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Responder a la pregunta: ¿quién soy? (I)

En la entrada anterior reconocíamos las etapas del proceso que nos lleva a alcanzar nuestra plena identidad, y veíamos que ese “ser lo que somos” se realiza en plenitud ante el rostro de Jesús, en relación con Jesús, que se nos va desvelando como nuestro rostro más pleno, a nivel humano y a nivel creyente.

Seguramente, esta afirmación despertará en nosotros muchas resistencias. Quizá nos parece más bien prepotente afirmar, para todos los seres humanos, que el referente universal sea Jesús de Nazaret; quizá porque decir que nuestro rostro más pleno es Jesús de Nazaret te está sonando a que tú no tienes identidad propia, o algo así; puede sonar a alguna clase de “chauvinismo cristiano” que no es muy aceptable en nuestro tiempo… Pero no, no es nada de eso. Reconocer que nuestra humanidad ha sido hecha a imagen de Jesús, la Palabra creadora, es algo que va descubriendo la fe. Lo que descubre la fe, ese “fondo” en el que todo descansa, nos revela el sentido de todo lo demás, pero es un sentido que sostiene a lo demás, y no se impone ni se puede explicar: cuando se te revela, te admiras, contemplas, y como mucho, señalas la luz que ha aparecido en esa dirección. No es una verdad para “usar”, sino para contemplar, para dejarse iluminar por ella. Como todo lo que descubre la fe, no tiene el tono ni el sentido defensivo con que escuchamos este tipo de afirmaciones creyentes desde “fuera” de la fe –“fuera” puede ser desde la no fe, y “fuera” puede ser también el acercarse de modo intelectual a los contenidos de fe-. Aunque no nos detengamos en ello ahora, sí lo aclaro porque me gustaría que esta referencia –la luz de la fe- que va a guiar la reflexión que haremos esté claramente destacada como horizonte, como lo que ilumina de fondo y va atrayendo las miradas a medida que descendemos por este pozo, a medida que ahondamos.

En cuanto al tema que sí vamos a ver hoy, y ya nos dejamos de aclaraciones, nos centrará en la pregunta que cuestiona, de una manera u otra, a todos los seres humanos en algún momento de nuestra vida. Es una de esas pocas preguntas en las que nos va la vida. Una de esas pocas preguntas difíciles y apasionantes que los seres humanos hemos de responder, y que en algunos momentos, en algunas encrucijadas, nos atraviesan de parte a parte: ¿quién soy?

Aquí nos detenemos un momento para ahondar en la respuesta a la pregunta. Nos vamos a fijar ahora en la importancia que los encuentros, las relaciones, tienen en nuestra vida. Las relaciones, las profundas como las superficiales, las auténticas como las que nos hacen fingir y ocultarnos, son una ocasión como pocas para descubrirnos a nosotros mismos, normalmente de modo parcial. Y alguna vez, sólo alguna vez, la relación nos revela a nosotros mismos de modo total: ese momento en que nos revelamos en lo que profundamente somos. Esto es lo que va a suceder a la samaritana en su encuentro con Jesús.

A nivel humano natural, las personas descubrimos quiénes somos en la relación con los demás. Luego hace falta volver sobre el propio interior para discernir lo que sucede en dichos encuentros, en las situaciones de todo tipo que se dan cuando nos encontramos, cuando nos desencontramos. Pero lo primero que hace falta para conocernos es mirarnos viviendo, mirarnos en relación con otros y detenernos después para descubrir lo que se despierta ahí. En la relación con los otros, cercanos y lejanos, con los que nos gustan y los que nos desagradan, o nos hacen temer o nos temen, en las relaciones estrechas y en los intercambios anónimos van saliendo a la luz nuestros modos de ser, nuestras reacciones espontáneas, las estereotipadas, las que nos muestran según nuestra mejor luz y las otras… haz la prueba: en los encuentros que hoy has vivido, en las situaciones que se han dado, ¿cómo has estado? Y después, ¿qué dice esto de ti, cómo te conecta con la persona que eres?

Para que no se quede en palabras, vamos a hacer ahora mismo un ejercicio que dé carne a lo que estamos diciendo. Vamos a suponer que, en dos encuentros que viviste ayer te has visto como una persona irritable e impaciente, a pesar que el “discurso oficial” que te has hecho sobre ti misma es el de una persona ecuánime, abierta, y tan comprensiva que nunca se ofende ni se altera. A la vez, reconociendo esto que ha sucedido hoy y volviendo a tu interior cuando tengas ocasión para preguntarte por ello, puedes descubrir distintas cosas: a) que estoy irritada de fondo por cansancio o por una tensión que no resuelvo, y eso me tiene alterada todo el tiempo; b) que esas personas en concreto me irritan, y ha coincidido que han sido dos de los que me irritan… y quizá tenga que concluir que mi supuesta ecuanimidad, por mucho que me atraiga, tiene buena parte de pose; c) que no ha sido por esas dos personas, sino por el tema que hablábamos por lo que me he alterado, lo que me lleva a descubrir que me altero mucho con la mentira, que se ha manifestado en ambos casos.

