En esta entrada titulada “Contemplación” escucharemos cómo esta mujer samaritana que tanto nos ha dicho nos cuenta, en primera persona, lo que ha vivido en su encuentro con Jesús.
Ponte cómoda, ponte cómodo, y escucha…
Era un día como otro cualquiera. Sol, calor, las tareas del día y aquella oscura sensación de angustia que vivía conmigo desde hacía tiempo. Los humanos no esperamos nada nuevo de la vida pasado un tiempo, y lo puedo entender. Los que de jóvenes hemos esperado mucho, porque la frustración ha ocupado aquel terreno, tantas veces ha sido frustrada nuestra espera. Los que viven con miedo, porque lo nuevo les suena siempre a amenaza. Y los que viven controlando su propia vida, porque de tanto maquinar han llegado a creerse que la vida es solo eso, lo que ellos pretenden, y se vuelven ciegos para lo demás.
Cuando me recuerdo ahora caminando hacia el pozo aquel día, me veo a mí misma arrastrando los pies. Seguramente no caminaba así, pero por dentro estaba así. Dejada, fatigada, saturada de todo aquello con lo que me llenaba, con todo aquello que me evitaba la confrontación con el vacío, con la frustración… con el desencanto incluso.
Y he aquí que me encuentro con él. Desde el principio, algo se alegró tímidamente en mí. Esa voz que había dejado de escuchar, esa voz virgen que me conecta con el gozo, con la novedad, con el dinamismo, con lo bueno y lo verdadero, lo había reconocido como esperanza, como vida nueva. Pero ganó, como en este tiempo ganaba siempre, la voz de la desconfianza, la rebelión sorda que albergaba contra todo y contra todos, la voz que no se abre sino que quiere despachar, herir, cerrar: ¿Cómo es que tú…? Me impresiona haber llegado a este extremo en que dejas de ver a un hombre sediento para ver a un judío al que irritar, al que hacer padecer un poco… qué terrible esta ceguera que, por común, por “aceptable”, por cotidiana, echa más amargura a un mundo que está repleto de ella.
Pero a él no le afectaba. Esto lo vi desde el principio. Le importaba yo, y quería encontrarse conmigo, conmigo y con todo lo mío. Deseaba encontrarse conmigo. Esto lo supe desde el principio, y también que su deseo era deseo de otra parte, un deseo entrañable como la tierra, inmenso como el cielo, intenso como el fuego, bello y vivaz y fecundo como el agua que corre. Puesto que quería encontrarse conmigo, recibía todo lo mío. Le afectaba como a ninguno de nosotros le afecta, y a la vez, no le hacía nada porque todo él es un océano de amor, en el que toda pena y toda muerte se queman.
Esto lo sé ahora. Entonces ya lo intuía, pero de ese modo apelmazado de sentir, que ahora sé que tiene su causa en el pecado. Él me decía palabras ardientes que amenazaban quebrarme entera, y yo me defendía con mis muritos pequeños –la lógica, el sentido común, las cosas conocidas y tenidas por irrebatibles-, que oponía a su amor –pues no podía negar que estábamos hablando de amor- avasallador. Ahora, cuando lo recuerdo, me duelo de haberme resistido a su amor, de haberme opuesto de cualquier modo que sabía, que podía. Que no me digan ahora que los humanos amamos, o que deseamos el amor sobre todas las cosas, o que estamos hechos para amar. En último término, sin duda, es verdad. Pero toda nuestra vida, o buena parte de ella, se debate contra el Amor cuando se lo encuentra en la vida, y lo que deseamos del amor es un sucedáneo manejable que, como todos los sucedáneos, calma y engaña y frustra a la vez.
No dejé de defenderme yo. Fue él quien, a base de Amor del suyo, a base de caricias y de promesas y de deseo, me dejó sin armas, sin recursos. La catarata de su agua limpia se llevó la presa que había construido, que retenía agriamente el agua, y no lo sabía. Casi sin darme cuenta, dejé de defenderme y le dije que sí, que quería lo suyo. Que quería con él. Que le quería a él.
Seguro que te imaginas, por lo que he dicho hace bien poco, que aunque le dije que le quería, no era así. Y sin embargo, cuando se lo decía, creía que le decía mucho. Los humanos ofrecemos ese amor nuestro como lo más precioso que tenemos… ¡y él, el Señor, acepta! Acepta establecer un pacto conmigo, aunque lo que le das es tan nauseabundo como lo que se acaba de derribar. Todo en mí estaba por reconstruir. Nada estaba sano. Antes decía que me veía, yendo hacia el pozo, como arrastrando los pies. Y es que antes de encontrarme con él, mi vida tenía más de muerte que de vida. ¡Y ni lo sabía! Si había tanta ceguera en mí, no te extrañes de que tuviera también un amor que tenía más de viscosidad, de podredumbre, de estrechez y de oscuridad que de todo lo que después he descubierto como Amor.
