteriores, las que todos reconocemos y seguimos, al menos, a la hora de aplicárselas a los demás; y tenemos leyes interiores, las que nosotros mismos nos aplicamos, o las que aplicamos a los demás y nos exigimos a nosotros mismos.
En cuanto a Dios, en este quinto domingo de Cuaresma, ¿no esperaríamos de Él una nueva reprimenda en relación a nuestro ser pecadores, una última llamada a la conversión, más agria que las anteriores? En nuestra idea, puesto que a Dios le parece muy mal el pecado y nos llama a la conversión, ¿qué menos que reñirnos otra vez?
Pues no lo hace así. Después de escuchar la acusación, Jesús escribe en el suelo, donde todo lo que escribas se lo llevará el viento.
.. aunque dices que Dios no es como nosotros, quizá esperabas que Jesús, como los que vienen, también condenara a la mujer. ¡Es tan clara la ley en este punto (esa “claridad” suele frenarnos también ahora)! Y cuánto nos cuesta a nosotros no cumplir las leyes, sobre todo, si son públicas y todo el mundo puede ver que las incumplimos.
Jesús no hace así. Por de pronto, enfrenta a los acusadores con su acusación: El que esté sin pecado, que tire la primera piedra. Ya nos había hablado de no juzgar al prójimo, pero no le habíamos escuchado. Ahora se lo dice a los acusadores, que se creen justificados en que no han cometido “ese” pecado, o no por lo menos ahora. Se creen justificados porque la han pillado “in fraganti”, y eso hace más grave la falta, por lo visto… Se creen tan seguros que quieren aprovecharse de la falta de la mujer para hacer caer a Jesús.
Y Jesús no se deja enredar por nuestras leyes. Escribe, en cambio, en el suelo. ¿Escribe nuestros pecados? ¿Escribe nuestro apego a la ley, que no puede sino calificarse de esclavitud? ¿Escribe el dolor porque nos enfrentemos unos a otros, porque nos enfrentemos con Él? ¿Escribe su deseo de liberarnos del pecado, su deseo de llevarnos a vivir una vida nueva?
Sin duda, escribe palabras de vida, porque cuando se incorpora, la referencia a la ley de Moisés se ha disuelto. Solo queda Jesús, que nos confronta con nuestra conciencia: El que esté sin pecado, que tire la primera piedra. Todos se van escabullendo uno a uno. Ya no son el bloque monolítico que acusaba, sino los seres humanos que, confrontados con su interior, no resisten la palabra de Jesús.
Y se queda solo él, escribiendo de nuevo en el suelo… ¿qué escribe? ¿Qué escribes, Jesús? ¿Tu deseo de dar vida a esta mujer, a esta pecadora sorprendida en su pecado, y a los fariseos y escribas, pecadores privados y a veces hipócritas? ¿Tu anhelo de darnos vida a todos nosotros, a quienes también el pecado nos esclaviza?
… ¿o esperabas que Dios, como tú, no tuviera nada que decir a la mujer, sino que se enfrentara a los fariseos defendiéndola, a ella la protegiera sin más, y la dejara marchar sin más? ¿Pensabas, de este modo, que Dios no se toma en serio nuestro pecado, todo lo que nos mata?
Cuando se incorpora, él, el único que no tiene pecado, no la condenará. No la condenará a muerte, sino que la llamará a la vida: Anda, y en adelante no peques más.
No sabemos qué es lo que escribe Jesús. Pero sí sabemos qué hará. Sabemos que se entregará por nosotros a la muerte, para darnos su vida. Una vida nueva que deja atrás la ley que es, como dice Pablo, justicia nuestra, sino la justicia que viene de la fe en Cristo, que viene de Dios y se apoya en la fe. Esta justicia nos revela nuestro pecado y nos abre a un amor total, el que busca conocerlo a él, y que por la comunión con sus padecimientos, muriendo su misma muerte, espera de Dios la resurrección de entre los muertos.
Renuncia a tu pecado en esta cuaresma. Confiesa la muerte que te habita, que te/nos está matando. Las leyes internas y externas no hacen sino aumentar la esclavitud, la enemistad con nosotros mismos, con los demás y con Dios. Solo en Jesús, que no nos condena sino que se entrega para que tengamos vida, hemos conocido la salvación. Volvámonos a él, confesemos la muerte que nos mata. Él la escribe con letras de viento, él entrega su carne por nuestra salvación.
El profeta Isaías, en la primera lectura, nos lo anunciaba: No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?… pondré agua en el desierto, corrientes en la estepa… para dar de beber a mi pueblo elegido, a este pueblo que me he formado para que proclame mi alabanza.
No es solo que entregues tu pecado. Es que no quieras pecar más, porque Jesús te ha llamado a otra vida. A una vida rescatada en su sangre. A una vida que ya no está sujeta al pecado, sino que vive para conocer a Jesús, el centro de la historia, el centro de todo. Este encuentro con Jesús, que no solo nos llama a rechazar el pecado, sino que nos ofrece una vida nueva llena de frescura, pasión y ligereza, es la vida nueva y plena anunciada por el profeta.
¿Esperabas que Dios fuera así? ¿Que escribiera en la arena y entregara su vida en la cruz… por ti?
Imagen: Madalena Veloso, Unsplash