1ª lectura: Hch 13, 14. 43-52
Sal 99,2.3.5
2ª lectura: Ap 7, 9. 14b-17
Evangelio: Jn 10, 27-30
En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos: “Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy la vida eterna y no perecerán jamás; nadie las arrebatará de mi mano. Me las ha dado mi Padre, y él es superior a todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre. El Padre y yo somos uno”.
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Seguimos celebrando la Pascua. Los tres domingos anteriores lo hemos celebrado escuchando el anuncio del Resucitado, la vida nueva que él trae. Hoy, la liturgia celebra a Jesús como Buen Pastor, ejerciendo a nuestro favor la vida nueva que ya se ha realizado, que ya está aquí.
Vamos a procurar que los textos de este día nos vayan introduciendo en esta vida nueva que ya se nos ha dado. Para ello, nos vamos a fijar en algunos aspectos de dichas lecturas:
1.En primer lugar, nos fijamos en el hecho de que somos propiedad de Jesús, cosa suya, y que nuestra vida es don del Padre. Esto no nos resulta tan natural, y muchas veces, lo sentimos como una “usurpación” de lo nuestro, ¿no es así? Jesús, sin embargo, lo ve de otro modo…
El primer fruto de la Pascua es la reconciliación con Dios que nos hace hijos adoptivos (subo a mi Padre, que es vuestro Padre, a mi Dios, que es vuestro Dios, era la proclamación que Jesús Resucitado encarga anunciar a María Magdalena). Esta vinculación fundamental, la que más hondamente nos define, viene de que Jesús se ha entregado por nosotros y nos ha rescatado para que tengamos vida. Esta entrega suya al Padre, el Padre la realiza haciéndonos suyos, vinculándonos a Jesús con una ligazón más honda que el pecado que antes nos tenía cogidos y nos separaba de Dios. Ahora, el amor de Jesús al Padre, el amor del Padre a Jesús es suelo en que, por la fe, consiste toda nuestra vida.
Puedes seguir viéndote dominada por el pecado, incapaz de vencerlo en ti, de mirar más allá de ese estrechamiento. Sin embargo, la fe hace posible que descanses en esta verdad más fuerte que el pecado y que la muerte: por la fe en Jesús, estás unida a Jesús, eres cosa suya, con un vínculo tan poderoso como el amor entre el Padre y el Hijo. Prueba a escuchar esta palabra de Jesús, créela, déjate vivir desde ella… y a ver qué cambia.
2. Quizá te preguntes cómo reconocer, en el día a día, esta vinculación esencial, honda, que a ratos intuyes que tienes con Jesús, que revela que eres, que somos desde Él. No será tu voluntad, ni tus fuerzas, ni será tus ganas lo que te permita alcanzar esta vinculación. Tampoco puedes hacer nada para sentirla. Si no puedes alcanzarla por ti misma, te preguntarás, entonces, ¿cómo descubrirla? La reconocerás porque en tu interior, escuchas su voz. Escuchas la voz de Jesús, y la reconoces entre las demás voces.
Prueba, ahora mismo, a hacerlo así: ¿reconoces cómo te deja en tu interior la voz del “querer tener razón por encima de todo y de todos”? ¿reconoces cómo te deja en tu interior la voz que te enreda los odios y envidias? ¿reconoces el poso que deja en tu interior el trabajo bien hecho, con cariño, con calma y entrega?, ¿cómo resuena en tu interior el amor gratuito, dado o recibido?… y por fin, ¿reconoces en ti, en medio de estas voces y/o más allá de todas ellas, cómo suena la voz de Jesús?
A esto se refiere Jesús cuando dice: Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Eres cosa suya, estás vinculado a Jesús como Buen Pastor, no porque quieras o porque digas, sino porque se te ha dado poder oír su voz y te sientes reconocida y movida en lo profundo a seguir esa voz suya que suena más hondo y más liberadora y más dichosa –o prometedora de dicha- que todas las demás. Eres cosa suya, y lo reconoces en que cada vez más profundamente te mueves por Jesús, por lo suyo, por los suyos… que son, o empiezan a ser los tuyos.
