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Decir sí a Dios

Entonces fue Jesús desde Galilea al Jordán y se presentó a Juan para que lo bautizara. Juan se resistía diciendo: —Soy yo quien necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí? Jesús le respondió: —Ahora haz lo que te digo pues de este modo conviene que realicemos la justicia plena. Ante esto Juan aceptó. Después de ser bautizado, Jesús salió del agua y en ese momento se abrió el cielo y vio al Espíritu de Dios que bajaba como una paloma y se posaba sobre él. Se escuchó una voz del cielo que decía: —Éste es mi Hijo querido, mi predilecto. Mt 3, 13-17

Rezar con este texto puede consistir en contemplar esta escena en la que se dice tanto. Lo primero que nos encontramos en este Jesús que Juan anuncia es la forma desconcertante en que se presenta: por todo lo que ha anunciado Juan, nos imaginamos a alguien grande al modo como nosotros nos representamos la grandeza. Sin embargo, Jesús aparece como uno más, viniendo a bautizarse a la fila de los pecadores. Un Salvador humilde del cual lo primero que conocemos es que se presenta como uno de nosotros en lo visible, a la vez que tiene una pasión de Dios que supera todo lo conocido en nuestro mundo. Fíjate que aquí la confianza de Juan se desconcierta: Soy yo el que necesito que tú me bautices, y ¿eres tú el que viene a mí? Mira que en Juan el Bautista Dios está sumamente presente y, sin embargo, ni el propio Juan había llegado a suponer algo así. En cambio, Jesús de Nazaret, viniendo a nuestro mundo como pasión de Dios, solo ha deseado una cosa: que cumplamos lo que Dios ha dispuesto. Y es que Jesús, viniendo a nuestro mundo como uno de nosotros, ha elevado nuestra condición humana a través de la humildad: una humildad que se vacía apasionadamente de sí misma para ser en todo como el Padre quiere. Jesús queda entonces como el auténtico referente de esa vida nueva a la que el bautismo de Juan señalaba y que se realiza en la persona de Jesús. Deja eso ahora, dice Jesús a Juan: en el momento en que el Padre manifiesta su voluntad, todo lo demás se deja atrás, todo lo demás resulta irrelevante. Ésa es la pasión absoluta de Jesús, la que él ha traído a nuestro mundo.

Después de esto, Juan, conducido por Jesús al modo como nosotros habíamos sido conducidos por Juan, consiente, y Jesús entra en el agua para ser bautizado. Fíjate lo enorme que es este momento: Jesús ha entrado a ser bautizado porque es esto lo que el Padre desea. Y así como Jesús realiza lo que el Padre quiere, el Padre manifiesta ante nuestros ojos -lo sabemos porque el evangelista nos lo ha querido transmitir así- su amor por este Hijo que no tiene otra pasión que el amor del Padre, y nos lo dice a nosotros que estamos llamados a ser hijos a imagen de este hijo. Lo mismo que antes decíamos que hemos sido llamados a ser imagen de Dios, ahora la imagen de Dios se ha encarnado en Jesús, y es Jesús el rostro de Dios que estamos llamados a realizar en nuestra vida, y esto solo es posible si vivimos unidas a él por el bautismo que él ha recibido: un bautismo de agua y de Espíritu, tal como el Padre ha dispuesto en su vida. Esto no lo veas como algo de “otro mundo”, porque es precisamente para nuestro mundo como se nos da a vivir. Esta es, puede ser, tu vida de todos los días.

Te he dicho ya varias veces que te detengas y te preguntes por esto que decimos aquí, para que sea incorporado a tu vida por la acción del Espíritu y él haga que se convierta en vida todo esto que aquí sucede y que tu corazón desea –y que tu corazón aún puede desear más cada vez -. Pero de todas las veces que te he dicho que te detengas a lo largo del capítulo, ésta es la más grande, este de la contemplación es el modo en el que más nos importa detenernos: aquí estamos contemplando cómo las personas divinas -Padre, Hijo y Espíritu Santo-, a imagen de las cuales han sido creadas las personas que nosotros somos -y a imagen de su relación estamos llamadas a vivir nuestras relaciones-, salen de su silencio atraídas por la visibilidad de Jesús e irrumpen en nuestro mundo.

