Con esta entrada retomamos, después del verano, el post de los lunes. Estas entradas serán, normalmente, ese café-evangelio que quiere ayudarte a comenzar la semana, y/o el día. Esto lo haremos desde la semana que viene.
Hoy estrenamos con otro de aquellos “flashes de vida cotidiana” que nos ayudan a mirar a mirar la vida con otros ojos. Con ojos de evangelio, que se reconoce en muchos lugares… unos que llamamos evangelio y otros que llamamos, precisamente, ¡vida cotidiana!
…
Seguramente has visto, en su día, la película “Billy Elliot”. La historia de un chico irlandés cuya pasión es la danza. No sé si te gustará tanto como a mí -a mí me gusta muchísimo-, pero seguro que recuerdas de ella, como yo, algunas imágenes, algunas palabras que resuenen y te den luz. Hoy vengo a contarte una que para mí es luminosa. Me encantaría que lo fuera para ti también.
Cuando a Billy, después de verlo bailar, lo entrevistan en el Royal Ballet que abrirá la puerta a todos sus sueños, le hacen una pregunta: “¿Qué sentimientos tienes cuando bailas?”. Y Billy, además de decir “no sé…”, porque a lo muy profundo cuesta acceder, responde poco a poco, muchas cosas.
Billy es hijo de un obrero irlandés que no se tomó bien, en principio, que su hijo fuera ´marica`, que es lo que entendió en un principio. Ha visto cómo su padre se ha enfrentado a sus compañeros y ha apostado por él, y lo mismo su hermano; ha tenido que padecer el no ser comprendido en su pueblo, ha tenido que enfrentarse a la posibilidad de no poder realizar su sueño y ha sufrido el dolor multiforme de los que son diferentes.
Y ahora está aquí, en el Royal Ballet, y le preguntan qué siente cuando baila. Y Billy dirá, además de otras cosas, “es… como si desapareciera”. Como si desapareciera. Como si él fuera, en esos momentos, lo que es cuando se entrega a la danza.
Billy ha hecho este largo camino de enfrentarse a su padre y a su hermano, el camino de la soledad y la incomprensión, el padecimiento de no poder salir adelante, de no saber cómo, y todo, por algo que siente que tiene que hacer, que le lleva y le posee. Algo en lo que, siendo más él mismo que nunca, se siente desaparecer.
Billy es un niño, y vive llevado por esta emoción totalizante de entregarte a algo que es más grande que tú y vivir para ello. Una experiencia tan poderosa como para resistir y permanecer en medio de todas las dificultades que se van dando. Tan poderosa que es capaz de sostenerle en medio de todas ellas.
A menudo nos vivimos pesados, llenos de nosotros mismos e incapaces de ir más allá… pero si aún no lo hemos olvidado, podemos reconocer en la experiencia de este niño la certeza de que somos más nosotros mismos cuando podemos ser enteramente, entregándonos enteramente.
Si lo has experimentado, aunque sea por poco tiempo, sabes que es así: se da la paradoja de que cuando nos entregamos a lo que somos, nos vivimos más nosotros mismos que nunca, aunque con lo “nuestro” sucede, como dice Billy, como si desapareciéramos. Desaparecemos para ser-con, para ser-en esa experiencia que nos lleva y nos hace capaces de ser lo que en verdad somos: lo que somos cuando nos entregamos, lo que somos cuando nos dejamos llevar por lo que nos sobrepasa.
En nuestro tiempo hablamos de “fluir”, de “estado de flujo” como de una experiencia en que nos vivimos conectados: fluir con un trabajo para el que estamos dotados, fluir en un modo de relacionarnos, fluir con alguna persona o personas en particular… aunque esta es una de las experiencias prometedoras de nuestra época porque nos abre más allá de nosotros, a mí, el flow me transmite el regusto narcisista de quien entra en estado de flujo cuando quiere (a veces te viene dado, pero te van a contar las condiciones para que se dé) y se eleva de este modo del hacer y del sentir comunes. El “estado de flujo” o flow se da en continuidad con el autoenaltecimiento de lo propio que se propone como cima de humanidad, en nuestra época.
En lo que dice Billy –es… como si desapareciera-, yo encuentro otra cosa: el ser humano alcanza su medida plena cuando es capaz de olvidarse de sí en favor de lo que es más grande que él. Ahí encuentra lo humano su medida. Una medida que pasa, paradójicamente, por ponerse a sí mismo en juego en favor de lo que te sobrepasa (también cuando no entiendes)… y te hace descubrir verdaderamente quién eres, con una condición: a condición de que te entregues totalmente a lo que te quema dentro, a lo que te conduce, a tu don.
Mira lo distinto que es ver a alguien que danza para que le miren o a alguien que danza para servir al fuego que lleva dentro.
Mira lo distinto que es ver a alguien que educa a un niño para sentirse mejor, o quien lo hace porque esa pasión de educar le hace olvidarse de sí.
Mira, viniendo a lo que tenemos entre manos, a alguien que predica la Palabra de Dios para que vean lo bien que lo hace y quien desaparece para que la Palabra viva…
Desaparecer no es despreciarse a un mismo, ni anularse. Desaparecer es dejarte llevar por el fuego que te arde dentro y servir a ese fuego con todo lo que eres, porque lo que eres está dispuesto para servir a ese fuego.
Desapareces cuando vives de tu don, cuando te dejas la piel por el fuego que te posee, y dejas que lo demás ocupe su lugar en función de ese fuego. Puede ser la danza o mirar a tus hijos, puede ser entregarte a lo que tienes entre manos o… Es, siempre, amar con ese amor que sale de sí.
Cuando te entregas, te haces uno con lo otro, y sabes que has sido cread@ para servir a algo más grande que tú. Desapareces en lo que eres. Y te descubres en tu verdadero ser: ser-en, ser-con, ser-para. Ser en relación con Dios y con los hermanos, consistiendo, más plenamente cada vez, en esa relación que refleja la relación trinitaria.
Esto pasa en nuestro mundo. Sin embargo, ¿es otra vida, verdad?
Si quieres ver la escena, pincha aquí
Imagen: David Hofmann, Unsplash
Gracias Teresa.. Dios bendiga tu bien!