En estos días de Navidad, seguramente nuestros corazones, su orientación, cambia. No estamos pensando tanto en el trabajo, en la falta de él, en si tu niño manifiesta síntomas de, si no tienes amigos… Es verdad que los problemas no desaparecen, pero sí se resitúan: esta fiesta tiene tanta fuerza en nuestra cultura -a nivel social, familiar, muchas veces personal- que todo parece relativizarse a su luz (esto ya nos indica algo bastante interesante, y es que si hay una fuerza que nos hace relativizar los problemas o el modo cómo tratamos las cosas en general, es posible que también haya otros argumentos que, pasados estos días, podemos hacer la misma función. Pero eso no nos toca ahora).
Estos días nuestra atención se orienta de otro modo: hay otro ambiente en la calle, otras conversaciones, otras expectativas, quizá algunas ilusiones, una profundidad espiritual en algunos casos… cosas que normalmente no estaban en primer plano, ahora sí lo están.
Sin embargo, los invisibles siguen siendo invisibles. Todos tenemos nuestros invisibles: para uno son los mendigos que parecen aumentar de número en las aceras de nuestras calles; para otros los invisibles son aquellos a los que de normal no veíamos y ahora, un poco o muy deslumbrados por las luces y las felicitaciones, vemos todavía menos: los que están en la cárcel, en los hospitales, los que no volverán a casa porque nadie les acoge… y si antes no sabíamos qué hacer con las noticias acerca de los desplazados, acerca de tantos hombres y mujeres que llegan a nuestro país en pateras, en camiones; si no sabíamos qué hacer con la pobreza, la soledad, la tristeza mortal… ahora… mucho menos.
Olvidados, invisibles.
Sin embargo, nuestro Dios se ha hecho uno de ellos. No cabe celebrar la Navidad, no tiene sentido celebrar a un Dios que se hace niño, que se hace exiliado, que viene a nuestro mundo lleno de mal y de muerte para transformarlo desde dentro, y dejar de mirar todos estos sufrimientos de los que Él se ha hecho solidario.
Qué preciosa -no tan acomodada, sin duda- sería una Navidad en la que celebráramos a Dios experimentando algo, un poco, de lo que él ha experimentado: de ese venir a nuestro mundo y aceptar, para nacer, el lugar que te toca; celebrando el nacimiento de un niño por lo que el niño es, y no por todos los “aderezos” de alrededor; celebrando esta lógica en la que Dios recibe adoración de quienes no se esperaba y es temido por los que parecen fuertes, celebrando esta lógica en la que Dios ha querido ser anunciado por una estrella y ser conocido solo en el secreto de los corazones… si tu Navidad tiene algo de esto, no lo pierdas… por esta puerta desconcertante te abres a la vida de nuestro Dios, a la salvación que nada tiene que ver con el ruido, la comida, los regalos o las luces. Por esta puerta se nos abre la mirada al amor, a la adoración, a la pobreza y a la invisibilidad. Parece un camino poco deseable, y sin embargo… es el camino que hace a nuestro mundo dichoso de verdad.
Deseo de corazón que el pararnos a contemplar al Niño de Belén transforme nuestra mirada en relación a todos esos invisibles que encarnan, por Él, la buena noticia.
Deseo que este sea, y ya para siempre, tu momento de nacer a una vida más verdadera. Que este año sea para ti Nacimiento, Navidad.
Y te enlazo a este vídeo que, esta vez en el rostro de una niña, tiene el poder de hacernos mejores: Feliz Navidad
Imagen: Wadi Lissa, Unsplash