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¿Estás viva? ¡Dios te quiere!

Lectura del libro de la Sabiduría (11,22–12,2)

Sal 144,1-2.8-9.10-11.13cd-14

Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Tesalonicenses (1,11–2,2)

Lectura del santo evangelio según san Lucas (19,1-10)

Jesús entró en Jericó e iba atravesando la ciudad. Vivía en ella un hombre rico llamado Zaqueo, jefe de los que cobraban impuestos para Roma. Quería conocer a Jesús, pero no conseguía verle, porque había mucha gente y Zaqueo era de baja estatura. Así que, echando a correr, se adelantó, y para alcanzar a verle se subió a un árbol junto al cual tenía que pasar Jesús.
Al llegar allí, Jesús miró hacia arriba y le dijo: «Zaqueo, baja en seguida porque hoy he de quedarme en tu casa.»
Zaqueo bajó aprisa, y con alegría recibió a Jesús. Al ver esto comenzaron todos a criticar a Jesús, diciendo que había ido a quedarse en casa de un pecador.
Pero Zaqueo, levantándose entonces, dijo al Señor: «Mira, Señor, voy a dar a los pobres la mitad de mis bienes; y si he robado algo a alguien, le devolveré cuatro veces más.» Jesús le dijo: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque este hombre también es descendiente de Abraham. Pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que se había perdido.»

Puedes descargarte aquí la lectura del domingo 31 del T. O., año C.

Nos hacemos ideas acerca de todo… también nos hacemos ideas acerca de Dios. Y entre nuestras ideas acerca de Dios hay muchas que vienen de nuestra observación de la naturaleza, de los seres humanos… muchas que vienen de nuestra limitación o de nuestras heridas. Funciona, más o menos, así: miramos una cosa desde nuestra lógica, y si nos gusta, si la entendemos, decimos “qué bueno, Dios, que has hecho esto tan hermoso, o tan bonito”; si no nos gusta, si nos produce temor, si no la entendemos, solemos dirigirnos también a Dios, quizá más solapadamente: “no entiendo cómo Dios ha podido hacer esto tan horrible”, “no entiendo cómo Dios puede querer que haya…”, y aquí ponemos cualquiera de esas personas o situaciones que me desagradan, que me perjudican, que me causan malestar.

Después de decir esto, le atribuimos a Dios ese modo de pensar que es sólo proyección del nuestro, y nos distanciamos de ese Dios que hace –ya se nos ha olvidado el que esto es sólo “desde mí” o “para nosotros”- cosas desagradables, o feas, o peligrosas.

Y así es como ese modo de mirar nuestro, tan estrecho, se lo adjudicamos a Dios y empezamos a tratar a Dios desde ahí. Esta es la causa de muchos de nuestros estrechamientos y limitaciones a la hora de mirar la vida, a la hora de conocer a Dios: etiqueto algo desde lo mío, y creo conocerlo porque yo lo he etiquetado…

Si queremos conocer a Dios, necesitamos escucharle a Él. Abrirnos a lo que Él nos dice de sí mismo, escucharle a Él, abrirnos a Él, en lugar de proyectar lo nuestro y creer que Él no tiene nada que decir.

Y si queremos conocer a Dios, la Palabra de Dios es una fuente adecuada (hay otras, pero esta es muy excelente). Por eso, vamos a dejar entre paréntesis nuestras ideas sobre Dios, que resultan tan estrechas como el resto de nuestras proyecciones, y vamos a abrirnos a lo que Dios nos ha dicho sobre sí mismo en la Biblia.

He aquí lo que dice la primera lectura que acabamos de leer: Tú de todos tienes compasión, porque lo puedes todo y no te fijas en los pecados de los hombres, para que se arrepientan. Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado. ¿Cómo podrían existir los seres, si tú no lo hubieras querido? ¿Cómo podrían conservarse, si tú no lo ordenaras? Tú tienes compasión de todos, porque todos, Señor, te pertenecen y amas todo lo que tiene vida, porque en todos los seres está tu espíritu inmortal.

Una buena práctica para celebrar este domingo podría ser que te sentaras a contrastar lo que tú piensas de Dios y lo que el libro de la Sabiduría dice de Él. Que cuando dice que Dios de todos tiene compasión, “apliques” esta verdad a aquellos seres de los que tú piensas que Dios no tiene compasión. Que en aquellas situaciones en que tú condenarías y crees que Dios condena, él no se fija en los pecados de los hombres, para que se arrepientan. Que allí donde tú no te planteas la posibilidad de amar y ves algo que te parece aborrecible, él no mira de este modo, sino de otro tan ancho, tan inmenso, que no puedes alcanzarlo: Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado…

Deja que esta mirada ensanche la tuya. Que desmonte tus estrechos esquemas y te abra a este horizonte que no es inconsistente –como lo son todas nuestras afirmaciones, tan limitadas, tan falibles-, sino que tiene firmeza y estabilidad eternas, que lo sostiene todo: Tú tienes compasión de todos, porque todos, Señor, te pertenecen y amas todo lo que tiene vida, porque en todos los seres está tu espíritu inmortal.

