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Conocer las maravillas de Dios

En estos días posteriores a Pentecostés, vamos a seguir ahondando en la acción del Espíritu. Para ello vamos a tomar una serie de textos del libro de los Hechos que nos enseñan cómo se manifiesta su acción. Nos dejamos así conducir por la Palabra de Dios que nos hace conocer el modo como actúa el Espíritu y lo que hace en los hombres y mujeres que creen en Dios. Comenzamos por el relato del día de Pentecostés que nos trae Lucas en el libro de los Hechos:

Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos reunidos. De repente vino del cielo un ruido, como de viento huracanado, que llenó toda la casa donde se alojaban. Aparecieron lenguas como de fuego, repartidas y posadas sobre cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, según el Espíritu les permitía expresarse. Residían entonces en Jerusalén judíos piadosos, venidos de todos los países del mundo. Al oírse el ruido, se reunió una multitud, y estaban asombrados porque cada uno oía a los apóstoles hablando en su propio idioma. Fuera de sí por el asombro, comentaban: —¿No son todos los que hablan galileos? ¿Pues cómo los oímos cada uno en nuestra lengua nativa? Partos, medos y elamitas, habitantes de Mesopotamia, Judea y Capadocia, Ponto y Asia, Frigia y Panfilia, Egipto y los distritos de Libia junto a Cirene, romanos residentes, judíos y prosélitos, cretenses y árabes: todos los oímos contar, en nuestras lenguas, las maravillas de Dios. Fuera de sí y perplejos, comentaban: —¿Qué significa esto? Otros se burlaban diciendo: —Están bebidos. Hch 2, 1-13

Empieza diciéndonos el texto que “… vino del cielo un ruido, semejante a un viento impetuoso”. Un viento impetuoso que se lleva nuestros esquemas, nuestras conductas posesivas, nuestro miedo, nuestras heridas “incurables”. Un viento que transforma las relaciones dañadas entre los humanos, los modos de mirar que usamos en nuestro mundo, los modos de defendernos y de replegarnos contra la verdad. Un viento que se lleva el miedo a Dios, la mentira, nuestra tendencia a mirar según el pecado. Un viento, o algo semejante a un viento, que nos desposee de nosotros mismos y nos hace ligeros, dispuestos, siervos entregados. Un viento poderoso, victorioso, fecundo, que atraviesa el mundo y prepara al ser humano para la victoria de Dios.

“… aparecieron lenguas como de fuego, que se repartían y se posaban sobre cada uno de ellos”. Un fuego sometido a Dios, el fuego como servidor, no incontrolable, sino controlado. El fuego sometido a Dios, porque el poder incontrolable, el poder que nos destruye, es criatura dócil en sus manos. Las lenguas como de fuego se posan sobre cada uno y hacen de cada uno de estos hombres y mujeres seres ardientes, seres radiantes. El viento –y la oración, y el estar reunidos en espera de Jesús, por su palabra- han hecho de ellos personas capaces de acoger a Dios. El fuego de Dios puede habitarlos.

Esto es un consagrad@: alguien que ha deseado a Dios y le ha esperado, alguien que ha deseado y ha experimentado su impotencia para acoger; alguien que, desde su impotencia, se ha dejado vaciar de lo que estorbaba para este encuentro. Alguien en quien Dios se prepara una morada. Estas lenguas de fuego quemarán la escoria y, criaturas suyas, harán, al modo de Dios, una morada digna de Dios. Lo que estamos contemplando es esta comunión entre Dios y el ser humano que es lo que más tememos y lo que más anhelamos. Esta unión en que la persona se hace capaz de decidirse (y ya vemos cuánta pasividad hay en este sí) en favor de Dios. A partir de aquí, la persona se consagra en su servicio. Vive para servir a Aquel que es el único que merece ser servido. A partir de aquí, la persona empieza a ver.

…un ruido “como” de un viento impetuoso…. lenguas “como de” fuego: indudablemente, es Dios quien lleva la iniciativa. Su acción se reconoce en este dominio de los elementos. Y los elementos se manifiestan dóciles a su poder, como cosa suya. Así, dominando los elementos, Dios se manifiesta ante nosotros como Señor. Y los elementos, el viento y el fuego, atentos a sus órdenes (  ), aparecen como heraldos de un don mayor.

