¿Te has fijado cuántas veces, en nuestras conversaciones habituales, contamos con el mal, con la ruptura, con la muerte? Un día es que tu hijo, tu querido hijito te viene llorando porque le han pegado, y loca de ira, le enseñas a responder igual: “pues pega tú también”. Y luego, cuando vas al trabajo, si lo tienes, y el jefe o una compañera hacen algo que te desagrada, respondes de idéntico modo, ahora civilizado: te golpeo con mi indiferencia, con mi agresividad pasiva o con mi lentitud. Hasta las cosas más pequeñas, como que vayas por la calle, pises una baldosa suelta y te salpique el agua que se había colado despierta nuestra agresividad, que caerá antes o después sobre el primer incauto que venga, más si es alguien que nos saluda alegre…
Y esto, por hablar de las cosas pequeñas. Pero con las grandes pasa igual. Nos acostumbramos a contar con el mal, nos hacemos a su mirada y a su presencia. Se nota en que la ruptura, la desconfianza, el miedo, la violencia desproporcionada se convierten en el modo normal de nuestra respuesta: cuando escuchamos que en una familia no se hablan porque uno dijo y el otro contestó, o no lo hizo… cuando alguien mira mal a otro para siempre porque en aquel momento en que yo necesitaba este no estuvo, o no hizo…
Hay una respuesta contra el mal que es sana, sea reactiva, sea agresiva. Indica que somos capaces de reaccionar ante él. Pero hay otra respuesta, más sutil, que indica que ese mal se ha apoderado de nuestro corazón, de nuestra mente y de nuestras entrañas. Ese mal, entonces, nos hace mirar mal, pensar mal, sospechar y temer o maquinar planes de defensa o ataque, rememorar, revivir heridas, ofensas, desgarros que se han hecho grandes de tanto mirarlos… eso es muerte.
El mal es más contagioso que el sarampión. Más pegajoso que la miel. Más grasiento que el chapapote. Más sutil que el aire. Más insidioso que el miedo. Se te pega, y te hace mirar como él dice. Te hace mirar amenaza, responder amargura, contar con la fractura como posibilidad inmediata, a la mano.
Me pregunto si nos damos cuenta de que el mal, ese mal que parece una salida tan accesible, tan tentadora en nuestras situaciones cotidianas, va llenando de muerte nuestro corazón y nuestra vida entera. Me pregunto si vemos que, cuando elijo desconfiar, se me queda la desconfianza como actitud; cuando decido vengarme de cada cosa que me hagan, soy yo, mis músculos y mis huesos y mi memoria y mi corazón, el que vive en pie de guerra; cuando rompo con cada persona que me hizo o me hace daño, soy yo la que se queda sola… sola en un lugar donde no alcanza el consuelo de las razones.
Claro que no digo que no hay que defenderse o responder al daño que padecemos. Hemos visto a Jesús, el ser humano que estamos llamados a ser, defendiéndose, denunciando, sacando a la luz el mal. Pero nosotros, que tenemos pecado, tendremos que estar muy atentos a ver desde dónde respondemos, desde dónde respondo: ¿respondo desde el deseo sano de defenderme, porque el mal es injusto y hay que combatirlo, en nuestra vida y en la de los otros? ¿Respondo desde el orgullo que hace infinita la falta que alguien comete contra mí, desde el miedo que me sugiere que el peligro se hará cada vez mayor… desde la mirada desproporcionada y desnortada que es signo de que el mal me domina?
Somos criaturas. Es decir, somos seres que no se han dado la vida, el espíritu a sí mismos. Como dice preciosamente T.S. Eliot, vivimos solo, solo suspiramos, conducidos por un fuego u otro Fuego. No somos principio de nada. Siempre vivimos de un espíritu que es más fuerte que nosotros. Puede ser el mal, este espíritu de muerte que nos va inoculando muerte hasta no poder ver otra cosa. Y puede ser el Espíritu de Dios el que conduzca nuestra vida.
“Tú eliges”, decimos tantas veces. ¿Tú eliges? ¿O hay que vivir vigilando para que el mal no nos domine, para que no nos impida elegir, dejarnos conducir?
Imagen: Colton Sturgeon, Unsplash