Primera lectura: Lectura del libro del Eclesiástico (3,2-6.12-14)
Sal 127,1-2.3.4-5
Segunda lectura: Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Colosenses (3,12-21)
Lectura del santo evangelio según san Lucas (2,41-52)
Los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén por las fiestas de Pascua. Cuando Jesús cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre y, cuando terminó, se volvieron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo supieran sus padres. Éstos, creyendo que estaba en la caravana, hicieron una jornada y se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén en su busca. A los tres días, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas; todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba.
Al verlo, se quedaron atónitos, y le dijo su madre: «Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados.»
Él les contestó: « ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?»
Pero ellos no comprendieron lo que quería decir. Él bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad. Su madre conservaba todo esto en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres.
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Ya está entre nosotros, ¡vive entre nosotros! el que vendrá a revelarnos la Vida. Celebramos de Él, en este primer domingo posterior a su Nacimiento, el hecho de que, como todos nosotros, ha vivido vinculado mediante estos lazos familiares de los que también nosotros procedemos. Reconocemos que lo de Jesús es “otra cosa”. En este caso, vamos a ver cómo la encarnación de Jesús resitúa esas relaciones familiares que todos conocemos.
Si te parece, sitúate en esta realidad, “familia”, tal como la conoces, con lo que te trae de gozo, de sufrimiento, de cercanía, de soledad, como fuente de tensión o de exigencias o… Desde ahí, ábrete a lo que viene a traernos Jesús.
Y es que la familia la reconocemos, más allá de las luces y las sombras que puedan darse en ella, como el lugar en que debería darse el primer asiento del amor: por ello, el libro del Eclesiástico nos exhorta a amar a aquellos a los que nos unen lazos de sangre, más allá de la fragilidad o las pobrezas que a todos nos alcanzan. La autoridad, la gratitud, la honra debida a los padres son signos de este reconocimiento. La familia nos ha asistido en nuestra apertura a la vida y de ella hemos recibido las referencias vitales más esenciales. Los padres se desviven por los hijos (o deben desvivirse… el que no lo hagan no niega esta exigencia radical) y los hijos deben actuar en respuesta a la gratitud recibida.
Sobre estas bases naturales de la institución familiar, entra Jesús a nuestro mundo, transformando toda realidad desde dentro, o por mejor decir, llevándola a plenitud. Con él, los usos naturales encuentran su plenitud en Dios: Jesús, que como decimos, también ha vivido en una familia, no ha tenido la familia como referencia fundamental para vivir. Tiene un padre y una madre que le han acompañado en sus primeros pasos en la tierra, le han abierto a conocer su tierra, su historia, le han insertado en una tradición y sobre todo, le han amado. Eso es lo que la familia tiene que hacer. Y, cuando lo hace bien, este referente familiar sirve a la persona para lanzarse a la vida para la que Dios ha creado a cada uno.
Esto es lo que vemos en Jesús: su referencia radical ha sido el Padre del cielo, el Padre de todos. Es a él a quien obedece y a quien sirve, y toda otra obediencia y fidelidad arrancan de esta obediencia primera. Por eso, no duda en abandonar la caravana de vuelta a Nazaret en obediencia a lo que el Padre del cielo le está pidiendo que haga. Es en nombre de esta atención a las cosas de mi Padre que dirá, a su madre de la tierra, María, esta respuesta que a nosotros, deudores quizá de un esquema familiar demasiado posesivo, nos resulta “dura”. La familia que pone a Jesús en el centro debe preparar a los suyos para que respondan a Dios. Y cuando estén preparados, soltarlos, para que ya sólo obedezcan al Padre del cielo.
Para nosotros, este planteamiento es desconcertante. Ahora bien, ¿no podemos preguntarnos, si lo que deseamos es obedecer a Dios, de qué modo hacerlo verdadero? El texto del evangelio de hoy termina diciendo que, después de este “encontronazo”, Jesús seguirá sujeto a sus padres, sometido a ellos… aunque ahora sabemos que esta sujeción es la forma que toma su fidelidad última, la que debe al Padre. Y así, esta fidelidad última resitúa la fidelidad a los padres… y nos abre a un modo enteramente nuevo y enteramente libre de entender la familia.
De este punto arranca la carta a los Colosenses que leemos en la segunda lectura: todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él. La vida nueva que ha comenzado en Jesús tiene como signo el modo de hacer de Jesús, su ser Hijo y su vinculación con el Padre. Así como Jesús pone en el centro “las cosas de mi Padre”, así nosotros somos llamados a poner en el centro al Padre, a llamarnos y a tratarnos y a comportarnos como hermanos: Sobrellevaos mutuamente y perdonaos, cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada. Que la paz de Cristo actúe de árbitro en vuestro corazón; a ella habéis sido convocados, en un solo cuerpo. Y sed agradecidos. Hemos sido hechos hijos adoptivos de Dios, de tal manera que el “ser familia de Dios” es nuestra fidelidad fundamental, que se despliega en la llamada a vivir con todos los hombres como hermanos al modo de Dios. Con la paciencia, el perdón, la paz, el amor con que Dios nos ha tratado en Cristo. El modo familiar, solidario y fraterno que él ha tenido con nosotros, es el modo que hemos de tener con nuestros hermanos, por su gracia. Este modo de conducirnos nos llevará a vivir, en medio de la tierra, como familia de Dios.
Imagen: Brian Suh, Unsplash