Una vez que volvemos a nuestro interior y descubrimos cuál es el motivo de esta irritación repetida, lo volvemos a contrastar con los hechos para comprobar nuestra hipótesis. Si se comprueba, ya sé un poco más acerca de quién soy, y a la vez, sabré un poco más acerca de quién quiero llegar a ser.

De este ejemplo que sucede entre nosotros descubrimos varias cosas:

  • que el conocimiento de nosotros mismos no tiene que ver con saber, sino con vivir.
  • que nos conocemos cuando, en la vida, nos vemos vivir y contrastamos esos hechos con lo que en nuestro interior reconocemos como nuestro yo más auténtico –a la medida que este yo se nos vaya revelando-, que hace de referencia fundamental de nuestro examen, de nuestro vivir.
  • que ese conocimiento parcial, puntual y a menudo sesgado de nosotros mismos, si lo hacemos con constancia, va dejando caer lo que no es y nos va mostrando parte de nuestra verdad interior.
  • que está muy bien encontrar alguna persona que te haga contraste para que te conozcas mejor. Igual que nosotros nos conocemos al vivir, otros también nos conocen mientras vivimos, y algunas de esas personas están en situación de devolvernos una imagen de nosotros mismos que enriquece mucho la nuestra.
  • que a través de todas esas situaciones y encuentros parciales, limitados, fugaces y sesgados, vamos accediendo a nuestra profundidad, a nuestro verdadero yo.

Esto es lo que sucede a nivel humano natural que, como ya hemos visto en otras ocasiones, es el humus en el que arraiga la humanidad según Jesús.

Lo que aquí tenemos es, también, un encuentro. Un encuentro por el cual la mujer se va a conocer a sí misma mejor de lo que se conocía, y se va a conocer en lo que no podía imaginar, a partir del encuentro con Jesús. Vamos a verlo, y vamos a ver cómo nuestro quién soy descubre dimensiones nuevas al encuentro con la persona de Jesús.

Cuando Jesús le pide de beber, la mujer le responde: ¿Cómo es que tú, judío, te atreves a pedirme agua a mí, que soy samaritana?

Nos podríamos preguntar ahora –como hacemos con las respuestas nuestras que nos parecen importantes, o torpes, o que nos vuelven por lo que sea-, qué dice de la mujer esta respuesta que acaba de dar a Jesús. Puede ser admiración ante un hombre más libre que los que conoce; puede ser provocadora, retadora, resentida incluso; puede ser evasiva, porque no le quiere dar agua; di tú alguna otra cosa más que te ayude a entrar en el diálogo y nos sirva para comprenderla… no lo sabemos, porque la respuesta de Jesús la colocará en otra parte. Sea lo que sea, vemos que ya en este primer “asalto”, al encontrarnos con otros seres humanos sale lo que llevamos dentro.

Otra cosa que descubrimos los humanos en esto de la relación es que los encuentros con otras personas sacan a la luz aspectos nuevos o diferentes de nosotros mismos. En este caso, ante el deseo infinito de Jesús que le ofrece mucho más de lo que puede incluso imaginar, la mujer ya no se muestra tan segura, sino que reacciona de otro modo -¿temeroso?, ¿humilde?, ¿desconcertada?, ¿interesada?, ¿defensiva?…- muy diferente del primero. Seguro que tú también te reconoces en esta complejidad, ¿no es así? Reaccionas de un modo primeramente y luego, en cuanto conectan con algo tuyo muy íntimo, casi siempre oculto, sale de ti algo nuevo, un modo de ser que no conocías y que quizá te gusta más que el de casi siempre, pero no sabes ser de ese otro modo; no sabes siquiera cómo hacer para que salga más veces…

Y es que, cuando decimos “¿quién soy?” tenemos que reconocer que, además de lo que reconocemos de nosotros mismos está lo que desconocíamos y lo que desconocemos, el misterio que somos…

Puedes volver a tu interior y…

Escucha  –durante tres o cuatro minutos- tu interior y reconoce qué te produce, de modo global, lo que acabamos de decir acerca de nuestro mundo de relaciones.

Reconoce cuánto sabes de ti y cuánto se te oculta. Reconoce también de qué modos puedes ponerte en camino para este reconocimiento: ¿un test de personalidad, hacer eneagrama o ir a terapia para descubrir de modo general quién eres? ¿empezar a escribir un diario como modo de conocerte más en profundidad? ¿preguntar a los que te conocen para que te digan cómo te ven? ¿preguntar a esas personas que temes preguntar porque ven de ti lo que tú no quieres ver? ¿hablar con Dios de todo esto, puesto que te conoce mejor que nadie? ¿qué otras propuestas…?

Resuena, con alguna de estas propuestas y actualiza tu respuesta personal a la pregunta: ¿quién soy?

Descubre a qué horizonte te abre hoy el deseo de conocerte: ¿te centra sobre ti, te lleva más allá de ti en clave de dones, de autoafirmación, de entrega, de abandono? ¿Te lleva a Jesús?

Lánzate a ser quien eres desde (toda) la verdad que ahora ves, desde (toda) la libertad que ahora tienes.

La imagen es de Zach Guinta, Unsplash

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