3. Jesús nos dice que somos cosa suya, que somos sus ovejas, dóciles a su voz y a su inspiración. Decíamos en el punto anterior que el escuchar su voz no depende de nosotros, sino de que el Espíritu lo haga posible en nosotros, reconocer la voz de Jesús y seguirla. Asimismo, el permanecer en esta escucha y en la vida que arranca de ella tampoco es cosa nuestra, sino que es Su amor celoso el que nos sostiene: nadie las arrebatará de mi mano.
¿Notas que esta es una vida nueva, distinta? No es una vida en la que tú tienes que cuidarte de todo, preocuparte, esforzarte, empeñarte. Es una vida en la que tienes que creer, para ver, una vida en la que acoges el amor que recibes y lo comunicas. Esto del comunicarlo es importante, porque todo lo que nos desborda dentro necesita ser comunicado…
Si vives unida a Jesús en esta relación en que Él te comunica tu vida y tú le entregas la tuya, Él te va dando sus modos de mirar, que pasan a ser los tuyos. Así es como tú experimentas que Jesús no quiere que te separes de Él, que no seas arrebatada de su lado por el mal, por las tentaciones, por las oscuridades o dificultades. Pero también te comunica que hay muchas otras personas a las que quiere llamar a una relación con Él como la que tiene contigo, y para eso es preciso anunciarlo. La pasión de los que viven unidos a Dios es la pasión por anunciar, a cualquier precio (también el de la persecución e incluso la muerte, porque llevan dentro el fuego del amor), esta vida que se vive con Jesús y que Dios quiere que llegue a todos. De esto nos han hablado tanto el libro de los Hechos como el relato del Apocalipsis: en ambos casos se habla de personas que han entregado su vida, como se pide en cada momento, al anuncio de Jesús.
4. Pero el hecho de entregar la vida, que en la vida vieja, sometida al pecado, representaba el final, aquí es solo un signo del amor, porque los que viven así unidos a Dios en Jesús reciben de él, a cambio de su vida, la vida eterna, y la muerte no los alcanza: yo les doy la vida eterna y no perecerán jamás. Párate un poco aquí, y mira a los discípulos de los que se habla en la lectura de los Hechos, que son expulsados de Antioquía, y a estos a quienes se celebra en la lectura del Apocalipsis: todos ellos, los vivos como los que ya han muerto, revelan (solo lo ve la fe), que viven una vida que no está limitada por las amenazas o el miedo a la muerte; viven una vida que está animada por el Espíritu de Dios, y esto lo reconocemos por la fe, también en que es una vida que nos sigue dando vida hoy al escucharlos.
5. Y lo último, tan importante: porque somos propiedad suya, después de haber entregado la vida por Él, viviremos junto a Él para siempre: Ya no sufrirán hambre ni sed, no los quemará el sol ni los agobiará el calor. Porque el Cordero, que está en el trono, será su pastor y los conducirá a las fuentes del agua de la vida y Dios enjugará de sus ojos toda lágrima.
Podemos contemplar, en estos que así son celebrados con el Consuelo de Dios, todos los dolores de los refugiados, los desplazados, los oprimidos de tantos y tan diversos males; el mal hecho a los niños de tantos modos en la tierra, y en general, los dolores de todos los inocentes, de todos los sufrientes, de tanta injusticia y de tanto mal vivido sin esperanza, a Jesús unido a cada uno de estas ovejas a las que solo Él puede consolar y consuela tan abundantemente: por la fe, vemos ya la victoria de Dios en estos sufrientes que no sufren ya hambre ni sed, frío o calor, enjugadas todas sus lágrimas y gozando del amor de Dios y del Cordero. Un amor tan inmenso que al final, para siempre, en su corazón solo quedará -en todo lo que ha vivido unido a Dios sabiéndolo o sin saberlo-, la alegría.
¿No es esta otra vida, una vida nueva? Una vida que no se define por nuestras fuerzas, por nuestros parámetros ni por nuestras acciones u omisiones, sino que se fundamenta en la comunión con Jesús, el Cordero inocente, que nos hace suyas y realiza en nuestra vida, en toda la tierra, la vida que vino a anunciar.
Imagen: Amer Mughawish, Unsplash
¡Que difícil! Dejarnos llevar y calar por la voz de Dios…cuando en nuestro día hay tantas voces en contra…tanto ruido, que no somos capaces de apartar…
Sí, María José… no es fácil… Hay que optar decididamente por ello, una y otra vez, para que se nos dé. Un abrazo grande