1ª Lectura: Lectura del libro del Éxodo 3, 1-8a 13-15
2ª lectura: Lectura de la Primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 10, 1-6. 10-12
Lectura del santo evangelio según san Lucas 13, 1-9
En una ocasión, se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús les contestó: —«¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.»
Y les dijo esta parábola: —«Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: “Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro.
Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?”
Pero el viñador contestó: “Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas”.»
Puedes descargarte el audio aquí. Nos volvemos muchas veces a mirar la historia, y de este ejercicio extraemos sabiduría. Nos volvemos a mirar nuestra historia personal, la historia de nuestra familia, la historia de esta amistad, la historia o historias de nuestro pueblo, la historia de nuestro país… nos volvemos también muchas veces algunos a mirar cómo Dios ha caminado con nosotros, la vida que nos ha dado, las oportunidades que nos ha abierto, la salvación que nos ha traído… a eso lo solemos llamar, en su conjunto, la “historia de la salvación”, o la historia de Dios con nosotros… como pueblo, o la historia personal hecha con cada uno/a.
Os propongo que hoy hagamos esto al revés: no vamos a mirar la historia de Dios-mirándonos-a nosotros, que es lo que llamamos “historia de salvación”, sino que vamos a intentar “entrar” en lo que Dios ha debido vivir con nosotros. Aunque no conocemos el corazón de Dios, y no nos podemos hacer una idea de su inmensidad y su grandeza, es posible que la mirada se nos ensanche al mirar esta historia viendo “la parte de Dios”, en esta historia que lleva viviendo con nosotros desde que el mundo es mundo.
Los textos de hoy son especialmente adecuados para ello.
La lectura del libro del Éxodo nos describe la experiencia más maravillosa que el ser humano puede vivir: la experiencia de encuentro con Dios. En el relato que se nos describe, somos conducidos a contemplar cómo, a través de un hecho extraordinario –y encontramos tantos en nuestra vida, si nos detenemos a mirar- Moisés se ve atraído por aquello que contempla, y se encuentra con algo más grande todavía: “el lugar que pisas es sagrado”. En medio de la vida, en medio de nuestras ocupaciones, en medio de nuestros dolores o nuestras alegrías, se nos revela la presencia de Dios. Y eso, que en sí mismo es grande, lo experimentamos como lo más grande y mejor que podemos vivir, porque el ser humano está hecho a imagen de este Dios inmenso y solícito que se le revela.
La vida de Moisés, y la de todo ser humano que vive un encuentro semejante, experimenta un antes y un después: antes las ovejas, tus ideales y tus errores, tu vida familiar y la cultura de la que formas parte, todo lo que eras y hacías. Después… esta palabra de Dios que se te ha grabado en lo profundo del corazón empieza a conducirte la vida desde dentro. Y es que esta experiencia no solo te cambia la vida, sino que tiene el poder de configurarla en adelante: antes eras el que fueras… el que intentabas ser, el que esperaban que fueras. Ahora eres un hombre que ha experimentado la presencia de Dios que te nombra en lo profundo, y le has respondido Aquí estoy. Dios te ha llamado por tu nombre, te ha dicho quién eres y quién es él. Te ha revelado la grandeza de tu condición y también tu límite –Descálzate-, y te ha dicho Quién es él –Yo soy el Dios de tus padres…-. Has sentido el vértigo y el anhelo de esa revelación, y Dios no se ha detenido ahí, sino que te ha revelado cómo es Su corazón –he visto la opresión de mi pueblo… he oído… Voy a bajar para librarlos…”. Te ha revelado Su voluntad y, como estás hecho para Él, a Moisés se le ha revelado como su misma voluntad, que le hará vivir en adelante como enviado de Dios. Moisés, al que Dios rescató de las aguas en el pasado, ha sido ahora atravesado por la presencia y el fuego de Yahvé, ha sido restaurado en su vida, ha recibido un nombre y una misión en favor de su pueblo.
