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Ven, Espíritu Santo

Ayer celebrábamos la fiesta de Pentecostés, con la que culmina la Pascua. Es decir, donde la Pascua encuentra su culminación: el don del Espíritu que Jesús nos anunció hace posible que vivamos al modo de Jesús, que lo reflejemos en la vida. Normalmente tendemos a pensar que llevamos nuestra vida… aunque la verdad es que muchas veces no la llevamos nosotras, sino las normas de nuestra sociedad, de nuestra cultura, el qué dirán o los mensajes interiorizados, personales o familiares, de todo tipo…

La Secuencia del Espíritu Santo, una de las oraciones más antiguas al Espíritu que conocemos, supone haber reconocido otra cosa: que yo no llevo mi vida. Bien, porque he descubierto que me someto a otros casi sin enterarme; bien, porque una vez que he conseguido ser yo misma y efectivamente lo he sido, me he dado cuenta de que no me basta, que mi vida sólo tiene sentido siendo para Otro, para otros- a los/las que el Espíritu me envía.

Esta es, por tanto, una oración para quien reconoce, en cierta medida, que la vida es mucho mejor si es el Espíritu de Dios el que te lleva. Supone, sí, haber experimentado que tú no llevas tu vida hacia donde quisieras, supone que no la llevas tan bien como quisieras; que muchas veces no te enteras, que muchas veces no distingues dónde está lo bueno, o lo verdadero… que eliges cosas que te saben a vida y luego resulta que no lo eran…

Cuando experimentas todas estas cosas, y sigues no obstante deseando la vida, estás en condiciones de pedirle al Espíritu que haga lo que sólo Dios puede hacer: recrear en ti la imagen de lo que estás llamado a ser, aquella imagen que has perdido, olvidado o emborronado, y recree en ti tu verdadero yo: el rostro de Cristo que cada una de nosotras reflejamos.

Esta oración, desde la Luz que ayer se nos concedía, quiere que Pentecostés no se quede ahí, en una fiesta que “ayer”, en un ayer que se va haciendo difuso, celebramos. Si quieres que el don del Espíritu, que hace posible la vida que Dios ha querido para ti, sigue pidiéndolo, sigue deseándolo.

Apréndete esta preciosa oración de memoria, y que tu corazón la repita como una música, como un mantra que resuena en ti. Te la pongo con música, porque la música ayuda a que lo de Dios cante en nosotros:

 Ven, Espíritu Divino
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre;
don, en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas;
fuente del mayor consuelo.

Nosotros no abrimos fácilmente la puerta de nuestra vida. Las razones, las conoces tú. Ahora, después de reconocer que la vida que te has montado, a la que aspiras, a la que te han llevado tus miedos, tu ira o tu necesidad de que te tuvieran en cuenta te ha dejado el corazón roto, triste, hecho trizas, ahora estás en condiciones de decir al Espíritu de Dios “Ven”.

Igual todavía piensas que no vendrá, o quieres que venga para lo que tú quieras, o que no hará en ti lo que ha hecho en otros… esto lo piensas porque todavía piensas desde ti, y no desde Él. Él no es así. Él vendrá si lo llamas, porque es Amor, porque es nuestra Vida, porque Él mismo ha puesto en ti el deseo de llamarlo.

Nuestra oración empieza por pedir al Espíritu lo que es en sí mismo: Padre amoroso, don de los dones, luz penetrante, consuelo de todos los dolores y sufrientes. No le pidas que haga para ti, como quien sigue queriendo controlarlo todo, también los dones de Dios. Pídele dirigiéndote a Él mismo, porque que venga a tu vida y te habite es lo más grande que te puede pasar –¡y lo mejor que nos puede pasar a los demás, al encontrarnos contigo!:)-.


Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.

