Lectura del libro de Isaías (35,4-7a)
Sal 145,7.8-9a.9bc-10
Lectura de la carta del apóstol Santiago (2,1-5)
Lectura del santo evangelio según san Marcos (7,31-37)
En aquel tiempo, dejó Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del lago de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos.
Él, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y, mirando al cielo, suspiró y le dijo: «Effetá», esto es: «Ábrete.»
Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad. Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. Y en el colmo del asombro decían: «Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos.»
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Yo no sé cómo escuchas estas palabras grandes. Seguro que tú no has visto nunca un milagro así visible, como este de la curación del sordomudo. Puede pasarte, por tanto, como nos sucede muchas veces, que lo oímos como una historia “curiosa” de Jesús que está tan alejada del tiempo como de nuestra vida. Nosotros, cuando tenemos una enfermedad, vamos al especialista correspondiente, y si la cosa no tiene arreglo, nos resignamos o nos desesperamos –según el modo de ser de cada cual- porque vivimos como los demás, y no como quien ha recibido el don de la fe y puede dirigirse a Dios en todos los momentos de la vida.
De nuevo, lo que dice la Palabra de Dios es que nuestro Dios viene a salvar: Mirad a vuestro Dios que trae el desquite, viene en persona, resarcirá y os salvará. Se trata, como repetimos tantas veces, de desplazar nuestros criterios humanos si estos no nos sirven para acoger la Palabra de Dios. El texto de la primera lectura dice esto: que Dios viene en persona, que Él mismo se encarga de nuestra salvación. Y esa salvación empieza por referirse a lo concreto, a eso que llamamos mal, dolor, muerte: Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará. Y no solo es promesa de una salvación futura, sino que lo que ya se ha realizado es prueba de lo que está por venir: Porque han brotado aguas en el desierto, torrentes en la estepa; el páramo será un estanque, lo reseco un manantial. Decíamos antes que seguramente no hemos visto un milagro tan portentoso como ese por el que Jesús devuelve el oído y el habla al que era sordomudo. Pero también podemos decir algo más: muchos de nosotros tenemos experiencia de haber visto salvaciones de Dios que incluimos en esta categoría de “milagro”, porque lo sucedido remite a Dios. No es solo que no se pueda explicar humanamente: si tienes fe, puedes reconocer en eso extraordinario el modo de hacer de Dios.
Un modo de hacer que se reconoce por una serie de signos. No sólo lo “maravilloso” o lo “extraordinario” de la acción es lo que nos da cuenta del hacer de Dios. Lo que nos permite reconocer que por ahí ha pasado Dios es que sus acciones benefician a los pobres, a los que él ama: así lo dice el salmo que hemos proclamado
El Señor abre los ojos al ciego,
el Señor endereza a los que ya se doblan,
el Señor ama a los justos,
el Señor guarda a los peregrinos. (Y nosotros respondíamos a estas palabras: Alaba, alma mía, al Señor)
Sustenta al huérfano y a la viuda
y trastorna el camino de los malvados.
¿Quién hace esto, fuera de nuestro Dios? También lo dice así la carta de Santiago que hemos escuchado en la segunda lectura: ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino, que prometió a los que lo aman?
Reconocer las obras maravillosas de Dios es reconocer que esas obras increíbles las hace en favor de los pobres, de los que no tienen otro valedor que a él. De los que, a veces, se sienten tan poca cosa que no saben ni pedirle. Así lo hemos visto en el texto del evangelio. El hombre sordo que apenas sabía hablar del evangelio, no le pide nada. Tiene unos amigos, o parientes, que le piden a Jesús por él. Y Jesús, la Palabra de Dios, se compadece de este hombre, lo lleva aparte y allí, a solas, lo cura. Es algo muy grande la curación, es verdad. Pero aún es más grande el saber que el que puede curarlo todo se ha compadecido de ti y te ha mostrado que está contigo. Y aún es más grande poder llegar a experimentar que no es solo que esté así contigo, para ti, sino que está así con todos, con cada hombre y mujer que ha creado, especialmente con los pobres.
Y esto… solo lo ve la fe. Sin fe, lo que ves es que a los ricos les va bien y que a los pobres les va cada vez peor. Y si además te crees eso, cada vez te sentirás más lejos de Dios, que nos ha dicho que sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados, pero tú das más crédito a lo que ven tus ojos que a lo que te dice tu fe.
Hemos dicho al principio que, cuando tenemos un problema, intentamos resolverlo por nosotros mismos. Está claro que hemos de poner los medios que estén en nuestra mano para resolver los problemas. Pero si tienes fe, tendrías que saber de sobra que Dios está contigo y que quiere estar a tu lado, en todo lo tuyo. No a tu modo (así que desbanca tus modos, o deja que Él los desbarate), sino al suyo, que tendrás que aprender a base de dejarle entrar y ver cómo está. A base de confiar en Él en todo lo que se vaya dando. A base de descubrir qué pasa cuando vas tú sola a las cosas, qué pasa cuando vas a todo con Ruah, el Espíritu de Dios. A base de atreverte a dejar caer tus criterios, tus modos de toda la vida, para que sean los suyos los que te muevan. A base de… amar más a Dios y su modo de estar en la historia que todo lo demás.
Imagen: Larm Rmah, Unsplash