Seguimos profundizando en el encuentro entre Jesús y la samaritana desde donde lo dejamos la vez anterior. Si recuerdas… después de ofertarle esa agua que Jesús desea ardientemente darle, Jesús renueva su ofrecimiento de modo más personal y más inmenso. Un modo tan enorme que sobrepasa las fronteras de lo humano natural (nunca más volverá a tener sed… se convertirá en su interior en un manantial del que surge la vida eterna) y le confronta con lo divino que se revela así como nuestra verdadera capacidad. Le confronta con el don de Dios que quiere plantarse en sus entrañas y desde ahí, ensanchar sin límites esta existencia que tendemos a vivir limitada.
Decíamos antes que Jesús le va a revelar dimensiones de su ser que no podía imaginar. Dimensiones que desbordan toda medida conocida y la emplazan a deseos que desbordan los nuestros y nos hacen temer. Por medio de ellos, el quién soy se descubre no sólo como aquella realidad estática que tenemos que descubrir, sino como una realidad dinámica, que se va construyendo al encuentro con los otros y que se despliega y se revela de modo nuevo, de ese modo que intuyes y que no habrías podido sospechar, al encontrarte con Dios.
Una pregunta que surge aquí es: si Jesús, el Mesías, el Hijo de Dios, dice que mi vida es capaz de albergar un manantial del que surge la vida eterna y yo le creo, mi vida queda redefinida de dos modos: porque me relaciono de este modo nuevo que es la fe, y porque para hacerlo he de dejar atrás mi antigua definición de persona limitada y tengo que comprenderme en adelante como sujeto temporal-que-contiene-vida eterna.
Al responder a Jesús Señor, dame esa agua, me descubro consintiendo, moviéndome según esa fe y ese deseo que supera todo lo que puedo conocer y conquistar. Ese deseo y ese consentimiento me colocan en otra parte, me revelan como otra persona: no “otra” porque dejo de ser yo, sino “otra” porque me descubro llamada a albergar en mi interior un manantial que me hará fecunda por encima de toda medida, y lo hace de un modo que resitúa todo lo que había llamado “yo”. A pesar, ya lo comentábamos, de la ambigüedad de nuestros motivos para decir que sí, el sí ya está dicho, y si seguimos consintiendo, el camino de despliegue del propio yo va a venir definido en adelante por este manantial que viene de un suelo más fecundo que el nuestro y que puede realizar la mayor fecundidad posible.
Seguro que te imaginas las transformaciones que va a tener que sufrir este yo para que se dé esto que decimos…
Me conozco como deseo, y deseo que me desborda y me plenifica, a la luz del deseo de Jesús. Pero el deseo de Jesús me revela como habitada por unos anhelos, tan profundos como yo misma y que sólo por Jesús reconozco presentes en mí. Anhelos que no está en mi mano realizar y que por ello, me sitúan existencialmente en otra clave. En clave de confianza, en clave de obediencia, en clave de abandono que no son ya exigencias ni imperativos, sino la lógica del amor. Aquí, la relación con Jesús empieza a ser clave. Ya no soy un “yo” enfrentada o afirmada frente al “tú” de Jesús. Las tornas han cambiado: al consentir en su deseo, al desear lo que él me ofrece tanto como para consentir en ello, me pongo en sus manos para que él empiece a realizar el cambio que me transformará, de sujeto inconsciente respecto del propio camino y del propio sentido, en ser humano capaz de danzar con Dios, de danzar la danza de Dios, porque su música resuena en mí hasta hacerme melodía suya.
El proceso que sigue, del que ya hemos hablado en la entrada anterior, es el que va a ir sacando de mi pozo los deseos frustrados, insuficientes, insatisfechos; a lo largo de los años, la relación con Jesús, por caminos tan diversos como la misma vida, va a ir iluminando todas las dimensiones de mi existencia, que paso a paso –también puede ser de golpe, en muy poco tiempo- quedarán del mismo modo atravesadas por Dios; me irá mostrando, en la relación con Jesús, cuál es el rostro de Dios (judío-Señor-profeta-Mesías) y me mostrará progresivamente cómo se contempla la vida desde la mirada de Dios. Desde ella caerán los modos antiguos de mirar, modos defensivos u ofensivos, los modos que se arraigan en tradiciones humanas y no en la voluntad del Padre, al que aprenderás a obedecer con corazón libre y apasionado, el modo que ves que se da Jesús.
Puedes hacerte una idea del modo como todas estas experiencias, toda esta liberación, y sobre todo, esta relación con Jesús va a ir transformando tus modos de mirar, de ser, tu valoración de la realidad, tus intereses y expectativas en relación a ella. Puedes imaginártelo, quizá, pero, ¿te haces idea de la transformación que todo esto que decimos operará en la persona que eres? Y más aún, ¿puedes captar que la persona así transformada es más ella misma que nunca?