Sientas lo que sientas, pienses lo que pienses, percibas lo que percibas, atrévete a dejar en suspenso tus modos –estrechísimos y tan condicionados, aunque no nos guste reconocerlo- y mira lo que Dios dice y hace, lo que Dios Es. Un Dios que tiene compasión de todos, que a todos y a todo nos mira con compasión porque le pertenecemos y porque él ama la vida. Y no cualquier vida, sigue diciendo el libro de la Sabiduría sino que la vida que él ha puesto en nosotros al crearnos es su misma vida, tu espíritu inmortal.

Empieza por mirar a Dios así como dice la Palabra: tú tienes compasión de todos. Mira a Dios compadeciéndose de nosotros, mirando a todos los seres con amor –y no con un amor cualquiera, ¡con su amor!-.Mira cómo mira a cada cosa y reconoce que Dios no sólo la ha amado, sino que la ha dotado de una brizna de su espíritu, que la hace bella y amable, no de modo limitado, sino de modo sobreabundante, infinito. Mirando cómo mira Dios, deja que su mirada compasiva, amorosa, creadora y salvadora te enseñe cómo mirar la naturaleza, y a los otros seres humanos… y a ti misma. Experimenta, si puedes, cómo se vive la vida desde esa mirada de bendición. Y si no puedes hacerlo… ya sabes por qué no entiendes nada, ya sabes por qué no ves bien. Y pídele a Dios que te conceda su mirada, para lo cual habrá que desechar la tuya. Dios, que te mira con compasión, lo va a hacer en ti: Por eso, a los que pecan los corriges y reprendes poco a poco, y les haces reconocer sus faltas, para que apartándose del mal crean en ti, Señor. Así lo hace también Pablo en la segunda lectura, al advertir a los tesalonicenses que no se dejen engañar por doctrinas erróneas, los corrige amorosamente como a hijos, reflejando así la bondad de Dios.

Si venimos al evangelio, esta mirada de bendición de Dios la reconocemos plena en Jesús, el Hijo. En la escena que acabamos de escuchar, nos encontramos a un hombre que, por ser de baja estatura, se sube a un árbol. No es la primera vez que hace esto. Se nos dice de él que era rico y jefe de publicanos. Esto también habla del mismo movimiento: un hombre que se ha elevado sobre su altura para lograr sus propósitos, y no ha consentido que su baja estatura le impida lograr lo que quiere. Muchas veces los humanos hacemos así: cuando nos sentimos bajos, nos elevamos para compensar nuestra pequeñez.

En esta circunstancia, Jesús, que se compadece de todos los que existen, alza su mirada para encontrarse con Zaqueo en esa altura a la que se ha elevado, y le dice que baje y que quiere encontrarse con él en su casa, en el ámbito íntimo de su corazón, donde se revela la verdad. Los que contemplan la escena, nos dice, critican a Jesús, porque, como suele pasar entre nosotros los humanos, valoramos más nuestras ideas de Dios que lo que Dios hace en Jesús. A estos que critican les escandaliza que Jesús, que viene de parte de Dios, vaya a quedarse en casa de un pecador… pero, puesto que lo hace, ¿no será que es precisamente esto lo que quiere hacer, lo que ha venido a hacer?

Prueba de ello es que en la estancia de Jesús en casa de Zaqueo, este se convierte. Se pone de pie, sin temor a que se vea su pequeña estatura, y renuncia a los bienes con los que se encumbró: la mitad a los pobres, para sacarlos de su pobreza, y cuatro veces más a cada uno que robó, para colmar allí donde había arrebatado.

La alegría de Jesús por esto que sucede expresa lo que veíamos ya en la primera lectura, y que Jesús lleva a plenitud: ahora, después de desembarazarse de todo aquello con lo que se quería adornar, Zaqueo puede mostrarse como aquel que es: un descendiente de Abrahám, un hijo de Dios. Ha sido la acción de Jesús la que le ha revelado en su verdadera medida, y encuentre así la verdadera vida: el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que se había perdido, para que, recuperada nuestra imagen auténtica, nos despleguemos en la existencia según el plan amoroso de Dios que nos creó para vivir con Él, para Él.

Imagen: Evelyn, Unsplash

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