Tuvo que hacer conmigo un trabajo de reconstrucción. No fue nada el tirar aquellas compuertas iniciales para todo lo que hubo que reconstruir después. Con el tiempo he reconocido mi vida como una casa sin cimientos, expuesta al sol y al frío y a todos los vientos, desvencijada y desecha… ahora me veo, en cambio, como espacio acogedor, bien fundamentado, firme y flexible, consistente y transparente, capaz de acoger y de despedir, útero fecundo que da a luz y envía a la vida, hogar en el que ser acogido, espacio de trabajo y tiempo de descanso, espejo que refleja la luz del sol y faro que guía en las encrucijadas de la vida… sólo él, el Mesías, sabía quién estaba llamada a ser, sólo él podía recomponer mi vida según su proyecto, su voluntad al crearme.
Por el camino temí muchas veces, quiero que lo sepas. Dudaba de él, porque cuando estás rota es difícil confiar; dudaba de él otras veces también con malicia, para ver si le hacía dudar a él, cuando tenía miedo o quería ralentizar el proceso. A veces tenía miedo de verdad, al ver que los que yo había entendido como cimientos de mi vida caían, y que no sólo se desmoronaba lo que yo podía ver como malo o desajustado, sino también lo que yo seguía viendo como bueno o, sin más, no me resignaba a perder. Él me hablaba a veces con ternura, otras con ironía y mucho humor… siempre con firmeza, sin ceder a los chantajes que desde niña han sido mi modo habitual, a mis ataques de rabia y a las amenazas que seguía, de cuando en cuando y cada vez menos, escupiendo. Él seguía trabajando en mí, fiel a su amor primero, desconcertante para mí en su amor y en su promesa, y al hacer su obra me seguía atrayendo…
Vino después un tiempo en que el trabajo no era sobre todo reconstruirme en lo profundo, en lo de fuera que iba reflejando mi interior, sino que, ya serenada y en mi sano juicio, como aquel epiléptico al que llegué a considerar como un hermano (Mc 9, 14-29) podía empezar a salir de mí, a mirar al Maestro, a mi Señor por él mismo, y no por mí. Ahí empezó a brotar, como una plantita, el Amor que él había depositado en mí. Ya no amaba con mi amor, que también había caído en el proceso, sino que su Amor me había sanado, me había reconstruido y puesto en la vida. Ahora era obra de su Amor. Ahora podía salir de mí y en verdad mirarle a Él. ¡Créeme, es otra vida!
Lo que vino después fue una vida que pivotaba sobre el Amor. Mi vida descansaba en Dios, y era lanzada desde él más allá, según lo que el Amor quisiera hacer de mí. No creas, porque digo esto, que esto se dio sin lucha. No, por desgracia (hasta hoy lo siento). Aún había tanto de mí que me seguía resistiendo al amor, de modos más sutiles y más profundos, como el decir “nosotros” y “vosotros” al hablar a mi Señor, que era todo con todos, y para todos, y en Él todo encontraba su sentido, su unificación y su plenitud. Tampoco me dejaba conducir cuando, viendo su entrega radical al Padre y conociendo que esa era la única plenitud posible, la entrega gozosa a su voluntad, la obediencia, me reservaba y me escondía no sé dónde, como si hubiera algún lugar deseable “fuera” de esta obediencia. Qué verdad es que el pecado nos habita hasta el final.
Pero también es verdad que la fuerza de su Amor me atraía más que estas resistencias, estas apropiaciones, estas mentiras… ahora, el deseo de secundar Su deseo era el anhelo más profundo de mí, y no como algo sentido esporádicamente, sino como la certeza luminosa por la que vivía siempre habitada, la que me hacía celebrarlo todo porque la vida había quedado contagiada de esta Alegría.
Un día, llegó la prueba más grande de su Amor, la que aún hoy guardo en mi corazón como la hora más dichosa de mi vida: cuando él se entregó a mí y me recibió como suya. En intimidad sin palabras, supe, en lo que los humanos podemos conocer, y más que lo que podemos conocer, que tu amor vale más que la vida (Sal 63, 3) que a mí, indigna criatura que le había olvidado, que había traicionado su amor y su confianza hasta desbaratarla en todo, me amaba como a la esposa de su juventud, como a la niña de sus ojos. Desde entonces, le entregué mi amor y mi vida, y supe que todos los amores que hasta entonces me habían distraído eran solo búsqueda del amor único, de su Amor.
Desde entonces, vivo como esposa suya, fecunda, libre, entregada. Fecunda por su fecundidad, habitada por este manantial de vida eterna que ahora fluye, me recorre y se comunica, corro a los demás a anunciarles esta buena noticia. No soy yo quien lo puede hacer en ellos, pero ahora mis palabras, mi vida, la irradiación de Su presencia en mí, puede hacer que otros, muchos, se vuelvan hacia él y comiencen un camino como el que a mí me ha traído a la vida.