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Acumular bienes o enriquecer la vida

1ª lectura: Lectura del libro del Eclesiastés (1,2;2,21-23)

Sal 89

2ª lectura: Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Colosenses (3,1-5.9-11)

Lectura del santo evangelio según san Lucas (12,13-21)

En aquel tiempo, dijo uno del público a Jesús: «Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia.»
Él le contestó: «Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre vosotros?»
Y dijo a la gente: «Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes.»
Y les propuso una parábola: «Un hombre rico tuvo una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos: “¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha.” Y se dijo: “Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el grano y el resto de mi cosecha. Y entonces me diré a mí mismo: hombre, tienes bienes acumulados para muchos años; túmbate, come, bebe y date buena vida.” Pero Dios le dijo: “Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será?” Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios.»

Puedes descargarte el audio aquí.

Imagina que sacaran una app que pudiera reflejar el tiempo que dedicas al día a pensamientos repetitivos, a generar mala leche con cosas que no van a cambiar, a volver sobre lo que te dijeron y lo que dijiste; que te mostrara el miedo y la angustia que aumentan en ti, los pesos que tu corazón arrastra. Las horas de sufrir y penar, como dice Qohélet, las noches en las que la mente no descansa porque sigue enredada con lo del día, o con lo del día -o el año- siguiente…

La herencia que tu hermano no quiere repartir, o el partido con los amigos en que hiciste falta; el gesto que hizo Fulanita cuando llegaste que te hace sospechar…; la paliza que te han dado o la que te darán; el frío porque hace frío, el calor porque hace calor, y tu estómago que siempre lo has tenido delicado pero tú no vas al médico; no vas porque son todos unos sacacuartos, no vas por miedo a que te encuentren algo; la vecina de arriba que se acuesta a horas imposibles, los ratones que campan por la casa, imagen de tu desidia;  los ladrones que vendrán a saquearnos, a destruirnos; la ansiedad por no llegar a acabar lo que tienes entre manos, por quedarte en paro, por no llegar a todo, por no responder, por el qué dirán, por no conseguir el coche que mereces; el hijo que no vuelve a casa y que volverá borracho o algo peor; el lío en el que te metiste a lo tonto, solo por buscar algo de entretenimiento, y te ha complicado malamente la vida; esta compra que te tienta y que no necesitas, y todos los discursos con sus réplicas que te vuelven una y otra vez por eso que no necesitas y de repente parece ser que te cambiaría la imagen de arriba abajo; lo que le piensas decir a tu jefe el día que por fin te vayas del trabajo; los reproches infinitos que tienes para todos, que dando vueltas en tu cabeza y en tu corazón, han acabado por hacerse realidad; el mendigo al que nunca ayudas, y que ahora te hace sentir culpable; la esperanza puesta en la lotería, en las vacaciones, en el fin de semana, en esta baja que me voy a coger; el dolor por los refugiados, por el sufrimiento de los niños y por los hogares destrozados, que te oscurece el corazón y lo paraliza; la lectura del periódico que te envenena; las coletillas que pones a tus frases, para ti y para los demás: “a mí dejarme en paz, bastante tengo con lo mío”, “todo es una mierda”, “nadie me escucha, nadie me quiere, a nadie le importo”, “por lo menos yo hago lo que hay que hacer”, “qué imbécil es todo el mundo” con su variante “¿por qué nadie ve que tengo razón?”, “cuando consiga ese puesto, ya verán”, “me voy a largar muy lejos, y entonces se acordarán de mí”…; apariencia de familia, apariencia de amistad, apariencia de amor y de buenas intenciones; y esa cruda desesperanza que sube a veces de lo profundo, cuando llega la noche o de madrugada, que te obliga a probar la angustia, que te descubre la desesperación y la amargura que escondes tras esa sonrisa bonachona que suele ser tu máscara; el sentimentalismo que colorea tu rabia y te hace creer que en el fondo eres buena persona; la sensación imprecisa de que no hay manera de salir de aquí, de este horizonte que me achata, de que no haya más, o no parezca haber más que los mensajes de siempre, las alegrías que no lo son y las tristezas que se agolpan como un peso en tu corazón, y no encuentran salida…

Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será?

