Lectura del libro del Éxodo (17,8-13)
Sal 120,1-2.3-4.5-6.7-8
Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo (3,14–4,2)
Lectura del santo evangelio según san Lucas (18,1-8)
En aquel tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola: «Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: “Hazme justicia frente a mi adversario.” Por algún tiempo se negó, pero después se dijo: “Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara.”»
Y el Señor añadió: «Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?».
Puedes descargarte aquí la lectura del domingo 29 del T. O., año C.
En las lecturas de este domingo, la Palabra de Dios nos insiste, de parte del mismo Dios, que nos dejemos enseñar por Él. Lo hemos escuchado en la segunda lectura: “la sagrada Escritura… ella puede darte la sabiduría que, por la fe en Cristo Jesús, conduce a la salvación. Toda Escritura inspirada por Dios es también útil para enseñar, para reprender, para corregir, para educar en la virtud; así el hombre de Dios estará perfectamente equipado para toda obra buena.” Vamos a dejarnos enseñar por la Palabra de Dios, que tiene potencia para hacernos desear y vivir la vida que se vive al modo de Dios.
En el Antiguo Testamento, Moisés, con su oración, sostiene la victoria de Israel. Sus manos levantadas, suplicantes, son el símbolo de nuestro espíritu alzado hacia Dios. La victoria que los israelitas asociarán enseguida a sus manos alzadas les enseña que es Dios quien sostiene a Israel y le hace vencer en las batallas. La oración, mediación invisible en la batalla, sostiene a los que combaten por la victoria. Sin la oración, nos dice la historia, la victoria no hubiera sido posible.
Después Jesús, en el evangelio, nos insiste en esta misma enseñanza. Antes, era Moisés el que levantaba las manos, el que era sostenido en su oración apoyándose en las piedras que sus compañeros le habían proporcionado. La que ahora alza sus manos, suplicantes, es una mujer viuda que no tiene valedor ante la sociedad y se ve obligada a este juez injusto. La mujer, que no tiene otra esperanza para su vida que la de hacer que el juez intervenga, insiste e insiste hasta que el juez, a pesar de su duro corazón y de su indiferencia inexpugnable, la escucha y le hace justicia.
Nosotros también conocemos muchísimas situaciones en las que los poderosos de este mundo nos hacen perder la esperanza. Sabemos qué frágil es la situación de la mujer, el riesgo que corre de no ser escuchada, de no encontrar consuelo en un juez así. Esto lo vemos todos los días en nuestro mundo.
Sin embargo, a veces también sucede el milagro: el milagro de que haya quien acompañe la súplica de Moisés, tanto tiempo como sea preciso, hasta que Amalec sea vencido; el milagro de que este juez al que no le importa nada, cambie de opinión de repente y, a pesar de ser inaccesible a las súplicas, escuche a esta viuda que clama a él como último recurso. La oración como el recurso que puede donde todo lo demás no llega.
Y Jesús, viviendo entre nosotros, nos pone de ejemplo la súplica de esta mujer desvalida para llamarnos a orar siempre. Porque Jesús sabe que la oración es la llave que abre todas las puertas: la puerta de la victoria sobre los amalecitas para Israel, el juicio que hará que le hagan justicia y pueda tener recursos, para esta mujer viuda.
Los milagros son algo enorme… pero la oración debe ser algo muy grande también, cuando es la vía por la que llegan estos bienes inauditos. La oración, nos dice Dios en la palabra de este domingo, obtiene para toda situación, por desesperada que sea –aunque Amalec sea grande y tu país sea pequeño; aunque él sea todo un juez poderoso e injusto, y tú una pobre viuda desvalida y sin recursos-, una respuesta de Dios, una respuesta salvadora. El que ora, suplica quizá porque no puede hacer mucho más, suplica porque confía en Dios cuando ya ha perdido la esperanza en lo demás.
Pero hay más: así como la oración es la llave que abre a la acción extraordinaria de Dios, la fe es la que mueve a los creyentes a suplicar a Dios sin cansarse, esperando su salvación. Es la fe, por tanto, el don que nos mueve a confiar en la palabra que Dios nos ha dirigido, a confiar en ella en las situaciones apuradas y en la normalidad de lo cotidiano. La fe es la que nos permite reconocer que a Dios le importa todo lo nuestro: la angustia de un pueblo amenazado de guerra, y el padecimiento de una mujer sola y vulnerable. La fe es la que hace posible permanecer ante Dios suplicando cuando todos los demás recursos se han agotado, y la fe es la que nos tiene combatiendo, con armas o con la palabra, cuando es eso lo que hemos de hacer.