Desde nosotros, este ruido “semejante a” un viento, unas lenguas “como de” fuego, testimonian nuestro reconocimiento y nuestra impotencia: el mundo que conocíamos se ha desvelado como dócil a Dios, y su acción, a menudo discreta, se ha tornado poderosa. Se nos hace así patente la verdad de que este mundo es morada divina, acción divina, y nuestro privilegio será poder asentir a dicha acción.

La certeza inaudita es que “todos quedaron llenos del Espíritu Santo”. El Espíritu Santo, el Espíritu de Dios que hasta ahora se ha manifestado en figura, toma posesión de ellos y se manifiesta de este modo al mundo. Tenemos ante nosotros a unos hombres y mujeres que, siendo como todos, están ahora habitados, llenos del Espíritu Santo y se dejan conducir por él. Pregúntate qué les conducía antes. Qué conduce a los que te rodean, qué conduce a los que son más ancianos, a los que son más jóvenes que tú… qué te conduce a ti. Y compáralo con lo que les llena a ellos: gentes de nuestra misma carne y sangre, gentes como nosotras sometidas al pecado, que han experimentado una purificación que los hace capaces de acoger y de manifestar a Dios. Esto es lo que hace del ser humano el estar habitado por Dios. Aquí no acaba la historia: es aquí donde comienza. A partir de aquí leeremos en Hechos una historia de respuesta a Dios o de negativa a El. Pero ya el norte no es el ser humano, sino el ser humano en cuanto a esa verdad profunda que somos: obra suya, respuesta a su acción.

Detente a contemplar este hecho portentoso: gentes que cantan las maravillas de Dios en nuestra propia lengua. Gentes atravesadas por el fuego de Dios y hechas capaces de comunicarlo. Porque de lo que hablamos no es de una comunicación íntima alma a alma, un Dios que se queda en lo escondido y gratifica a la persona: estos discípulos que se mantenían juntos por la promesa de Jesús han sido hechos capaces de anunciar para otros, para todos. El Espíritu se vale de ellos para llegar a muchos. Una vez que consienten, ya no hay trabas: las barreras que a nosotros nos separan (la lengua, la raza, el nivel cultural, social, económico, las capacidades personales, etc.) no son tales para el Espíritu. Estos discípulos se ven transformados, desde su propia humanidad, en gentes transidas de Dios, y Dios puede comunicarse a través de ellos.

Nuestro Dios es poderoso para manifestarse en nuestra tierra, en los humanos. Y se abre camino a través de la obediencia humana: éste es el camino que nos ha abierto Jesús, y es el camino que empiezan a caminar los discípulos, la Iglesia: todo es posible para el que cree. El Espíritu te invade, y ya no eres para ti, sino para otros, para todos.

Así comienza la Iglesia: suficientemente humilde para concretarse en súplica, suficientemente poderosa por el Espíritu que la invade; desconcertantemente pequeña en este puñado de gentes, desconcertantemente inmensa por el horizonte que se abre cuando todas las barreras caen; absolutamente sierva por la confianza en Dios, es hecha absolutamente madre para la tarea que se le confía, por la confianza en Dios. Una Iglesia pequeña como la semilla de mostaza en estos comienzos, e inmensa en sus santos, que querrían llevar la salvación de Dios hasta los confines del mundo; una Iglesia incapaz por su pecado del don recibido, una Iglesia hecha signo de Dios por el Espíritu que la anima.

Así es la Iglesia de los comienzos: un germen de Iglesia que contiene la referencia para cualquier modelo que venga después. Vamos a acercarnos a este fenómeno inaudito –el pueblo de Dios en medio de las gentes-, vamos a dejarnos admirar por lo que Dios puede hacer en nosotros si creemos.

Y el mundo sigue igual: habrá quienes se admiren y habrá quienes se burlen. Como antes hubieran hecho los mismos discípulos: ¿quién puede reconocer el don de Dios si no se le revela? Y estos que se admiran, como estos que se burlan, están llamados a esta salvación: al apóstol le toca comunicarla, y creer que prenderá allí donde el Espíritu, que lo hace todo, haya dispuesto.

Contempla este Pentecostés que invierte Babel (Gn 11, 1-9), que invierte lo que el pecado había destruido. En medio de lo real está actuando la salvación de Jesús. En medio de lo real hemos recibido el Espíritu de Dios, tal como Jesús nos había prometido.

Imagen: Ladislav Záborský

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