Lectura del segundo libro de los Reyes (5,14-17)
Sal 97,1.2-3ab.3cd-4
Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo (2,8-13)
Lectura del santo evangelio según san Lucas (17,11-19)
Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: «Jesús, maestro, ten compasión de nosotros.»
Al verlos, les dijo: «ld a presentaros a los sacerdotes.»
Y, mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Éste era un samaritano.
Jesús tomó la palabra y dijo: «¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?»
Y le dijo: «Levántate, vete; tu fe te ha salvado.»
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Seguramente tienes experiencia de ello: abrir la Biblia es encontrarse en un mundo donde rigen otras referencias que las nuestras. No es solo la diferencia cultural, que sin duda está. Es algo que está más allá: en la Biblia se asocian realidades que nosotros no solemos asociar y que sin embargo, una vez reconocidas, nos abren a un más de lo humano, a un más de la fe que ensancha nuestro horizonte y nuestra vida. Vamos a fijarnos en ello en este día, queriendo que este reconocimiento nos abra a reconocer este más de la Palabra de Dios en nuestras lecturas de la Biblia.
La primera lectura nos cuenta una historia preciosa (si tienes curiosidad, puedes ir a la biblia y leerla entera): Naamán el sirio ha venido a Israel, un país mucho más pobre que el suyo, porque le han dicho que el profeta Eliseo puede curar su lepra. Una vez que hace lo que le dice Eliseo, queda curado de la lepra y se dirige a Eliseo con la gratitud que ya podemos imaginar. Esa gratitud tiene dos partes: un reconocimiento de que el Dios de Israel es el único Dios, y el deseo de hacer un regalo a su siervo, por medio del cual se ha curado, y ante el cual, Naamán, un hombre importante, se coloca como siervo.
Lo que aquí sucede lo entendemos bien: un hombre que ha sido curado por medio del Dios de Israel está agradecido a Dios y a su siervo, que ha sido el mediador. La relación entre la sanación y el agradecimiento es habitual entre nosotros (aunque no siempre se dé, todos sabemos que así tiene que ser), y muestra la correlación invisible que se da entre, en este caso, sanación y gratitud, como respuesta correspondiente. Dice bien de Naamán que esté agradecido, dice bien de Eliseo que no quiera beneficiarse por el don de Dios, puesto que él solo ha sido intermediario y la gratitud se debe solo a Dios… todo esto es algo que podemos entender, que es bueno y que nos revela que hay relaciones invisibles que son propias: que uno recupere la salud exige gratitud en respuesta; que uno sirva al Dios inmenso requiere desear que toda la gloria sea para él y no querer apropiarse en medida alguna de la salvación que solo Dios realiza…
Esto está bien, y podemos comprenderlo. Comprendemos esos modos invisibles que se dan en nuestras relaciones, que evidencian, a nivel visible, que hay un sentido profundo, un ritmo profundo en lo real, cuando uno vive en verdad. Si nos dejamos conducir por él, somos llevados a otra parte, a otro lugar: Naamán, por la vía del agradecimiento por la salud recuperada, se vuelve al Dios vivo que le ha traído la salvación. A este Dios lo ha conocido porque ha sido curado por él, y porque la mediación de Eliseo, tan libre, le libera para mirar solo a Dios. Por eso, el agradecimiento le va a llevar a Naamán, no a devolver en agradecimiento, sino a seguir pidiendo, como hace ante Dios la criatura: «Entonces, que a tu servidor le dejen llevar tierra, la carga de un par de mulas; porque en adelante tu servidor no ofrecerá holocaustos ni sacrificios a otros dioses fuera del Señor.»
Naamán, oprimido, venía a pedir salud para su cuerpo. Naamán, liberado por el agradecimiento, pide un lugar para vivir como siervo del Dios de Israel.
Lo invisible es lo que nos aporta el sentido de lo que se ve: como decimos en el título, la salud le ha llevado al agradecimiento, y el agradecimiento, que no es ya solo por su salud sino por el reconocimiento del Dios de Israel como el único Dios, le lleva a la fe en Él.
Esto mismo sucede en el evangelio: también unos hombres leprosos –diez esta vez- gritan a Jesús que tenga compasión de ellos, tan enfermos, tan apartados. Como ves, establecen una relación con Jesús por la que le piden que les mire, que se haga cargo de su situación. Jesús les manda a los sacerdotes, a quienes se tienen que presentar para que quede constancia de la curación (cf. Mc 1, 44), y por el camino ven que han quedado limpios.
Solo en uno de ellos se da la curación en este sentido pleno que veíamos en la historia de Naamán: están enfermos, piden a Jesús que se compadezca de ellos. Jesús los cura, y solo uno vuelve alabando a Dios, solo uno vuelve a dar gracias a Jesús, su siervo. A este que ha vuelto, Jesús le dice: «Levántate, vete; tu fe te ha salvado.»
La respuesta de Jesús es doble: por un lado está la denuncia-sorpresa porque no todos ellos se vuelvan a agradecer a Dios, que los ha curado en Jesús. Ellos pedían compasión –es decir, establecían el lazo invisible entre Jesús y ellos-, pero cuando han sido curados, han ignorado ese lazo. Se llevan la curación, y rompen el lazo debido de alabanza a Dios, de agradecimiento a su siervo Jesús. Todos menos uno, quizá el que menos esperábamos –pasa tantas veces, que habrá que acomodar la mirada a ello-.
