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El que vence al mal

1ª lectura: Lectura del libro de Isaías (50, 4-17)

2ª lectura: Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses (2,6-11)

Evangelio: Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas (22,14–23,56)

En aquel tiempo, los ancianos del pueblo, con los jefes de los sacerdotes y los escribas llevaron a Jesús a presencia de Pilato. Y se pusieron a acusarlo diciendo:
S. «Hemos encontrado que este anda amotinando a nuestra nación, y oponiéndose a que se paguen tributos al César, y diciendo que él es el Mesías rey».
C. Pilatos le preguntó:
S. «¿Eres tú el rey de los judíos?».
C. El le responde:
+ «Tú lo dices».
C. Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la gente:
S. «No encuentro ninguna culpa en este hombre».
C. Toda la muchedumbre que había concurrido a este espectáculo, al ver las cosas que habían ocurrido, se volvía dándose golpes de pecho.
Todos sus conocidos y las mujeres que lo habían seguido desde Galilea se mantenían a distancia, viendo todo esto.
C. Pero ellos insistían con más fuerza, diciendo:
S. «Solivianta al pueblo enseñando por toda Judea, desde que comenzó en Galilea hasta llegar aquí».
C. Pilato, al oírlo, preguntó si el hombre era galileo; y, al enterarse de que era de la jurisdicción de Herodes, que estaba precisamente en Jerusalén por aquellos días, se lo remitió.
C. Herodes, al ver a Jesús, se puso muy contento, pues hacía bastante tiempo que deseaba verlo, porque oía hablar de él y esperaba verle hacer algún milagro. Le hacía muchas preguntas con abundante verborrea; pero él no le contestó nada.
Estaban allí los sumos sacerdotes y los escribas acusándolo con ahínco.
Herodes, con sus soldados, lo trató con desprecio y, después de burlarse de él, poniéndole una vestidura blanca, se lo remitió a Pilato. Aquel mismo día se hicieron amigos entre sí Herodes y Pilato, porque antes estaban enemistados entre si.
C. Pilato, después de convocar a los sumos sacerdotes, a los magistrados y al pueblo, les dijo:
S. «Me habéis traído a este hombre como agitador del pueblo; y resulta que yo lo he interrogado delante de vosotros y no he encontrado en este hombre ninguna de las culpas de que lo acusáis; pero tampoco Herodes, porque nos lo ha devuelto: ya veis que no ha hecho nada digno de muerte. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré».
C. Ellos vociferaron en masa:
S. «¡Quita de en medio a ese! Suéltanos a Barrabás».
C. Este había sido metido en la cárcel por una revuelta acaecida en la ciudad y un homicidio.
Pilato volvió a dirigirles la palabra queriendo soltar a Jesús, pero ellos seguían gritando:
S. «¡Crucifícalo, crucifícalo!».
C. Por tercera vez les dijo:
S. «Pues ¿qué mal ha hecho este? No he encontrado en él ninguna culpa que merezca la muerte. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré».
C. Pero ellos se le echaban encima, pidiendo a gritos que lo crucificara; e iba creciendo su griterío.
Pilato entonces sentenció que se realizara lo que pedían: soltó al que le reclamaban (al que había metido en la cárcel por revuelta y homicidio), y a Jesús se lo entregó a su voluntad.
C. Mientras lo conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo, y le cargaron la cruz, para que la llevase detrás de Jesús.
Lo seguía un gran gentío del pueblo, y de mujeres que se golpeaban el pecho y lanzaban lamentos por él.
Jesús se volvió hacia ellas y les dijo:
+ «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos, porque mirad que vienen días en los que dirán: “Bienaventuradas las estériles y los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado”. Entonces empezarán a decirles a los montes: “Caed sobre nosotros”, y a las colinas: “Cubridnos”; porque, si esto hacen con el leño verde, ¿que harán con el seco?».
C. Conducían también a otros dos malhechores para ajusticiarlos con él.
C. Y cuando llegaron al lugar llamado «La Calavera», lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda.
Jesús decía:
+ «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».
C. Hicieron lotes con sus ropas y los echaron a suerte.
Este es el rey de los judíos
C. El pueblo estaba mirando, pero los magistrados le hacían muecas diciendo:
S. «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido».
C. Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo:
S. «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo».
C. Había también por encima de él un letrero: «Este es el rey de los judíos».
C. Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo:
S. «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros».
C. Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía:
S. «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada».
C. Y decía:
S. «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino».
C. Jesús le dijo:
+ «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso».
C. Era ya como la hora sexta, y vinieron las tinieblas sobre toda la tierra, hasta la hora nona, porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús, clamando con voz potente, dijo:
«Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu».
C. Y, dicho esto, expiró.
C. El centurión, al ver lo ocurrido, daba gloria a Dios diciendo:
S. «Realmente, este hombre era justo».

Puedes descargarte el audio aquí.

