El aire era cada vez más luminoso: como si se hubiese prendido fuego por algo. A cada respiración mía acompañaba un nuevo sentimiento, de terror, de alegría, de arrolladora dulzura. Sus flechas se me clavaban más y más dentro. Me estaban deshaciendo. No era nadie. Pero esto no es decir mucho: de hecho, incluso Psique, en cierta medida, no era nadie. La amaba como una vez había creído que no se podía amar; habría muerto cualquier muerte por ella. Y pese a todo, no era ella, ahora no era ella quien de verdad importaba. O si importaba (y, oh, gloriosamente sí importaba) era por causa de otro. La tierra, las estrellas, el sol, todo lo que fue o será, existían por su causa. Y ya llegaba. Lo más horrible, lo más hermoso, el único horror y hermosura que existe, ya estaba aquí. Los pilares del otro extremo del estanque se ruborizaron al ver que se acercaba. Yo bajé la mirada.
Dos figuras, dos reflejos, sus pies a nuestros pies, estaban allí plantadas, la cabeza inclinada mirando el agua. Pero ¿quiénes eran? ¿Dos Pisques, una vestida, otra desnuda? Sí, dos Psiques, las dos hermosas (si es que eso tenía ahora alguna importancia) más allá de lo imaginable, aunque no exactamente iguales.
– Tú también eres Psique –se oyó decir a una voz potente. Alcé entonces la mirada, no sé cómo me atreví. Pero no vi ningún dios, ningún estrado con pilares. Estaba en los jardines de palacio, con mi absurdo libro en la mano. La visión del ojo se apagó, al parecer, un momento antes de que el oráculo se extinguiese para el oído. Pues las palabras aún se oían.
(…)
Ahora sé, Señor, por qué no te pronuncias. Tú mismo eres la respuesta. Ante tu rostro los interrogantes se desvanecen. ¿Qué otra respuesta nos iba a colmar? Tan solo palabras, palabras; palabras que luchan con otras palabras.
C.S. Lewis, Mientras no tengamos rostro