Todos, menos ese que vuelve alabando a Dios, y se postra para dar gracias a Jesús. Al ver su respuesta, entendemos que esta es la respuesta adecuada: habían pedido compasión a Jesús-Jesús se ha compadecido-ellos se han curado-alaban y agradecen. Este es el orden invisible al que se ajusta nuestro corazón, el que hace crecer la vida. A este hombre, Jesús le da otra respuesta: tu fe te ha salvado. La respuesta que acaba, que culmina la súplica que empezaba pidiendo compasión. Si es Dios el que te ha curado, en adelante no vives apoyándote en tu curación, sino en la salvación de Dios que se ha mostrado misericordioso contigo.
Vivir en relación con Dios exige que tratemos a Dios como una persona real. No como a un ente al que le pides “por si hay suerte” y del que te desentiendes si no pasa nada. Si le suplicas que tenga compasión y él tiene compasión, tu vida tendrá que orientarse al Dios que así te está curando, así te está salvando y trayendo la vida. La autenticidad existencial se reconoce en el modo como ajustamos nuestra vida a las palabras hondas que escuchamos en ella. Aquí se nos dice que, de los diez, solo uno ajusta su vida a las palabras grandes que se han pronunciado sobre ella… y no el que se esperaría que lo hiciera, además. Puede ser esta una ocasión para que nos preguntemos si estamos ajustando nuestra vida a las grandes palabras-experiencias que se han pronunciado sobre nosotros: a la experiencia de Dios que hemos vivido, a la ocasión en que me supe salvada, a la gratitud y a la esperanza que recibo, y también a los dolores y sufrimientos que vivo o puedo llegar a vivir como misericordia. Es inautenticidad en cambio, y perder la vida, el ajustarse a lo inmediato, a lo que valoran los demás, a lo que es solo es más rápido, o fácil o cómodo. Dejamos ese ámbito de lo invisible, de lo que resuena como llamada en nuestro interior, para perdernos, sin referencias, en la superficie.
La segunda lectura también expresa la seriedad con que Dios se compromete en la relación con nosotros, en esa relación invisible que es el sentido de todo: Si morimos con él, viviremos con él. Si perseveramos, reinaremos con él. Si lo negamos, también él nos negará. Si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo. Este texto, poco conocido, nos revuelve bastante porque solemos leerlo desde “nuestra idea” de Dios. En nuestra idea, damos por supuesto todas las promesas que Dios nos ha hecho, y se nos dispara una alarma al leer ese “si lo negamos, él también nos negará”, porque en nuestra idea, Dios no debe ser como nosotros y no debe hacer lo que nosotros hacemos, aunque nosotros lo hagamos. Criticamos el texto, que interpretamos como idea, oponiéndole otra idea.
Aquí no se habla de ideas. Se habla de relación, y de relación radical en la que está implicada la vida: una vida en la que ante todo está el seguimiento de Jesucristo, que nos llevará a morir con él, y que nos traerá una vida que es de otro orden: vivir con él porque hemos muerto con él. Ya ves que aquí no se habla de ideas, sino de seguir, de comprometer la propia vida en respuesta a Jesús, que se ha entregado por nosotros.
Nos dice después que si perseveramos en medio de las pruebas, si escogemos aquello que manifiesta creer en su señorío en medio de la vida, después, cuando esta prueba y cuando todas las pruebas terminen, reinaremos con él.
Habla en tercer lugar (verás que hay una gradación de respuestas: desde los que gastan la vida muriendo con él hasta los que son infieles) de lo que ocurre si lo negamos, si negamos a Jesús: también él nos negará. Esto es lo que “no entendemos” y por eso negamos, lo que nos irrita, lo que nos injuria. Sin embargo, míralo en clave de relación, de esta relación absoluta en la que Dios se ha comprometido con nosotros: negar a Jesús es negar la vida que estamos recibiendo de él, echarle de nuestra vida. Si los términos anteriores, y el que sigue, se entienden en clave teologal, este también: esa relación invisible en que nuestra vida descansa, queda rota o al menos bloqueada cuando negamos a Dios (a menudo, nuestro negarle es ese modo “blando” que es igualmente negativa: “no me acordé, no me di cuenta” que habrá dicho alguno de los leprosos…). Los otros dos textos de hoy, sobre todo el evangelio, nos muestran cómo la vida deja de fluir entre Dios y nosotros al negarnos, al cerrarnos. Esto es serio, y hay que tomárselo en serio.
Si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo. La fidelidad de Dios es el fondo en que nuestra vida descansa. Así como decíamos en el punto anterior que nuestro rechazo nos hace experimentar de parte de Dios un rechazo, una puerta cerrada, en el fondo de todo, la vida toda y nuestra existencia descansa en la fidelidad de Dios, que se ha comprometido para siempre con nosotros. Dios es Fiel, y su fidelidad indefectible.
Nuestra vida se juega en la relación con Dios. En esta relación que tiene grados, en esta relación que no se vive en abstracto, sino en las situaciones concretas: una enfermedad propia o de otros en la que le pides su ayuda, una alegría que quieres compartir con él, o las infinitas situaciones de la vida que cobran su hondura de eso invisible que manifiesta nuestra integridad o nuestra inconsistencia. Cuando estamos integrados, cuando vivimos con autenticidad, la salud nos lleva al agradecimiento, y este a la fe. Y la fe nos hace vivir en relación a Dios, que da consistencia a lo invisible, dinamiza y ensancha la vida.
Imagen: Micheile Henderson, Unsplash