Esto que Dios ha hecho con Moisés, lo quiere hacer con cada uno de nosotros: nos salva, realiza acciones maravillosas en las cuales podemos encontrarnos con él, nos llama, nos apasiona Su Intimidad y Su Compasión, y nos une a Él en una misión a la que vamos como cosa suya que somos.
¿Se puede desear algo más grande, algo mejor en la vida?
Sin embargo, la segunda lectura nos muestra un ensombrecimiento de esta experiencia inaudita, la vida más plena que cabe al ser humano: la carta de Pablo a los Corintios, reflexionando sobre el caminar de Dios con su pueblo, nos dice cómo Dios los alimentó a todos con el mismo alimento espiritual, con la misma bebida espiritual… con la roca espiritual que era Cristo, la salvación eterna y definitiva. Y sin embargo, nos dice, se resistieron a esa salvación, anhelando otras cosas: que la salvación fuera de otro modo, o que no les faltaran los ajos y cebollas de Egipto, o no tener que caminar tantos años por el desierto… Nos dice esta segunda lectura que a pesar de una salvación tan portentosa, extraordinaria como la del relato primero, muchos murieron porque su corazón no acogió al que es la Vida. Muchos de ellos no llegaron a la tierra prometida porque no creyeron en los signos que Dios les mostraba, sino que se cerraron en la vida que tenían, en vez de abrirse a la que Dios les ofrecía.
Podemos detenernos aquí un momento e imaginar: ¿qué ha podido ser para Dios el constatar, una y otra vez, con tantas hijas e hijos muy amados, que rechazamos la salvación que nos ofrece, y se nos acaba con ello la vida?
El evangelio nos trae un diálogo venido del corazón mismo de Dios. Se han acercado unos a Jesús y, escandalizados, le cuentan que Pilato ha sacrificado en el templo a unos piadosos galileos. Y le cuentan después de otros dieciocho que murieron aplastados al desplomarse una torre. ¿Te suena? Seguramente sí: es igual a todas esas situaciones en que nos hacemos “buenos”, nos creemos buenos porque criticamos el mal: porque criticamos a los que hacen un mal que nosotros no haríamos (o no hemos hecho todavía), porque nos lamentamos de la “desgracia” de aquellos a los que la “mala suerte” ha alcanzado en esta ocasión. Jesús les dice que no son ellos mejores que los que han muerto, y que necesitan convertirse como todos los demás. No se trata de lamentarse por el mal, sino de convertirse al bien. En el centro de la cuaresma, esta nueva llamada a convertirnos, a volver nuestro corazón a Dios. A aquella palabra o a aquella experiencia por la que se nos abre la vida, en dirección a lo que el Señor nos ha dicho, al principio de esta cuaresma o ya hace muchos años, que sería para nosotros orientarnos hacia la vida.
Aquí ya no tenemos que imaginar qué experimenta Dios con esta higuera que somos, porque él mismo nos lo dice: estábamos hechos para dar fruto, dulce y abundante del que otros se beneficiaran, en medio de la viña de Dios. Pero una y otra vez viene el Señor de la viña a buscar fruto en nuestra vida, y no lo encuentra. Podemos comprender su desaliento y su impaciencia, podemos entender la justicia de su queja – Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?-, solo superada por su compasión… déjala todavía este año… a ver si da fruto.
Conviértete. Seguro que te cuesta, puesto que aún no lo has hecho. Si no lo has hecho por amor de ti mismo, ni por amor a esos hermanos que te necesitan, hazlo por gratitud amante por este Dios que lleva amándote toda la vida, que te ha creado para ser imagen suya, para irradiar su salvación y su vida.
Agustín de Hipona expresa el gozo de este amor reencontrado, la vuelta a Dios, el dolor esperanzado que traerá la conversión.
Imagen: Suzanne D. Williams, Unsplash