Surgió una discusión entre ellos sobre quién era el más grande. Jesús, sabiendo lo que pensaban, acercó un niño, lo colocó junto a sí y les dijo: —Quien acoge a este niño en atención a mí, a mí me acoge; y quien me acoge a mí acoge al que me envió. El más pequeño de todos vosotros, ése es el mayor. Juan le dijo: —Maestro, vimos a uno que expulsaba demonios en tu nombre y tratamos de impedírselo, porque no va con nosotros. Jesús respondió: —No se lo impidáis. Quien no está contra vosotros está a favor vuestro. Cuando se cumplía el tiempo de que se lo llevaran al cielo, emprendió decidido el viaje hacia Jerusalén, y envió por delante unos mensajeros. Ellos fueron y entraron en un pueblo de samaritanos para prepararle alojamiento. Pero éstos no lo recibieron porque se dirigía a Jerusalén. Al ver esto, Juan y Santiago, sus discípulos, dijeron: —Señor, ¿quieres que mandemos que caiga un rayo del cielo y acabe con ellos? Él se volvió y los reprendió. Y se fueron a otra aldea. Mientras iban de camino, uno le dijo: —Te seguiré adonde vayas. Jesús le contestó: —Las zorras tienen madrigueras, las aves del cielo nidos, pero este Hombre no tiene dónde recostar la cabeza. A otro le dijo: —Sígueme. Le contestó: —[Señor], déjame primero ir a enterrar a mi padre. Le dijo: —Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú ve a anunciar el reinado de Dios. Otro le dijo: —Te seguiré, Señor, pero primero déjame despedirme de mi familia. Jesús [le] dijo: —El que ha puesto la mano en el arado y mira atrás no es apto para el reinado de Dios. Lc 9,46-62
En este texto con el que llegamos al final del c. 9 se hace muy radical la diferencia de mirada entre Jesús y nosotros. Jesús ha comenzado ya la subida a Jerusalén, y ambas miradas se radicalizan: por un lado está la mirada de Jesús, por otro lado está la nuestra, tanto más ciega cuanto más incapaz es de mirar al modo de Jesús.
En todas estas situaciones vamos a ir reconociendo nuestro modo de mirar, y el modo de Jesús. El reconocimiento nos ayudará a desear, y a pedir, la mirada de Jesús.
En primer lugar se contraponen el deseo de grandeza, de saber, de poder por el que compiten los discípulos, y la mirada de Jesús que nos presenta a un niño, el más pequeño de entre los humanos, y que es en quien él se manifiesta: Quien acoge a este niño en atención a mí, a mí me acoge; y quien me acoge a mí acoge al que me envió. Desear la pequeñez se convierte en la puerta de la verdadera altura.
Después vemos a los discípulos mirando a otro que actúa desde Jesús. La mirada de los discípulos es de división, la de Jesús, de comunión.
En la siguiente escena, todas ellas marcadas por la forma de la cruz que así se anticipa, se dirige a un pueblo de Samaria en su camino hacia Jerusalén. Los samaritanos no quieren recibirlo, y Juan y Santiago, discípulos de Jesús, le proponen a Jesús hacer caer un rayo del cielo que los fulmine: en ambos casos, nuestra mirada revela nuestra fractura, nuestro deseo de poder, de muerte, frente a la mirada de Jesús, acogiendo lo que viene en respuesta al amor del Padre.
Por último se nos habla de esta vinculación profunda que produce Jesús: a veces, somos nosotros quienes queremos seguirle. Otras, es él quien nos llama tras sus pasos. Lo que importa es que a esta llamada respondamos desde la mirada de Dios, y no desde la nuestra. En esta opción, como hemos visto a lo largo de todo el capítulo y muy explícitamente en esta última parte en que Jesús se encamina a Jerusalén, está en juego la vida.
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