“¿Qué es para mí la Eucaristía?” es una de esas preguntas importantes, de las que no exigen respuesta. Una de esas preguntas a las que cada vez que te asomas algo dentro de ti se acrisola. Una de esas preguntas que se hacen compañeras de vida. Es también una pregunta difícil porque preguntarse por la Eucaristía es preguntarse por Dios mismo, y quizás, cuando hablamos de Dios lo más auténtico que podamos decir queda abrazado por un misterioso silencio. No es fácil de responder, pero voy a intentarlo.
Últimamente, lo primero que me nace cuando trato de responder a la pregunta es que la Eucaristía es Navidad. Es Dios con nosotros. Está habitada por una promesa: yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo. No es un consuelo hueco, sino la certeza de que, incluso hoy que todo parece oscuro, hay una chispa que no se apaga. Es el rescoldo de una hoguera encendida hace milenios, que atraviesa el tiempo para recordarnos que el amor no se rinde. Es el amor de lo invisible hecho carne, la gloria de lo pequeño, la fidelidad que se nutre de renuncias. Es una danza sutil en la que se invita a abandonar lo superfluo para abrazar lo esencial, a renunciar a lo pasajero y a entregarse a lo que permanece. Como el viento que lleva semillas invisibles, este misterio trae la memoria de un Dios que no abandona, sino que se entrega, una y otra vez, en el gesto más frágil y humano: compartir el pan. No es un consuelo abstracto, sino la certeza de que la fragilidad humana no es un obstáculo para el amor, sino el lugar exacto donde se revela su fuerza. Como el vino, que guarda en su esencia la memoria de la uva pisada, la Eucaristía es promesa: lo que hemos vivido no se pierde, sino que es llevado a la plenitud.
La Eucaristía es un Tú que susurra, una voz que no se impone, sino que se ofrece. Es un Tú que quiere ser un nosotros, una Vida que quiere vivir sus minúsculas. Como una semilla que guarda un bosque en su interior, la Eucaristía contiene la promesa de que la vida no termina en sí misma, sino que brota hacia un nosotros mayor. Es un puente entre nuestra soledad y la plenitud de un nosotros que late en lo más hondo. Es el encuentro donde lo divino no se impone, sino que se deja encontrar, como un amigo que camina a tu lado sin prisa, compartiendo el peso del camino. Por eso, al acercarnos, no lo hacemos para recibir, sino para reconocer. Es como la luz que atraviesa una ventana: no se ve la luz misma, sino el espacio que ilumina. Así, la Eucaristía no se explica, sino que se vive en la entrega de lo pequeño. En el pan partido, en el vino derramado, se escucha un eco: no busques milagros lejanos; mírame en lo frágil, en lo que se rompe y se da.
¿Y si la Eucaristía fuera también un espejo? No uno que refleje lo que somos, sino lo que podríamos ser: un tejido de encuentros, donde el dolor y la alegría se entretejen sin negarse. Es el lugar donde el yo se desvanece para dar paso a un nosotros que no se construye con palabras, sino con el silencio de las manos que se tienden. Un abrazo que no borra las cicatrices, pero las ilumina y las carga con ternura. Es la presencia de un Dios que no abandona, sino que se hace migaja y gota, fragilidad que sostiene la fragilidad
Y al final, queda la certeza de que este encuentro no es un final, sino un umbral. Un umbral donde lo efímero y lo eterno se tocan, donde la soledad se deshace en comunión. No es un ritual, sino el latido de un Dios que prefiere hablarnos en susurros, a través de lo que parece insignificante, para recordarnos que el amor no es una idea, sino un gesto: el de un Tú que siempre quiere ser un nosotros.
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