Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles (1,1-11)
Sal 46,2-3.6-7.8-9
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Efesios (1,17-23)
Conclusión del santo evangelio según san Lucas (24,46-53)
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto. Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido; vosotros quedaos en la ciudad, hasta que os revistáis de la fuerza de lo alto.»
Después los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía se separó de ellos, subiendo hacia el cielo. Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios.
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La fiesta de la Ascensión que celebramos este domingo tiene una complejidad particular para nosotros. Ya es bastante extraño -¿te habías dado cuenta?- que celebremos fiestas en las que se festeja a Dios, algo de Dios, cuando “el resto del mundo” celebra cosas que tienen que ver con su pasado, con el de su familia o con el de su país, como mucho. Pero ese mismo es el motivo por el que nosotros, creyentes, celebramos a Dios: porque Dios, que constituye nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro, ha llenado nuestra historia de acciones suyas que nos llenaron y nos llenan de alegría.
Está claro que esto no es algo que haya que dar por supuesto… ¿los creyentes celebramos a Dios? ¿O más bien nos incluimos, con poca implicación por nuestra parte, a una fiesta que “la Iglesia” -qué es la Iglesia sin nosotros- nos dice que hay que celebrar?
Pero hay algo más. De todas las fiestas en que festejamos a Jesús y lo que Él nos ha revelado a lo largo del año, esta es una de las más extrañas para nosotros, ¿por qué? Porque todas las demás celebraciones del año se refieren a Jesús, sí, pero también a nosotros. Y nosotros, aunque esto no nos deje en muy buen lugar, entendemos mejor lo que es Dios-para-nosotros que lo que es Dios-en-Sí. Por eso, cuando Jesús asciende al cielo, lo único que entendemos es que se va, y aunque confiemos en que volverá, nos decimos: “y eso, ¿qué me aporta a mí?”.
Y el hecho es que Dios no ha querido tener nada sin nosotros, sino que todo lo que Él Es, nos lo ha dado en la persona de Jesús. Así que vamos a intentar descubrir qué es lo que se nos regala en esta fiesta de la Ascensión. Y después, no nos quedaremos ahí, sino que nos dejaremos conducir, desde el “Dios-para-nosotros” al “Dios-en-Sí-mismo”, pues merece ser contemplado en Sí mismo y es fuente de gozo inmenso para nuestra vida. ¿Habías caído en la cuenta de esta paradoja? Lo que más profundamente nos llena es lo que nos saca de nosotros mismos.
Veamos, por tanto, qué se ofrece a nuestra vida en esta fiesta para que, sabiéndolo, podamos celebrarla y se ensanche nuestro corazón.
Estamos en tiempo de Pascua. Llevamos ya unas cuantas semanas celebrándola. Dejándonos empapar de esta vida nueva que ya no arranca de los modos y criterios de nuestro mundo, sino que se fundamenta en la pasión, la muerte y la resurrección de Jesús. Es su Amor entregado por nosotros el que nos ha traído la vida, y es su vida victoriosa, que no ignora el pecado ni la muerte, sino que los vence, la que infunde en nosotros vida nueva. Estamos celebrando que ahora es posible que Dios sea nuestro Padre, que nos haya hecho hijos suyos y que el modelo de este ser hijos sea –de nuevo, no algo nuestro, porque el referente es, para siempre, Dios y lo suyo- la vida de Jesús, el Hijo.
Por eso, para vivir esta vida nueva preguntamos y obedecemos a Jesús, el Hijo. Él ha estado con los discípulos durante estos cuarenta días, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo, enseñándoles a vivir de Jesús, de su Vida victoriosa, en medio de este mundo que no se ha enterado de la buena noticia. Ha ido enseñando a los discípulos que es posible otra vida, la vida que Dios nos ha llamado a vivir. Y para ello Jesús, nuestro Maestro y nuestro Señor. Y después de estos cuarenta días que ha permanecido entre nosotros después de su resurrección, mostrándonos que la fe hace posible otro modo de vida que arranca de la relación con Jesús, nos dirá cuál es el paso siguiente: seréis bautizados con Espíritu Santo… seréis revestidos de la fuerza de lo alto… en mi nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén…
Así fue como los discípulos, que habían vivido con Jesús y habían sido testigos, después de la resurrección, de que estaba vivo y de cuál era la potencia de su vida, fueron, después de su vuelta al cielo, junto al Padre de quien había venido, bautizados con Espíritu Santo. Este bautismo del Espíritu hizo de ellos no solo testigos que dicen lo que han visto, sino testigos de Cristo, hechos capaces de manifestar, no solo con palabras, sino con su vida, lo que Jesús es para la vida del mundo, de cada uno de nosotros.