En este relato de Lucas estamos representados todos: el poder religioso, acomodado en lo establecido y manipulador, que acusa a Jesús de “soliviantar” al pueblo; el poder político, que no encuentra culpa en Jesús pero tampoco nada valioso por lo que quererlo salvar; el poder político, ocupado solo en mantenerse a sí mismo, ajeno a la verdad y a la justicia, que no hará nada por salvar de la muerte a un hombre en quien el encargado de juzgar no ve ninguna culpa; el poder interesado solo por el propio interés, por el propio disfrute cerrado sobre sí hasta hacerse ciego a la justicia, la santidad o la entrega aunque las tenga delante; el poder que desprecia a los que no se le someten, que se siente ofendido cuando los que humilla no bailan a su son. El poder, ciego para lo que no sea su conveniencia, que destruye hombres, pueblos y causas si estorban su voluntad de dominio. Hablamos aquí del poder de los “poderosos” de nuestro mundo –jefes religiosos o políticos, gobernadores o reyezuelos-, pero también del poder del que cada uno de nosotros disponemos, y que nos justifica para pisar, ignorar, someter, humillar, justificarnos y matar la esperanza o la vida.

Nos vemos representados también en la muchedumbre, agrupada y desunida, que grita enardecida la liberación de un asesino y quiere la muerte de Jesús, que aparece vencido y derrotado, que no se defiende. En su rostro están las marcas de todos los vencidos de la historia, a los que no queremos ver, a los que castigamos a la muerte por quitarlos de la vista, por seguir manteniendo la ilusión de un mundo que puede destruir a los que le molestan. Escucha cómo crece el griterío de los que piden la muerte de Jesús, hasta que ese griterío ensordecedor se nos confunde con la verdad, y llegamos a creernos lo que estamos gritando, ajenos ya a lo que ese hombre es, a lo que ese hombre significó para nosotros… llenos de nuestros gritos, llenos de nuestro ruido y de nuestra muerte… borrachos del poder que tenemos cuando gritamos, borrachos de nuestra fuerza para forzar la voluntad del romano, borrachos de nuestra sed de muerte, que puede gritar aquí, en este hombre, todos nuestros odios y nuestros miedos, todos nuestros rencores, cobardías, frustraciones, impotencias, resentimientos. Los dardos de nuestra voluntad de muerte caen sobre él, que lo acogerá todo: “Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes ni salivazos.”

Están también las mujeres de Jerusalén, que representan a todos los que se lamentan ante el mal sin poder hacer nada –solo Jesús puede hacerle frente, y lo hace de este modo-, y están los que se burlan del vencido: los jefes religiosos y los soldados paganos, unidos en el desprecio de Jesús, en burla mezquina ante el humillado; está también su crucifixión entre dos ladrones, porque en nuestro mundo, a la santidad solemos asociarla a fracaso y maldición.

Y hay alguno que, como el buen ladrón, intuye, desde el fondo del padecimiento, que Jesús es otra cosa. Que Jesús se apoya en otra parte. Que Jesús viene de Dios y está con Dios.

Jesús ha ido a la muerte por nosotros. Y por nosotros significa, en primer lugar, que a pesar de no dudar de su santidad, de la presencia de Dios en él, Jesús ha sido percibido como amenazante: alguien que solivianta al pueblo, alguien que nos denuncia con su silencio, con su humildad, con la aceptación del sufrimiento. Jesús ha sido todo lo que trastorna nuestra vida. Todo lo que no queremos que sea, todo lo que no queremos en nuestra vida: si el modo de reaccionar ante el mal fuera el que tiene Jesús, si el modo de abrirse a la vida fuera su humildad, su silencio o su obediencia; si el modo de confiar en Dios fuera este abandono amoroso que no ofende sino que perdona incluso atravesado por la cruz, ¿qué quedaría de mi vida?

Por eso todos nosotros, dominados por el mal en mayor o menor medida, impotentes o cómplices de su veneno, queremos que Jesús muera. Jesús ha muerto porque no hemos querido su vida: los poderosos por unos motivos; la muchedumbre por otros; los soldados y las gentes “de bien” por otros… no queremos la salvación que Jesús trae, porque su salvación significaría la muerte de todo lo que conocemos, de todo lo que llamamos vida.

En cambio, Jesús acoge todos y cada uno de los males que asfixian nuestro corazón y nuestro mundo y les ofrece su cuerpo santísimo, ebrio de amor, limpio de pecado. Los acoge con verdad, con humildad, con amor… así, unido al Padre, es como Jesús vence al mal.

Jesús, en su vida, nos ha mostrado una vida nueva. Una vida que se apoya en el Padre y que hace frente, de una vez por todas, para siempre, al mal que anida en nosotros y que a todos nos mata. Su vida, incluso ante el ensañamiento del mal, ha sido confianza y abandono en Dios: “El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso ofrecí mi rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado.”

Por eso decimos, con la obediencia que va más allá de la muerte, que Jesús nos ha salvado del mal. Por eso proclamamos, con todos los creyentes que a lo largo de los siglos se han enfrentado al mal por la fe en Jesús: “Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.”

Imagen: Ashley Jurius, Unsplash

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