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Dones, sobreabundancia… el mismo Jesús

1ª Lectura: Lectura del libro de Isaías (62,1-5)

Sal 95

2ª Lectura: Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios (12,4-11)

Lectura del santo evangelio según san Juan (2,1-11)

En aquel tiempo, había una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda.
Faltó el vino, y la madre de Jesús le dijo: «No les queda vino.»
Jesús le contestó: «Mujer, déjame, todavía no ha llegado mi hora.»
Su madre dijo a los sirvientes: «Haced lo que él diga.»
Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una.
Jesús les dijo: «Llenad las tinajas de agua.» Y las llenaron hasta arriba.
Entonces les mandó: «Sacad ahora y llevádselo al mayordomo.»
Ellos se lo llevaron. El mayordomo probó el agua convertida en vino sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, pues habían sacado el agua), y entonces llamó al novio y le dijo: «Todo el mundo pone primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora.»
Así, en Caná de Galilea Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria, y creció la fe de sus discípulos en él.

Puedes descargarte el audio aquí.

Las lecturas de este domingo, a nivel existencial, hablan de dones. El don es algo que se nos da, algo que se nos regala y que, por su exceso, desborda a la persona que lo recibe y remite al Dador. Cuando reconoces tus dones sucede así: “no he hecho nada para pintar tan bien”, “no es mérito mío el tener mano para la cocina, o para los enfermos”; “mi inteligencia supera la media, siempre ha sido así”… a menudo nos apropiamos los dones, a menudo los vivimos como instrumento con el que nos adornamos o con el que compensamos carencias en otros aspectos… cuando aprendemos a mirar, no podemos dejar de reconocer que el don no es algo nuestro, sino algo recibido, algo “dado”, y que –si miramos aún mejor- reconocemos que recibe su sentido al darlo.

El otro presupuesto existencial que prepara el terreno para escuchar estas lecturas es el concepto de eso que llamamos “realismo”. En la vida estamos acostumbrados a la limitación (no tenemos más que pensar en el límite radical del que todos los demás son signo: la muerte), y por ello, “adaptamos” nuestra mirada a lo pequeño: a no esperar mucho, a prepararse “para el palo” cuando han venido algunas cosas buenas, a sentirte incómodo cuando la vida va bien… tenemos tan interiorizado que las cosas se acaban, que aunque deseamos mucho que la vida crezca y se ensanche y se despliegue, hay una herida en nuestro mirar: cuando la vida sale bien (esto incluye, desde luego, que haya problemas y conflictos en la vida…), desconfiamos y nos preparamos para la frustración.

¿No es así?

Nuestra comprensión natural, espontánea de los dones, así como esa mirada achatada por el peso de la vida que es, sin duda, “realista” a este mismo nivel humano natural, condicionan un modo de estar en la vida definido, sin duda, por esta mirada. Una mirada que, si bien es común, “la de todos”, nos dificulta mucho el captar el anuncio que las lecturas de hoy vienen a proclamar.

Para acercarnos a su mensaje, empezaremos en esta ocasión por la primera lectura, continuaremos con la segunda y llegaremos desde ahí al evangelio. De este modo podremos ver la progresión de esa sobreabundancia que desborda nuestro realismo y todas nuestras medidas, y podremos ver cómo esa sobreabundancia de los dones de Dios sobre nuestra humanidad culmina en Jesucristo mismo, el Don de los dones. Ojalá que el modo de mirar de estos textos de la liturgia de hoy ensanche nuestra mirada y nos vaya abriendo al mirar de Dios.

De la primera lectura destacamos, en esta clave, la predilección de Dios por nosotros su pueblo: Serás corona fúlgida en la mano del Señor y diadema real en la palma de tu Dios. Ya no te llamarán «Abandonada», ni a tu tierra «Devastada»; a ti te llamarán «Mi favorita», y a tu tierra «Desposada», porque el Señor te prefiere a ti, y tu tierra tendrá marido… la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo. ¿Qué hacen estas afirmaciones con quien no se valora o siente que ha fracasado, con quien experimenta la limitación de la vida o la pérdida de los proyectos y personas amadas? ¿Qué hace en nosotros, en definitiva, la promesa de Dios, que se cumple en la vida de cada uno de nosotros si nos atrevemos a creer?

La segunda lectura nos habla de cómo este Dios que nos ha dado su Espíritu, nos otorga sus dones por medio del Espíritu. De este modo, la comprensión de nosotros mismos queda profundamente transformada: no somos según la limitación del mundo, según lo que son nuestros aciertos o nuestros errores, sino que cada uno de nosotros está llamado a ser según el don que el Espíritu le ha concedido. Por lo tanto, nuestros dones, recibidos de Dios, están llamados a manifestar a Dios, y su sentido es manifestarlo en favor de nuestros hermanos, en favor del bien común. Cuánto cambia la perspectiva de lo que somos cuando nos vemos a la luz de los dones que todos y cada uno de nosotros hemos recibido de Dios. Cuánto cambia la mirada cuando los vivimos según el sentido para el cual los hemos recibido, para el bien común, lo que determina también el modo de relacionarnos. Y qué diferente es el planteamiento vital cuando la vida se entiende desde la esplendidez de dichos dones, y no desde la estrechura de nuestra limitación personal… ¿verdad?

No digamos si, además, podemos confiar en que el modo como el Espíritu reparte sus dones no contempla la marginación ni el favoritismo, sino que da a todos sobreabundante y amorosamente, de modo que a través de lo que cada uno ha recibido llegue a muchos…

Y llegamos así al evangelio. En el evangelio nos encontramos, después de acoger el amor de Dios que se goza amorosamente con nosotros –que ya es un regalo inmenso-, y con el don de su Espíritu que nos reparte los dones de Dios para vivir y dar vida… nos encontramos, decía, con el mismo Jesús, el Don por excelencia de Dios a la humanidad, que ha venido a habitar en nuestro mundo y a manifestar en él la gloria de Dios.

Por esto decimos a veces, a veces escuchamos, que en Jesús, el Padre nos lo ha dado todo. Al darnos a su Hijo, nos ha dado todo lo que Dios es, y por tanto, la sobreabundancia sin límites de la que hablábamos al principio, ha venido en Jesús, en el Hijo de Dios, a habitar nuestra tierra.

Con él, ha pasado el tiempo antiguo: el tiempo de la purificación, de la limitación, de la carencia. Con Jesús se inaugura el tiempo de la abundancia: la alianza definitiva de Dios con la humanidad. El tiempo nuevo y definitivo en el que es posible, por Jesús, vivir la vida que el Padre ha querido para nosotros, y que el Espíritu hace posible en los que crean.

Este anuncio nos viene grande, nuestra limitación no puede asumirlo y nuestra capacidad natural es incapaz de alcanzarlo. Es por otro camino, por el de la fe, que es posible acoger esta vida que se nos propone para vivir. Pedimos esta fe unos para otros, para toda la Iglesia, llamada a manifestar la vida de Dios en medio de nuestro mundo, en favor de nuestro mundo.

Imagen: Bernard Hermant, Unsplash

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