A veces, entre creyentes, se escucha la pregunta sobre si deberíamos pedir a Dios o no pedirle. Está claro lo que Jesús dice acerca de esto, pero si estamos más acostumbrados a debatirnos sobre nuestra lógica que a abrirnos a dialogar con la Palabra de Dios, es normal que la pregunta se plantee… y es normal que se responda, en esa lógica autorreferencial, según el propio criterio, más o menos abierto a lo que otros ven. Resulta difícil cambiar una idea, y a menudo, esas ideas nuestras son el punto desde el que gestionamos nuestra relación con Dios, que no aporta así nada nuevo, sino un “más de lo mismo” que ya conocíamos. No una relación real con Dios –siendo las relaciones lo que más nos transforma-, sino una idea de Dios –siendo las ideas el medio más seguro para conservar todo como estaba-.
Pero no quería que habláramos de eso, de quienes tienen dudas sobre si hemos de pedirle a Dios y en qué términos, para terminar pensando lo mismo que pensábamos, o modificar ligeramente el pensamiento sin cambiar la vida. No.
Quería preguntarme sobre esas otras personas, muchas, que pedimos a Dios, pero lo hacen, o lo hacemos, desde nuestras ideas. Ocurre entonces que, si lo que pedimos no da el resultado que esperamos, dejamos de pedir, frustradas o desengañadas.
Esta reacción, ¿no es fruto de una mentalidad infantil según la cual espero que se realice cuando y como lo que yo esperaba, tal y como yo esperaba? Dejar de rezar entonces porque no se ha dado lo que esperaba, estaría indicando que no pido con fe, que siempre deja las manos libres a Dios para que, en su infinito Amor y cuidado por nosotros, sabe lo que tiene que hacer.
Tampoco he pedido con fe si me enfado con Dios porque no hace lo que quiero. Si me enfado porque no hace lo que quiero… ¿qué dice de mí?
Asimismo, muchas veces lo que pedimos, lo pedimos desde nuestra idea de lo que Dios tendría que hacer: un trabajo a este, la curación del cáncer a este otro y una pareja aceptable a la de más allá… Y no es, como a veces decimos, que Dios no nos da eso porque pedimos mal. Dios no es un examinador que suspende nuestras peticiones cuando no son adecuadas. Al contrario, se vale de nuestras ideas, a veces desacertadas, para que nos abramos más allá: si pido esto y no me lo das, ¿es posible que tú, Dios, me estés diciendo que no es eso lo que la persona necesitaba? Si pido esto y no se da, para los míos, o para tantos y tan enormes problemas y dolores de nuestro mundo, ¿no puede ser que, mientras te pido, me estás enseñando cómo pedir? ¿Que, aunque empecé pidiendo desde mis ideas, te vales de ellas para enseñarme a confiar en ti, a descansar la vida en ti una vez que he pedido?
Cuando pasa esto, nos encontramos con que la propia petición nos va transformando. No pido desde mis ideas, desde mi valoración de la gravedad del hecho, sino que pido desde mi corazón herido por el dolor de esos hermanos. Cada vez más personas, cada vez menos vinculadas a mí por lazos de amistad o de sangre, cada vez más unida a aquellas y aquellos que sufren y mueren por todo el mundo, en cualquier parte.
Y desde ese corazón herido, suplicas, en la certeza de que solo Dios es nuestro valedor. Hay que implicarse en la vida para que cambien las cosas, sin duda. Pero hay tantas que nos sobrepasan, hay tantos dolores, tanto pecado, tanto mal que nos supera, que la esperanza se pone en Dios que puede y hace. Que está actuando en la realidad por caminos invisibles y visibles. Tu súplica se va acompasando, no a lo que tú piensas que necesitan o puede ir bien a los otros, sino a ese dolor, escándalo, desgarro o padecimiento que, sin palabras, se vuelve a Dios en forma de grito, de lamento, de anhelo de la criatura que, plantada en lo último, se dirige a Quien lo es todo.
La fe sabe que Dios actúa, y la fe se ve movida por el amor, por el amor a tantas personas, a tantas situaciones. A base de amar, de suplicar y de confiar, tu corazón se va haciendo de carne y va haciendo suyos los dolores de tantas hermanas y hermanos que sufren de tantas maneras, que necesitan, a veces con urgencia.
Te vas abriendo a pedir con ese amor que se expresa en fe, y la fe te lleva a la esperanza, a la esperanza firme en que Dios escucha tu súplica y ya está salvando, aunque nuestros ojos y los de nuestros hermanos aún no lo vean.
Cuando llegamos aquí, no eres tú quien suplicas, quien pides, quien llevas en el corazón. Es la súplica, la fe, la que te lleva a ti y te introduce en esa corriente de comunión, de amor de unos por otros que es fraternidad, que no se retrae ante el sufrimiento. En esa corriente que celebra la victoria de Dios que es la palabra cierta, la palabra última.
Imagen: Adam Nieścioruk, Unsplash
Estoy muy sensible al tema delas “ideas” desde las cuales me he movido hasta ahora, sin saberlo, sin verlo. Busco ahora bajar al corazón y me encuentro que desde él no me urgen tanto las cosas. ¡Qué perplejidad, que pena, que desengaño de mí misma!
Noooo! Es normal que las ideas hayan tenido tanto peso en nosotras, teniendo en cuenta que por todas partes se nos habla y se nos escucha desde ahí. Ahora eres bendecida con un nuevo modo de escucha que es más liberador. Que, si miras bien, te libera también de los juicios sobre ti… ¡son ideas!