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Un Sí total… en tu Nombre

Primera lectura: Lectura del libro de Nehemías (8,2-4a.5-6.8-10)

Sal 18

Segunda lectura: Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios (12,12-30)

Lectura del santo evangelio según san Lucas (1,1-4; 4,14-21)

Excelentísimo Teófilo: Muchos han emprendido la tarea de componer un relato de los hechos que se han verificado entre nosotros, siguiendo las tradiciones transmitidas por los que primero fueron testigos oculares y luego predicadores de la palabra. Yo también, después de comprobarlo todo exactamente desde el principio, he resuelto escribírtelos por su orden, para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido.
En aquel tiempo, Jesús volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas, y todos lo alababan. Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mi, porque él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor.» Y, enrollando el libro, lo devolvió al que le ayudaba y se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él.
Y él se puso a decirles: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír.»

Puedes descargarte el audio aquí.

La primera lectura nos relata una escena del siglo IV antes de Cristo: aquella en la cual, después de la reconstrucción del Templo de Jerusalén tras el exilio, el pueblo entero, después de participar en la larga y trabajosa reconstrucción del Templo, escucha por primera vez, como pueblo restaurado, la lectura del libro de la Ley.

Hoy no podemos, con este breve fragmento, hacernos idea de esta situación histórica y de la trascendencia que tuvo lo que en ella se relata para quienes estaban allí presentes. Se encuentran de nuevo en Jerusalén, la ciudad santa de Dios, de la que habían sido expulsados y que quedó arrasada; vuelven a celebrar en el Templo, restaurado a la vuelta del exilio, que representa para todo Israel la presencia permanente de Dios en medio de su pueblo; los que escuchan la palabra de Dios así reunidos “como un solo hombre” representan la respuesta de Israel a su Dios tras el castigo del exilio, el deseo de volver a la alianza tantas veces rota, que se reúne para ser el pueblo de Dios, llamado desde el principio; y la lectura de la Ley que –así se nos dice- hace llorar a los que escuchan, representa la forma, ya establecida hace tantos siglos, de dicha alianza entre Dios y su pueblo Israel, la voluntad de Dios que quieren vivir y obedecer.

Estas breves referencias nos permiten entender un poco mejor por qué esta proclamación de la Ley ante la asamblea, ante todo Israel – a los hombres, a las mujeres y a los que tenían uso de razón- es un acontecimiento trascendental. Un momento gozoso de la historia de amor de Dios con su pueblo. Tantas veces traicionada, hoy el pueblo entero se vuelve a su Dios y promete vivir según sus mandatos. En este día, adoraron al Señor, rostro en tierra, y después fueron exhortados a celebrar, al modo que Dios quiere, este día consagrado a nuestro Dios: Andad, comed buenas tajadas, bebed vino dulce y enviad porciones a quien no tiene, pues es un día consagrado a nuestro Dios.

Ahora que entendemos un poco mejor, podemos decir, no solo la historia, sino la fe que da sentido a esta historia: este relato que así se describe, ¿no es de esos momentos en que la tierra se parece un poco al cielo? De esos días, de esas ocasiones de las que puedes decir: ¡esto es vivir! Dios en su lugar, y por ello, el pueblo unido y humilde, entendiendo lo que la Palabra de Dios significa, gozoso de adorar al Señor y movido por ello a la alegría, a la fiesta, a compartir con quien no tiene. Y todo, no por un motivo humano –la ética en este caso- más bien elevado, sino por la alegría que solo el amor puede producir: pues el gozo en el Señor es vuestra fortaleza.

… y bien… decimos que los hechos relatados en el Antiguo Testamento son figura del Nuevo. Esto significa que todo lo que sucedió en la historia de la salvación antes de Jesús, hasta lo más enorme –y este es un acontecimiento enorme, como hemos visto-, es figura, signo, anticipo, de lo que estaba aún por venir: Jesús. Hemos visto cómo todo el pueblo se echaba a llorar por el estremecimiento que la lectura de la Ley, el comprender su sentido, suponía. Porque, después de tanto tiempo –más de un siglo desde la primera deportación del pueblo a Babilonia-, el Señor había manifestado, una vez más, su fidelidad inagotable, y los había reunido en Su presencia y hacía posible que volvieran a ser su pueblo, y él fuera su Dios, y vivieran según la llamada primera a cumplir sus mandatos. Es enorme este acontecimiento, cuando un ser humano/pueblo se vuelve a Dios y anhela vivir según la Palabra que nos da identidad, la Palabra que nos despliega y realiza. Es verdaderamente grande y digno de celebrar.

