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Sábado Santo. Contemplación

Puedes comenzar la contemplación con este canto: Nada nos separará

Habla Elohim, el Espíritu de Dios

(habla Elohim, el Espíritu de Dios)

Desde esta colina en la que Jesús contemplaba Jerusalén, contemplo ahora la tierra entera. Jerusalén, la ciudad santa, y cada ciudad y cada pueblo, cada ser que viene a este mundo. Jeshua ha amado con su amor inmenso a cada uno de ellos. Se ha entregado por todos, por cada uno de ellos. Por los que vinieron al comienzo, aquellos hombres y mujeres que empezaron viviendo en cavernas, fueron descubriendo el fuego y la siembra; por aquellos otros que después empezaron a comerciar, formaron familias y clanes, se apoyaron entre ellos y también se enfrentaron; su amor inmenso le llevó a entregarse por aquellos por a los que el Padre le había enviado. Su Amor, infinito como el Amor de Dios, su Entrega, tan total que lo ha alcanzado todo en el cielo y en la tierra, hasta cubrir de Amor todo lo que existe, alcanzó también a todos los seres creados en adelante, siglos y siglos después.

En esta Entrega suya, el Amor se ha depositado en el corazón de todas las personas y de todos los pueblos. El amor de Jeshua, más poderoso que la muerte porque no se ha detenido ante ella, ha abrazado toda la realidad colmándola de Amor.

Pero nadie lo ha visto todavía. La tierra sigue igual. Jerusalén se ha levantado esta mañana de Sábado, el día grande de la Pascua, dispuesta a celebrar a su Dios, ignorante de haber destruido al Hijo, al Enviado. Su corazón cree elevarse hacia Dios con la vista fija en los candelabros brillantes, en la solemne liturgia, en el aire santo que los sacerdotes, y los maestros, y los escribas y el pueblo llevan adoptando desde que vuelven a tener Templo. Porque tienen Templo, creen tener a Dios. Y porque creen tener a Dios, se hace claro que no tienen nada. Se hace claro para Nosotros. No para ellos, que siguen con sus ritos y proyectan en ellos lo que creen que es Dios. ¿Cómo no llorar por ellos, por su perfidia, por su ceguera? ¿Cómo no dolerse por su desvarío, por sus vidas rotas, al ver qué perdidos, sucios, rotos están?

Ellos no lo saben. No saben nada de lo que es. Para ellos la vida sigue, pero el Corazón del mundo, hoy, ha dejado de latir. Ahora sí que vendría la muerte, si Jeshua no resucitara. Pero ellos no ven eso. Ellos ven que las cosas siguen como estaban, y acostumbrados a atender solo a la apariencia, a lo que no importa, no pueden ver que haya cambiado nada. Nosotros… no hay palabras –y somos la Palabra por la que todo existe- no tenemos cómo expresar el Dolor por la muerte del Hijo. La Comunión que somos ha quedado atravesada por la muerte. La Comunión que somos está donde está el Hijo, al que hoy lloramos con llanto por el Hijo único, hasta el día en que Jerusalén, y con ella toda la tierra, llegue a ver: Y derramaré sobre la casa de David y sobre los habitantes de Jerusalén, el Espíritu de gracia y de súplica, y me mirarán a mí, a quien han traspasado. Y se lamentarán por El, como quien se lamenta por un hijo único, y llorarán por El, como se llora por un primogénito (Zac 12, 10).

Hoy, entre los humanos, solo Miryam llora a su Hijo como merece ser llorado. Sólo ella conoce qué significa la muerte de su Hijo. Sólo ella ha consentido en padecer la muerte en su interior, sólo ella ama tanto como para no querer vivir si Jeshua no vive. De algún modo, su corazón, su vida, se han paralizado. Ella sí ha vivido en comunión con Jeshua. Ella sí ha vivido de Él, y por eso, ahora ha muerto con Él. La única, entre todos los humanos de su tiempo, que ha vivido de él, sin confundirse con las noticias, los ruidos, las apariencias, el pecado, la muerte. Su corazón ha vivido al compás del Hijo, unida a Él en un mismo latido.

El latido del corazón de Miryam es cristalino y melodioso. Latía al ritmo de Jeshua. Decía “te amo-te amo-te amo”, o decía “eres mi alegría”, y se dejaba estallar de gozo al decirlo. Ahora está en silencio de muerte. Su corazón no le trae ahora sino imágenes de muerte. Ha vivido por Jeshua, muere por Jeshua. Mi cuidado con ella pasa por mantenerla así, en la muerte, honrando al Hijo, a ese Hijo que es Nuestro y que es suyo, este Hijo que merece el corazón de todos los humanos pero que solo en uno de ellos ha encontrado acomodo.

Con los discípulos es distinto. Ellos sufren la muerte de Jeshua, están desolados, están sobrecogidos… pero están también llenos de miedo, porque el poder de la muerte, el poder de los jefes tiene poder para apagar su amor. Hay amor, pero sobre todo hay miedo, deseo de salvar su vida, ganas de salir corriendo para no ser alcanzados por los que se les presentan tan fuertes como para haber acabado con la vida de Jeshua, en quien ellos habían reconocido al Mesías, la Vida. Los jefes se les han hecho más poderosos, si cabe. Y de la Vida de Jeshua, esa vida que vencía sobre la muerte, esa Vida que indicaba que era el Mesías… no saben qué decir.

Y todos los demás… todos los demás, la mayoría, no tienen siquiera ambigüedad. Sienten aún en los labios, el paladar, el amargo sabor de lo que llaman victoria. Hace tanto tiempo que sólo buscan que los acontecimientos se sometan a su interés, a su miedo, a su voluntad de poder, a su mirada herida de muerte, que han olvidado que la victoria sabe victoriosa. A ellos les sabe amarga… y creen que es lo mejor que se puede obtener en esta vida.

Puedes descargarte el audio aquí.

Propuesta de contemplación

1º Silénciate a través la postura y la respiración y en actitud relajada y atenta, abre el corazón. En primer lugar, siente a Jesús a tu lado: llorando por Jerusalén, pleno de esperanza en el Padre, una Esperanza que no ha sido anulada por la muerte.

Contempla, por tu parte, la que para ti es Jerusalén. Unida a Jesús, contempla y pide que se te dé contemplar según su modo.

2º Se te despertarán sentimientos, ideas, temores. Son tu modo de percibir la realidad, aún no transformada por el modo de Jesús. Reconócelos, y después, deja que se vaya ese modo tuyo. Agarrándote a Él, deja que su Modo se te imprima. Yendo más al fondo, reconoce también la Esperanza que Jesús te comunica. Permanece en ellas.

3º A continuación, contempla esa ciudad/hecho sangrante que alcanza tu corazón, y contémplalo desde lo que Jesús te ha comunicado. Bendice a esa realidad con la Esperanza, de Jesús y suplica mirar a su modo.

4º Sigues respirando, cada vez más aquietada, cada vez más silencioso, cada vez más amante. Percibe, si se te da, a Dios morando en ti. Consiente, si se te da, en el movimiento de este día, en la respuesta que Elohim te inspira. Sé desde lo que Dios te da, consiente en ello y pide ser transformado.

Repite esta contemplación a lo largo del día, consiente en la transformación “sin vuelta” que Jesús quiere realizar en ti.

Al audio le pone voz y corazón Marian Larráyoz. El dibujo es de Menchu Larráyoz (por si te lo preguntas, no son hermanas… ¡y primas tampoco, que yo sepa!). ¡Gracias a las dos por ayudarnos a mirar!

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