Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles (15,1-2.22-29)
Sal 66,2-3.5.6.8
Lectura del libro del Apocalipsis (21,10-14.21-23)
Lectura del santo evangelio según san Juan 14,23-29
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: “Me voy y vuelvo a vuestro lado.” Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, creáis que yo soy.
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El evangelio de este sexto domingo de Pascua nos anuncia el don del Espíritu Santo, que celebraremos el día de Pentecostés y que culmina este tiempo inmenso y dichoso que es la Pascua que seguimos celebrando. Para prepararnos al don del Espíritu que hace posible nuestro vivir creyentes, qué mejor que aprender de Jesús para qué nos quiere dar el Espíritu, y así, estemos dichosos y anhelemos recibirlo.
¿Asocias “Espíritu” a “dicha”? ¿Asocias “Espíritu” a “deseo intenso”?
En la vida nos encontramos con muchos interrogantes, ¿verdad? A veces no sabemos qué es importante o qué no; o vivimos de un modo que no nos convence, que nos hace sufrir incluso, pero no sabemos de fondo qué es lo que tendríamos que hacer, qué son en nosotras resistencias que se oponen a la vida, qué sería aceptar lo que hay y vivir gozando de lo que hemos recibido. No nos hermanamos con los pobres, no nos alegramos de lo que tenemos, sabemos que hay vida y no vivimos de ella, tememos la muerte y la rondamos a cada paso… experimentamos, en definitiva, la contradicción en nuestra vida y en las vidas de los que nos rodean, y no sabemos cómo hacer, cómo vivir… nos gustaría que viniera Jesús y nos dijera qué hay que hacer, pero sus palabras no nos parecen claras, no iluminan lo suficiente, no sabemos cómo interpretarlas para esta situación, o esta otra…
El Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. He aquí unas palabras que vienen de otra parte. Ante esa dificultad de vivir, ante la dificultad de interpretar o vivir de sus palabras, Jesús no nos dice que nos esforcemos más o que acudamos a un hermano que nos las aclare, sino que nos dice que nos enviará su mismo Espíritu, el que le ha habitado a él cuando vivía entre nosotros, que le ha movido a él cuando vivía entre nosotros. De tal modo que la misma luz que se manifestaba en Jesús, se manifestará en nosotros por su Espíritu, porque el Espíritu de Dios, presente en Jesús, nos lo enviará el Padre para que nos enseñe el sentido de todo lo que decía Jesús, para que dote de su luz propia a todos los momentos, a todos los conflictos, a todos los hechos de la historia.
En la vida, igualmente, nos encontramos a menudo con cosas que nos quitan la paz: a veces perdemos la paz porque escogemos lo que no da vida, porque nos enredamos en la mentira, porque nos dejamos enredar por el miedo, porque la angustia se apodera de nosotros o porque el deseo de tener, de aparentar, de alcanzar lo que hoy no se da pero nos gustaría nos arrebata esa paz en la que se puede vivir, en la que todo descansa.
Otras veces perdemos la paz porque nuestro corazón se ve oscurecido por guerras o anuncios de guerras, por las noticias de tantos sufrimientos graves que padece nuestro mundo, en los de cerca y en los de lejos; también se va la paz cuando la mirada se nos estrecha y nos quedamos bloqueados por el miedo a tal tarea que tengo pendiente, a este examen o a este conflicto que tengo con este hermano que no me quiere. Por eso también perdemos la paz.
Y Jesús, para todas esas situaciones, nos ofrece su paz: no os la doy yo como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Jesús, que ha vivido con nosotros y nos ha amado hasta dar la vida, nos promete su misma paz. Una paz que es compatible con los problemas, con los conflictos, con las dificultades y con el temor a la muerte. Una paz que no cierra los ojos a todas esas cosas, sino que las abraza y vence sobre todas ellas. Una paz, la paz que nos anunciaba el Resucitado el primer día de Pascua, que no tiene que ver con la negación del mal o el rechazo de los problemas, sino que vence en todo eso, y vence porque el Resucitado es el Crucificado que, acogiendo todo dolor, ha vencido a la muerte. Jesús nos ha ofrecido su paz, y nos recuerda ahora que esa paz es el modo de mantener el corazón firme ante las adversidades.
De nuevo, esta paz no es algo que podamos obtener por nuestras fuerzas, no es algo que podamos ir a comprar a ningún lado. La paz de Cristo es don que él otorga a nuestro corazón tembloroso, atribulado, atormentado, acobardado. Y como no sabemos recibirla, como nos cuesta creer y pedírsela a él, de nuevo… el Espíritu Santo lo hará en nosotros.
También en esto hemos de reconocer que nosotros no podemos. Y empezamos a intuir que Jesús nos ofrece su Espíritu para que venga a nosotros, y viva en nosotros, la vida que en verdad es Vida. Jesús ha resucitado y nos ha dado una vida nueva que, aunque visiblemente es como la antigua, es en realidad otra, es vida porque no se construye sobre nuestras fuerzas, sino sobre el amor a Jesús; no se asienta en nuestro miedo, que acobarda el corazón, sino que su suelo es el Padre de Jesús, que nos da su Espíritu; es una vida nueva porque no vive de estas categorías viejas, que no dan vida, sino de otras nuevas, las que nuestro amado Jesús nos ha dicho que vivamos: nos ha dicho que se va y que volverá a nuestro lado. En este tiempo en que esperamos que vuelva, le amamos y creemos en él viviendo como nos ha dicho.
Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, creáis que yo soy. Nosotros, creyentes del siglo XXI, con semejante “nube de testigos” a nuestras espaldas, con tantos hombres y mujeres que han celebrado y vivido a Jesús como el amor de su vida, podemos creer, por sus palabras, por tantos modos de amor que reconocemos en la historia, la voz de Jesús en medio de otras voces. Ahora mismo, en medio de nuestro mundo en el que escuchamos tantas voces, cada una de las cuales resuena de un modo diferente, ¿cómo reconocer la voz de Jesús entre todas esas voces? Nosotros no sabemos, nosotros no podemos… ¿cómo lo han hecho ellos?
Se han dejado conducir por el Espíritu de Dios que nos habita…
Ya ves que la vida cristiana que se nos ofrece para vivir es una vida nueva. Pero no nueva porque nosotros vayamos a hacerla nueva, sino porque la novedad del Espíritu de Dios, habitándonos y conduciéndonos desde lo profundo, hará nuestra mirada nueva, nuevo nuestro corazón y nuestra vida, que podrán así manifestar, en medio del mundo, la novedad de Dios, que proclamará, también a través de nosotros, su Voz…
Las lecturas del evangelio nos hablan también de esta acción del Espíritu. Es el Espíritu Santo el que enseña a los discípulos reunidos en Jerusalén cuál es la verdad cristiana en relación a los paganos, y es el Espíritu Santo la gloria de Dios que ilumina para siempre la nueva Jerusalén, la ciudad nueva de los rescatados por Dios, de los que han vivido dejándose conducir por su Espíritu…
¿Cómo te suena esto de que tu vida, que sueles gobernar tú (hemos de reconocer que no te sale tan bien), empiece a llevarla el Espíritu de Dios? ¿Qué tal si lo pedimos de aquí a Pentecostés, para que la vida nueva de la resurrección se haga visible en tu vida?
Otras pistas para reconocer el Espíritu de Dios: Tu voz—Salomé Arricibita
Imagen: André Benz, Unsplash