Y sin embargo este “volverse” del hombre/pueblo a su Dios pasa, afortunadamente, muchas veces… y esta alianza reconstruida se rompe, también, muchas veces. Nuestra infidelidad parece ser, tarde o temprano, el capítulo que sigue a las promesas de fidelidad. Tanto es así, que escuchamos escépticos, más cada vez, las promesas de renovación, de cambio, de conversión… “ya nos conocemos”, solemos pensar.

Efectivamente, así ha sido toda la historia de la salvación, una y otra vez, hasta que el Padre envía a su Hijo. Jesús de Nazaret, hecho hombre como nosotros y enteramente conducido por el Espíritu de Dios, no solo es signo de una alianza entre Dios y la humanidad, sino que en él se realiza la alianza definitiva. Ahora, en esta pequeña sinagoga de Nazaret, Jesús, lleno de la fuerza del Espíritu, acoge la voluntad eterna del Padre en plenitud y responde totalmente a la Palabra de Dios: a la Palabra de Dios proclamada en aquella sinagoga, y en ella, a toda la Palabra de Dios. Este día, los que estaban en la sinagoga de Nazaret no entendieron el sentido de la Escritura que se acababa de pronunciar: sin embargo, para quien pudiera contemplar este acontecimiento con fe, estaba sucediendo algo más grande: Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír.

Más allá de que pudieran entenderla, más allá de que algunos escucharan con fe y la mayoría no se enterara de nada. Más allá de que el cumplimiento definitivo de la Palabra se estuviera pronunciando en una pequeña sinagoga de una pobre aldea sujeta a la dominación romana… Hoy se cumple esta Escritura. La Palabra de Dios, esto ya lo sabían los judíos, no solo se comprende, sino que se cumple. Dios cumple sus promesas. Lo que ni ellos habían contemplado nunca, es que la proclamación mesiánica que la profecía de Isaías anuncia, se estaba cumpliendo allí, ante sus ojos. En Jesús, el Hijo de Dios nacido de María, la Palabra de Dios se había hecho carne para siempre. En Jesús, el Hijo del Padre lleno del Espíritu Santo –lo veíamos la semana pasada-, había llegado ya la salvación a toda la tierra. Para siempre.

A partir de la venida de Jesús ya no se trata de que nosotros, la humanidad pecadora, deseemos con todas nuestras fuerzas responder a Dios, como en el relato de Nehemías que hemos leído les pasó a los judíos, como nos pasa a los humanos en general algunas veces. Ahora, ya para siempre, se trata de algo enteramente nuevo. El Hijo de Dios, hecho hombre como nosotros en todo menos en el pecado, ha dicho sí al Padre para siempre, y por ello, en el corazón de la realidad que es este Amor por el que el Padre envía a su Hijo y el Hijo, lleno del Espíritu, responde para siempre al amor del Padre, se cumple para siempre la alianza que Dios ha querido realizar con su pueblo. Se trata de que uno de nosotros, el Santo de Dios, ha pronunciado un Sí total, y en su Sí, todos nuestros síes deficientes, olvidadizos, insolidarios y pecadores encuentran una esperanza: la esperanza de ser un día lo que Dios nos ha llamado a ser, personal y comunitariamente.

Por eso, hermanos, como dijo Esdras a los israelitas, y con mucho más motivo: decid Amén a las palabras del evangelio de Lucas que se acaban de proclamar. Postraos en vuestro corazón y adorad al Padre por Jesucristo. Llorad de alegría por la misericordia de Dios con nosotros, su pueblo. Y después, id a casa, comed buenas tajadas, bebed vino dulce y enviad porciones a quien no tiene, pues es un día consagrado a nuestro Dios.

Imagen: Josh Applegate, Unsplash

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