No sabemos hablar de Dios… esta preciosa oración expresa ese “no saber” nuestro. En relación a Dios, cuando no sabemos, expresamos lo que conocemos de Él a veces con paradojas, otras veces con símbolos… son modos de expresar que nos sacan del lenguaje racional que controlamos y nos llevan más allá, porque es en ese “en todo y más allá de todo” donde nos encontramos con Dios: “descanso-esfuerzo”, “tregua-duro trabajo”, “brisa-horas de fuego”, “gozo-lágrimas”, “reconforta-duelos”. En medio de todo eso doloroso que hay en nuestra vida, el Espíritu tiene una palabra que dulcifica, que aligera, que te alegra o te serena. Entre nosotros, que cuando el dolor llega sentimos que será inconsolable, que no terminará, que tiende a llenarlo todo… ¡qué experiencia, sentir que el Espíritu vence sobre todo eso que nos vence!


Entra hasta el fondo del alma,
divina luz y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre,
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado,
cuando no envías tu aliento.

La Secuencia nos lleva ahora, de esos dolores que vemos, a la profundidad que no vemos: nuestra pobreza, nuestro vacío, nuestro pecado.

Ya no estamos en el nivel de lo que se ve, de donde te manejas, de lo que puedes aparentar. Así que no argumentes, no quieras justificarte o discutir. Si tienes experiencia de la vida, estos pasos describen tu interior. En el fondo, todos hemos llegado a sentirnos así: vacíos, pobres, impotentes… el pecado nos revela esta mirada sobre nosotros, el pecado nos lleva a sentirnos, a vivir pobres y rotos.

El Espíritu puede sobre esto también: sobre nuestro fondo más profundo, que se reconoce estéril, vacío, impotente frente al pecado que toma tantas formas y de tantas formas nos domina. En esa oscuridad y daño nuestro, se hace divina luz, riqueza, aliento de vida plena. Conecta con tu experiencia de esto que se dice aquí, porque sólo reconociéndolo le suplicarás “¡Ven!” con todas tus fuerzas.


Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.

Venimos ahora a contemplar las formas de la vida. La vida que se seca, la vida que se enferma, la vida que se mancha y la que está detenida, congelada; la que es, por su parte, demasiado fogosa y la que una y otra vez, se tuerce. Reconoce estas formas de vida que se pierde, tanto en tu corazón, como en la vida de los que conoces y de todos aquellos que tienes noticia por el periódico, por tantas palabras que nos llegan de todas partes. Con fe en lo que estás pidiendo, contempla la acción del Espíritu en todo eso que no puede: devolviendo la fecundidad a lo seco, restaurando la vida en lo enfermo, purificando, volviendo de carne los corazones secos, enseñando a los indómitos el verdadero modo de su fuerza, orientando y reconduciendo todo lo que se confunde, se equivoca o desorienta, una y otra vez…

Igual dices: “pues no lo veo, veo que el mundo va mal y no se nota la acción del Espíritu”. Esto indica que tu mirada está mal, pues no reconoce la vida brotando en medio de la muerte. ¡¡Esto mismo indica que tienes que pedir más Espíritu!!


Reparte tus siete dones,
según la fe de tus siervos;
por tu bondad y tu gracia,
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno. Amén.

Muchas veces nos acercamos a Dios por aquello que nos falta, que no podemos afrontar solas, que no podemos soportar más. Sin embargo, el Espíritu actúa en nosotros para recrear la misma vida de Dios: por eso, la obra del Espíritu en nosotros no debe quedarse sólo en pedirle que socorra nuestras carencias, sino en que haga crecer los dones que ya hemos recibido, el amor con que estamos amando, que lleve a plenitud la salvación que ya ha comenzado, y que haga estallar en nosotros su mismo gozo, de modo que alcance hasta la vida eterna.

El Espíritu lo hace todo en nosotros. Lo es todo en nosotros. Vive en nosotros, está en nosotros y todo lo conduce para nuestro bien. No sólo ese bien pequeño y limitado al que nosotros aspiramos, sino que cuando el Espíritu te habita, te hace aspirar, suplicar y vivir el Bien, la Verdad, el Gozo, la Vida al modo de Jesús.

Su Vida que Salva.

[1] La canción la canta el Coro Satri.

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