Bienes que acumulas, que acumulamos. Bienes que no te hacen rico ante Dios: ni los bienes materiales que has acumulado, ni el haber perdido la vida en la preocupación por mantenerlos; ni estos males que tratas como bienes que atesoras, que anhelas, que temes y que ocupan tu corazón. Seguramente no necesitas mucho para saber que estos bienes no te hacen rico ante Dios. Ni ante los demás, ni ante ti. Es más, los consideras tu propiedad y no te atreves a soltarlos porque quizá no haya otros, porque no imaginas tu vida sin ellos.

Ser rico ante Dios no dice primeramente pobreza, sino libertad. Cuando optas por dejar de preocuparte, angustiarte y sufrir no te haces pobre, te quedas vacío y ese vacío te da la opción de ser libre. Tú tienes la sensación de que te harás pobre porque lo que vives ahora te parece riqueza, o abundancia (aunque solo sea de futuros, de posibles, de viento y caza de viento, como dice Qohélet, dudosos “bienes” que también nos cuesta soltar). Cuando nos vaciamos de lo que nos ha ocupado siempre no empezamos a ser pobres, sino que nos quedamos vacíos. Y cuando nos quedamos vacíos de todos esos apegamientos, apropiaciones, adhesiones, vinculaciones, costumbres, tradiciones, cuando el espacio se despeja y puedes reconocer dónde está lo importante, puedes elegir. Cuando nos quedamos vacíos o nos vamos vaciando o nos arrancan o nos dejamos arrancar, empiezas a enterarte de lo importante.

La paradoja es que entonces puedes volverte a Dios. Antes no podías, porque tú hacías de dios de todas esas cosas, de todas esas ocupaciones, bienes, preocupaciones que te llenaban el mundo y que no te enriquecen, sino que te han dejado más pobre que lo que eras al principio. Ahora puedes volverte a Dios, y pedirle que te enseñe cómo relacionarte con los bienes para que no pierdas la vida. Para que cuando llegues ante él tengas otra cosa que mostrar que tu ser angustiado, preocupado, desértico de lo que verdaderamente importa.

El que deja los bienes aquí es porque todos los bienes los tenía fuera de sí, eso es claro. Pero quien ha vivido preocupándose, sufriendo, dudando, comparando, angustiándose, maquinando, lleno de miedo, llena de rencor o de envidia, ha hecho el mundo peor. No solo no se ha enriquecido al contacto con los bienes. No solo ha empobrecido su espíritu a lo largo de la vida. Además, ha puesto su parte para que el mundo sea un lugar más anónimo, más individualista, más triste, más insolidario, más injusto, más inhumano.

Seguramente, el camino para hacerse rico ante Dios pasa por perder o por renunciar. Pero no porque Dios no nos haya dado un mundo bello y bueno, sino porque nosotros no sabemos usar de los bienes de modo que enriquezcan nuestro corazón. Nos apropiamos de ellos, nos hacemos la ilusión de que nos lo darán todo y construimos con ellos un mundo a la medida de nuestras necesidades inmediatas. A este hombre de la parábola que, como sucede en nuestro tiempo, solo quiere comer, beber y disfrutar, se le queda la mirada prendida al disfrute inmediato y no ve más allá, habría que mostrarle un horizonte más amplio: el de esos hombres y mujeres con los que compartir las riquezas que ha recibido, el de esos hombres y mujeres que no tienen bienes materiales pero te enriquecen con la enorme cantidad de riquezas con las que Dios nos ha dotado a todos.

Atrévete a mirar más allá. Atrévete a poner tus bienes –todos, los que te gustan y los que te quitan la vida- en juego. Atrévete a soltar lo que te pesa y lo que otros necesitan, y permanece en esa actitud el tiempo suficiente para poder saborearla. Mira más allá todavía: a Dios, que nos dotó de tantos bienes y quiere que los vivamos a su modo, que es el modo que da vida. Descubrirás cosas sorprendentes: que no es la pobreza lo temible, sino la esclavitud a la que tu uso de los bienes te tenía sometida; que no es “lo peor” lo que esta existencia esclava te hacía temer, sino que lo peor, lo que en verdad es fatal, es que se nos pase la vida viviendo de un modo que no es vida. De un modo que te mata y que quita a otros la vida.

Esta noche te van a pedir la vida. Atrapados, seducidos y esclavizados en nuestro modo de vivir los bienes (o los “bienes”), ¿perderemos la vida, que querremos que llegue a ser rica ante Dios?

Imagen: Matt Lamers, Unsplash

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