La relación con Jesús irá creciendo, y al contacto con él, tu vida se irá haciendo progresivamente amor por él. Amor concreto, que prefiere con sus preferencias y desea según su deseo. Amor concreto también de él hacia ti, que al hacerte suya te hace más libre y más tú, más única que todo lo que hubieras podido imaginar que podías llegar a ser. Asimétrica como siempre va a ser, Jesús también se entrega a sí mismo en la relación que mantienes con él, hasta el punto de revelársete él mismo. Y entonces, ¿sabes qué le hace a tu yo el amor del Hijo de Dios, la revelación de sí mismo que te hace? ¿Sabes cómo saltará tu yo en pedazos cuando se encuentre con el gozo de ser en Él?
De tal modo habitada, de tal modo poseída, amada, colmada por este amor, igual olvidaste aquellas promesas de juventud, aquel agua que salta hasta la vida eterna. A lo largo de este camino que dura toda la vida, tu persona ha sido transformada, liberada del pecado, de la ley, de tantas cadenas, y ese espacio vacío ha sido habitado por Jesús, por su deseo, que es tu deseo. La liberación no ha sido tanto el que se cayeran las cadenas, sino el verte libre para adorar al Padre, para comprender la vida a la luz de la salvación de Dios, libre para vivir esperando que Dios venga y rompa el velo, encontrarte con él para siempre. La vida no ha sido sólo el verte salvada, sino sobre todo, el vivir semejante historia de amor con el mismo Jesús.
Y así, cuando menos pensabas en ello, descubriste que aquel manantial ya manaba en tu interior. Habías ido descubriendo quién eras al contacto con Jesús, con su persona y con lo que la relación cada vez más íntima con él iba haciendo en ti. Ahora vives unida a él por amor, unida como dos que, sin perderse, se hacen uno. Unida a Jesús y más tú que nunca, tu solo deseo es secundar el impulso del Espíritu que te mueve desde dentro y que reconoces y atiendes, en todo lo que puedes percibir. Así, colmada, descubres que este manantial de vida eterna mana en tu interior y te lleva a los hermanos. Así fecunda, no deseas sino derramar tu fecundidad sobre ellos.
Cuando vuelves a ellos después de todo este tiempo, no eres la que eras: la que eras se había quedado en aquella mujer buscadora, o insatisfecha o descreída que tuvo cinco maridos. Ahora eres la que ha sido amada por Jesús, y tiene el corazón sellado para siempre.
La que eras distinguía entre judíos y samaritanos, y hacía muchas otras separaciones más. La que eres vive unida a Jesús, vive en comunión más estrecha cada vez.
La que eras vivía constreñida por el juicio de los otros, por su pasado, por sus acciones. La que eres no juzga siquiera su propio pecado, pues ha sido ocasión de salvación.
La que eras podía pronunciar, como mucho, un sí ambiguo, más interesado en la comodidad inmediata y chato para lo más. La que eres se baña cada día en el sí de Dios que ha hecho de ti un sí.
La que eras tenía un cántaro y lo llenaba con un agua que no quitaba la sed. La que eres alberga un manantial en su interior, que salta hasta la vida eterna.
Decíamos al comienzo que a la pregunta “¿quién soy yo?” hemos de responder, a nivel humano natural, en primera persona. Esta misma pregunta, como hemos visto, coge otra densidad si hablamos de ser ante Dios. Jesús nos revela lo que somos… porque es en el encuentro con él donde se nos revela lo que estamos llamados a ser.
Puedes volver a tu interior…
Escucha –durante algunos minutos, mejor si es más, cuando empiezas a notar que el silencio te atrae- tu interior y reconoce con qué ha resonado de lo que acabas de leer. Qué dice esto de ti.
Reconoce quién eres hoy, según las relaciones que te han configurado a lo largo de la vida: familiares, sociales, culturales; encuentros significativos y aquellos otros más impersonales… reconoce si te ha configurado, y cómo, la relación con Jesús: ¿es tu relación con él, o la suya contigo, tan significativa como lo ha sido para la samaritana? ¿Qué ha hecho en ti la relación con Jesús? Si no ha hecho nada, ¿es una relación real? Si ha hecho tanto, ¿cómo es que no es el centro?
Resuena con la mirada de Jesús sobre ti. Con sus palabras, con lo que va haciendo (o tirando) en tu vida.
Descubre quién eres a la luz de la mirada humana natural; quién eres cuando te ves desde la mirada de Jesús.
Lánzate más allá de ti: cree en las promesas que te hace Jesús; atrévete a decirle que sí; deja que te haga entera de nuevo, si es preciso; deja que caiga el modo viejo de ver la vida y te dé a cambio el suyo; desea, como él, adorar al Padre como el Padre quiere ser adorado; abraza a Jesús… tu corazón lo anhelaba desde siempre; corre a anunciar esta salvación a tus hermanos.
La imagen es de Lotte Meijer, Unsplash
Realmente la vida adquiere una dimension de eternidad nunca imaginada. Que hermoso si descubrimos que El Señor quiere ser el centro de nuestra vida, nuestra identidad mas profunda. Ojala nuestro corazon se encuentre receptivo y abierto para dejarse habitar por El, para ir descubriendo ese manantial que quita la sed, manantial de aguas que brotan hasta la vida eterna, ya en nuestra vida sencilla de cada dia.