Tiene 20 años y se llama Fabia. Está de Erasmus en Bucarest, Rumanía. Hace aún pocos días, en clase de Química Inorgánica, el profesor preguntó si había alguna persona creyente en el aula. Entre sus cuarenta y cinco compañeros, solo Fabia levantó la mano. El profesor siguió hablando: felicitó a Fabia por mantener la fe en esta sociedad que se construye ajena a Dios. Les dijo que él había tenido fe y la había perdido, y que lo que más deseaba, era que se la devolviera. Pidió a los alumnos un aplauso para Fabia, y la clase continuó.
Conozco a Fabia, y diría que Fabia conoce a Dios. Dios para ella indudablemente cercano, incuestionablemente real. Quizá ella no se ha reconocido en la “valentía” que celebraba el profesor, porque tiene una certeza dentro que la sostiene. Aunque, sin duda, hay valentía en afirmar lo que una cree cuando los demás no lo ven del mismo modo, me parece que lo que levantó su mano fue más bien la evidencia: la evidencia del amor con que Dios la ha amado desde pequeña, la evidencia de haberlo reconocido presente en muchas situaciones de su vida, la evidencia de haber crecido en una familia en la que Dios era real y formaba parte de la vida. Una evidencia más natural, más inmediata que el miedo a ser distinta, a no ser comprendida, a ser la única.
También tú tienes experiencia de algunas evidencias. Esas certezas de las que en tu interior no puedes dudar, aunque no sepas explicarlas. Y seguramente, tú también llamarías cobardía a no levantar la mano cuando te preguntan por tus evidencias. En aquella clase, ¿seguro que no había nadie más que hubiera tenido evidencia de la presencia de Dios en algún momento de su vida? Igual no. Pero lo dudo, viendo el deseo que Dios tiene de venir a nuestra vida, pues vive para salir al paso de lo que somos, de lo que llegaremos a ser.
Tiendo a pensar que en algunos corazones había algo de esa evidencia. Pero se daba de otro modo: se daba mezclada con el miedo, o con las dudas, o con la dificultad de expresar lo propio o… En Fabia, la evidencia era tan luminosa que levantó la mano, y lo que se ve desde fuera es que ha sido valiente.
Eso que mueve tu mano, es lo que te hace vivir. Así que importa saber qué es lo que te mueve, ¿verdad? A veces me admiro de la valentía porque “yo no me hubiera atrevido”, o porque es más fácil reconocer la valentía que la certeza… sin embargo, esa certeza que no se ve es la que mueve a la valentía, que se ve y se admira.
¿Cuáles son tus certezas? ¿Te sostienen en lo que crees? ¿Te llamas valiente cuando actúas desde la certeza, o te llamas… bendecida?
Está muy bien la valentía, que hay que conquistar. Pero yo creo que es mucho mejor la certeza, que nos la regala Dios y es capaz de moverlo todo.
¿A ti qué te parece? ¿Qué deseas más: certeza, o valentía?
¡Cuéntanoslo en los comentarios…!
Imagen: Tyler Nix, Unsplash