La imagen de las lecturas para hablarnos de la oración es fuerte. La intercesión de Moisés, expresada en un alzar de sus brazos tan intenso como el pelear de los que combaten, expresa lo que la fe le ha mostrado: la relación íntima que se da entre su oración y la victoria en la batalla. Es fuerte también el contraste entre una mujer sola, que no tiene quién le haga justicia, y su fortaleza que le hace permanecer insistiendo, día tras día, mes tras mes, en presencia del juez que puede hacerle justicia. En ambos casos, la oración se manifiesta como lo que brota al darse el límite de lo humano: el cansancio de Moisés y el fracaso de la batalla, por un lado; el abatimiento de la mujer que no es escuchada, y su constancia en el pedir eso que necesita absolutamente, por otro.
La clave que falta, y que sostiene en ambos casos esta oración, es la de nuestra fe. La fe de los creyentes de hoy, que prolonga y actualiza nuestra respuesta a la Palabra, y la fe en la que comunitaria, eclesialmente estamos implicados. Una fe capaz de comprender el modo como la Palabra de Dios se hace nuestro interlocutor, nuestra fuerza y nuestro alimento. Una fe que se manifestará en aquella intensidad de implicación y de entrega, que unifica y abraza, unidos, nuestro límite y el más que es la fe. De ella brota la vida en plenitud, la vida a la que somos llamados.
Si un juez injusto puede cambiar su parecer, es porque Dios, el Invisible, el Misericordioso, ha cambiado su corazón. Si permanecemos gritando día y noche ante Dios para que haga justicia en nuestro favor, es porque Dios sostiene esta fe nuestra que, procediendo de seres débiles, se muestra poderosa.
Y Jesús nos enseña que, a pesar de que la fe es la fuerza que, en realidad, sostiene y vigoriza nuestra vida, el riesgo de dejar de creer –quizá porque pedimos y las cosas no vienen cuando pensábamos; quizá porque nos cansamos de pedir, o porque nos cansamos de confiar en Dios-, es grande.
Esta fe sobre la tierra es lo que el Hijo del hombre quiere encontrar cuando vuelva. Esta fe que se materializa en oración urgente y confiada, ante una guerra entre pueblos o ante un conflicto que sólo te afecta a ti. Esta fe que no duda en que Dios hará justicia a los suyos, esta fe que no solo sabe que Dios escucha, sino que está cierta de que Dios cumple sus promesas. Esta fe que reconoce a Dios reinando en la historia, valiéndose de todo para hacer justicia a los que esperan en él (y a los que no esperan). Esta fe que está tan segura de que a Dios le importa todo lo nuestro, que vive esperando de él, y no de los humanos, la plenitud que anhela. Esta fe que honra a Dios creyendo en su Palabra, en nombre propio y en el de sus hermanos. Esta fe que reconoce y vive a Dios como Padre, que tiene los ojos puestos en Jesús, en su modo de ser y de vivir. Esta fe que se sabe movida por el Espíritu y honra el modo de actuar de Dios en la historia como buena noticia, y confía en él, en sus modos tiernos o desconcertantes, por encima de todo.
Esta fe, la fe que Jesús desea encontrarse cuando vuelva… Para obtenerla, supliquemos al Padre, día y noche, que la mantenga y la haga fructificar entre nosotros. Pidámosle que vivamos de esta fe al orar: al contemplar las guerras, al enfrentarnos a nuestros problemas, y también en todos los dolores de nuestro mundo, de nuestros hermanos. También podemos pedirle esta fe para distinguir entre lo secundario y lo esencial, y para que esta fe, la que Dios te da y sabe a otra cosa, y engendra otra vida, nos sostenga y nos lleve por la vida viviendo al modo de Jesús. Pidamos al Espíritu que sostenga esta fe que es don suyo, la fe en que la oración sea lo que en verdad tiene que ser…. y que así, viviendo de esta fe que fundamenta nuestra vida en otro suelo, arraigados en ella, nos animemos unos a otros hasta que Jesús vuelva.
Imagen: Nathan Dumlao, Unsplash