Al principio habíamos escuchado decir a Juan que estaba llegando el reino de los cielos. Ahora podemos decir que el reino de los cielos ya está aquí: en esta presencia de Dios que nos dice su amor por el mundo, en este mucho al que ha enviado a su único Hijo para mostrarnos cuál es la vida humana para la que fuimos creados –una vida fundamentada en el amor a Dios y a los hermanos-, cuál es el modo en que tenemos que habitar y recrear el mundo –dejándonos conducir, como Jesús, por el Espíritu que nos lleva a la vida desde el interior-, cuál es el modo de la presencia divina en medio de nosotros más humano… -la de los testigos, que consiste en dejarse habitar por Dios- este amor del Padre, del Hijo y del Espíritu que vienen a nuestro mundo a decirnos que el amor está presente en medio de nosotros y lo fundamenta todo, y que a partir del bautismo por el cual Jesús ha consentido apasionadamente en la voluntad del Padre, comienza la vida nueva que, arrancando de Jesús, humilde con esa humildad de vida nueva y confiado en el Padre con ese amor absoluto del hijo único, nos muestra cuál es el camino de la vida.

Que en este día recrees tu bautismo, no desde la celebración que pudo darse o no darse, sino desde lo que en verdad importa, desde lo esencial: con la mirada puesta en Jesús, en su vida que ha manifestado al Padre, que ha reflejado plenamente su presencia y que ha sido camino de ida y vuelta de Dios a los hermanos y de los hermanos a Dios.

Con este texto del bautismo de Jesús, los evangelistas inician el relato de su vida adulta, en la cual se nos regala reflejarnos –todos nosotros somos adultos- para vivir una vida semejante a la de Jesús. Porque cuando estamos centrados y vivimos en lo esencial, sabemos que Jesús es la vida, y queremos ser semejantes a Jesús.

Te dejo un poema bellísimo que habla de nuestro gran deseo de Jesús (el que tienes o el que deseas llegar a tener):

Dios ha venido a casa, desdiciéndose de su gloria.
Ha pedido permiso
al vientre de una niña sacudido por un decreto del César,
y se ha hecho uno de nosotros:
un palestino de tantos en su calle sin número,
semiartesano de toscos quehaceres,
que ve pasar los romanos y los vencejos,
que muere, después, de mala muerte matada,
fuera de la Ciudad.

Ya sé
que hace mucho
que lo sabéis,
que os lo dicen,
que lo sabéis fríamente
porque os lo han dicho con palabras frías…

Yo quiero que lo sepáis
de golpe,
hoy, quizás
por primera vez,
absortos, desconcertados, libres de todo mito,
libres de tantas mezquinas libertades.

Quiero que os lo diga el Espíritu
¡como un hachazo en tronco vivo!
Quiero lo sintáis como una oleada de sangre en el corazón de la rutina,
en medio de esta carrera de ruedas entrechocadas.

Quiero que tropecéis con Él

como se tropieza con la puerta de Casa,
retornados de la guerra,

bajo la mirada y el beso impaciente del Padre.

Quiero que lo gritéis
como un alarido de victoria por la guerra perdida,
o como el alumbramiento sangrante de la esperanza
en el lecho de vuestro tedio, noche adentro, apagada toda ciencia.

Quiero que lo encontréis, en un total abrazo,
Compañero, Amor, Respuesta.

Podréis dudar de que haya venido a casa,
si esperáis que os muestre la patente de los prodigios,
si queréis que os sancione la desidia de la vida.
Pero no podéis negar que se llama Jesús, con patente de pobre.
Y no podéis negarme que Lo estáis esperando
con la loca carencia de vuestra vida repudiada
como se espera el aliento para salir de la asfixia
cuando ya la muerte se enroscaba al cuello,
como una serpiente de preguntas.

Se llama Jesús.

Se llama como nos llamaríamos
si fuéramos, de verdad, nosotros.

Pedro Casaldáliga

Imagen: Ronaldo Arthur Vidal, Unsplash

 

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