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Jesús, maestro de todo discípulo

A estos doce los envió Jesús con las siguientes instrucciones: —No os dirijáis a países de paganos, no entréis en ciudades de samaritanos; dirigíos más bien a las ovejas descarriadas de la Casa de Israel. Y de camino proclamad que el reinado de Dios está cerca. Sanad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, expulsad demonios. De balde lo recibisteis, dadlo de balde. No llevéis en el cinturón oro ni plata ni cobre, ni alforja para el camino ni dos túnicas ni sandalias ni bastón. Que el trabajador tiene derecho a su sustento. Cuando entréis en una ciudad o aldea, preguntad por alguna persona respetable y hospedaos con él hasta que os marchéis. Al entrar en la casa, saludadla con la paz; si lo merece, entrará en ella vuestra paz; si no la merece, vuestra paz retornará a vosotros. Si alguien no os recibe ni escucha vuestro mensaje, al salir de aquella casa o ciudad, sacudíos el polvo de los pies. Os aseguro que el día del juicio la suerte de Sodoma y Gomorra será más llevadera que la de aquella ciudad. Mt 10, 5-15

La semana pasada, cuando empezamos nuestro comentario del capítulo 10, decíamos que todo él es un discurso a los discípulos. Un discurso a nosotros, a los que queremos ser discípulos suyos.

Esa escucha nuestra capta matices diferentes según la época. Por ejemplo, en aquella primera generación judeocristiana a la que Mateo se dirige, en la advertencia evangelizadora No os dirijáis… dirigíos más bien… resuenan las tensiones de dicha comunidad, que se pregunta si el anuncio de Jesús ha de estar dirigido solo a los judíos o si la Iglesia ha de abrirse a todas las gentes. Nosotros, que no nos encontramos en esa tesitura, lo escuchamos como una llamada a la escucha del Espíritu, que nos guía en todos los tiempos: no vayáis a… dirigíos más bien a… allí donde el Señor te/os ha llamado. Esa tensión que el evangelizador experimenta entre el deseo de llegar más lejos y el aquí concreto al que somos llamados, y que se resuelve en la escucha de Jesús, en la obediencia del discípulo que tanto nos cuesta aprender y que jalona todo el recorrido.

La vida cristiana consiste, como veremos en este capítulo de enseñanza a los discípulos, en permanecer junto a Jesús, escuchándole. Luego ya irás a donde te envía. Y de camino, harás lo que te dice. Mientras lo haces, o mejor, antes, durante y después, permaneces junto a Jesús, que te enseña cómo vivir, qué hacer, de qué manera hacerlo.

Este permanecer junto a Jesús define un modo de estar en la vida caracterizado por la relación, por la vinculación, por la confianza, por la apertura. Por la relación, porque tu fondo es esta comunicación honda con Jesús, en la que tu persona se despliega por el amor. Por la vinculación, porque en medio de todo lo que sucede no te percibes sola, sino vinculada. Por la confianza, porque de Jesús te fías más que de nadie en el mundo: tanto, que recibes sus palabras como la verdad que te guía en el vivir (¿alguien duda de lo afortunados que somos teniendo a Jesús, que nos promete al final del evangelio Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo, enseñándonos a cada paso el camino de la vida?). Un modo de vida, por todo esto, caracterizado por la apertura a sus palabras, a las situaciones de la vida a través de las cuales nos encontramos con él, a su amor que nos lleva siempre hacia la vida, aun en medio de la muerte.

Escuchamos este discurso del c. 10, por tanto, como esa enseñanza de Jesús, el Maestro y el Señor, que nos conduce por los caminos de la vida. Una enseñanza que contiene todo lo que el discípulo necesita saber para vivir. Vamos, pues, a escucharle.

Le escuchamos cuando nos dice que no vayamos a… que vayamos a… Seguro, si has empezado a ser discípulo, que has experimentado el deseo de ir a otra parte que donde te decía Jesús. Ojalá hayas conocido también el acuerdo profundo, el descanso de quien reconoce esa voz de Jesús que nos habla en lo profundo, y la sigue. El descanso y la libertad que se experimentan cuando por fin te dejas conducir y te entregas a lo que se te ha confiado, y nada más.

Y mientras tanto, mientras vayamos allá adonde se nos ha encargado, de camino proclamad que el reinado de Dios está cerca. Esto supone que mientras caminas, sin detenerte, proclames. Que tu vida sea proclamación, que tus palabras, tus gestos y todo lo que reflejas, proclamen que el reino de Dios está cerca: cerca de ellos, porque está reinando en ti. Cerca de ellos, porque eres testigo de esperanza; cerca, muy cerca, porque deseas que a través de tu persona, Dios los visite. Esto, dice Jesús, lo harás mientras vas de camino, sin detenerte, dejando salir lo que hay en tu corazón, la buena noticia de Jesús.

¿Qué es lo que, como discípulo, tienes que hacer? Una obra de liberación, como ha hecho Jesús. Jesús ve el mundo oprimido, y quiere liberarlo: Sanad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, expulsad demonios. El deseo inmenso de liberación que ves en Jesús irá siendo el tuyo, por la relación con él, que te llevará a querer y a pedir esto mismo para tus hermanos, y se realizará del modo que decíamos en el texto anterior.

Dalo gratis. Dalo de balde (baldes y baldes de vida derramados sobre ti, viene a decir), y no te cuides de tenerlo todo atado, de estar seguro, de “por si…”. Más bien, despreocúpate de eso, que Dios se ocupa de que lo recibas, pues es justo que así sea. Vives despreocupadamente, centrado solo en dar lo que has recibido, que es la vida que llena. Y sabes que eso tiene su paga, que recibirás lo necesario, que es justo que sea así.

Centradas, decíamos, en dar lo que hemos recibido: viviendo como quien lo ha recibido todo (todo es vuestro, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios 1Cor 3, 23). Entonces, el modo de esta indicación de Jesús se refiere a pueblos y a casas. Ahora, a las diligencias que hemos de hacer en cada situación, seguros de que encontraremos algún lugar respetable en el que encontrarnos. Al llegar a ese lugar, le comunicaremos la paz de Dios, encontrándonos así en comunión; esa paz será bendición para esa casa siempre que los moradores la acojan. Si no la merece, volverá a vosotros vuestra paz: la vida real, de la que Jesús nos habla, está atravesada por la bendición de Dios. Una relación con los demás seres humanos que se sustenta en esto: en dar la paz que nos viene de la comunión con Dios, en sacudirnos hasta el polvo de los pies de los que no reciben la buena noticia que se nos ha quedado pegado, de manera que no se nos contagie nada de eso que estorba para el anuncio, para el camino. De lo demás, Dios se ocupa, como nos ha enseñado Jesús.

La vida del discípulo es una vida que se fundamenta en la relación con Jesús y se abre, desde él, a la vida. Una vida, en medio de lo que haces, conducida por el fuego de Jesús: sanar, liberar, anunciar el Reino con las palabras y con la vida, dejando atrás lo que no responde a este anuncio.

Imagen: Mario Ibrahimi, Unsplash

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