Por eso, en Pentecostés culmina la Pascua: en Pentecostés recibimos el don del Espíritu, nosotros como aquellos discípulos primeros, para dar testimonio de Jesús que es la salvación de cada ser humano, del mundo.
Es Jesús el que nos instruye en esta vida nueva: nos revela la hondura de nuestro pecado al morir por nosotros, y nos enseña a vivir la vida nueva que arranca de la victoria sobre la muerte, una vida que arraiga en su vida; nos entrega su mismo Espíritu, el Espíritu que le ha arrancado del poder de la muerte y que actúa gozosa y victoriosamente en la tierra, para que nos conduzca en adelante a nosotros que, bautizados con su mismo Espíritu, vivamos como testigos suyos.
Cuando ha terminado su misión entre nosotros, esta misión que culmina con esta victoria que ha prendido en nuestros corazones, que nos ha hecho nuevos, Jesús vuelve junto al Padre, de donde un día vino a traernos la salvación. Como decíamos al principio, todo lo de Dios es para nosotros. La vida de Jesús, que ahora vuelve al Padre, nos revela el curso real, rescatado y hecho nuevo, de la vida humana: salimos de Dios, realizamos en este mundo su misión transmitiendo la buena noticia, y volvemos a Dios, a quien pertenecemos y que colma el corazón humano de pleno gozo, porque estamos hechos para Él.
Después de haber cumplido su misión tan plenamente que su obediencia y el amor del Padre han transformado el signo de la historia para siempre, Jesús nos deja su Espíritu que se encargará de hacernos ir al Padre, a través de nuestros aciertos y desvíos. A cada uno personalmente, y también juntos, como pueblo.
Después de haber cumplido tan plenamente su misión, Jesús vuelve al Padre y nos muestra así el sentido de la vida humana, de esta vida nueva que ha sido rescatada de la muerte: volver al Padre, ascender sin trabas y morar para siempre junto a Dios, que es Amor. La vida humana, que en Jesús hemos conocido en su verdad, culmina así: volviendo al Padre, sin dejar de amar a aquellos a los que has amado en la tierra: el Señor poderoso del que nos habla la carta a los Efesios volverá con poder, y reinará sobre todo lo creado, para siempre.
Nuestra vida humana, a la medida que usamos a diario, es en esta época un poco alérgica a todo lo grande: vida eterna, para siempre, victoria definitiva… son realidades que, porque nos sobrepasan, solemos rechazar. Sin embargo, Jesús, el Hijo de Dios, se ha encarnado y ha vivido siendo hombre entre nosotros, elevando así nuestra idea de lo humano hasta el modo según Dios que en realidad tenía que ser; una vez que resucita y se nos presenta como Dios y Señor (tal como expresa la carta a los Efesios), nos revela cuál es la grandeza a la que somos llamados por la comunión con Dios, por la obediencia a Jesús, que se ha convertido en referente de nuestra vida, de una vida nueva, que el Espíritu realizará en nuestra vida.
Esto celebramos: que Jesús, una vez que nos confía, a la Iglesia y a cada uno de nosotros, a la acción del Espíritu, ha terminado su misión. A nosotros nos toca ahora, dóciles a la acción del Espíritu que todo lo puede, prolongar esa acción por todos los caminos de la tierra, anunciando la buena noticia que salva. Celebramos que Jesús vuelve al Padre, y con este movimiento culmina su misión entre nosotros, Cuando vuelva de nuevo, será con poder, para salvar y juzgar. Cuando vuelva de nuevo, todo aquello que haya sido rescatado ascenderá con Él, y será la dicha plena: estaremos siempre con el Señor! (1Tes 5, 17).
Esto es lo que celebramos. Que sea un día de alabar al Señor, de dar gracias por Jesús, su Hijo, y de pedir el Espíritu que nos hará comprender todas estas cosas.
Imagen: Erwan Hesry, Unsplash