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En nuestro mundo el Amor, el Amor de verdad, no tiene una existencia fácil. Es rechazado, temido, burlado, utilizado, despreciado e ignorado.
Pero aún sucede otra cosa más. Para el mal, para ese mal lleno de potencia que tampoco suele manifestarse tan a menudo y que reconocemos a través de las actuaciones cotidianas, tan numerosas y tan concretas y del dolor inmenso que dejan a su paso –desproporcionado para la “pequeña” cosa que se da cada vez, una y otra vez-, el Amor es la gran amenaza. El mal, siempre defendiéndose, siempre mirando en su propio interés, detecta con rapidez al Amor como el gran peligro, como la mayor amenaza, pues solo el Amor, en su entrega desarmada, puede vencer sobre las infinitas formas del mal.
Lo vemos a la luz del evangelio de este día.
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Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Juan (18,1–19,42)
Cuando lleguen al huerto los que vienen con antorchas y armas a buscarlo, él mismo les pregunta a quién vienen a buscar, y se adelanta, inerme, expuesto: “Yo soy”. “Si me buscáis a mí, dejad marchar a estos.” El mismo Amor que le lleva a responder a la realidad en la que el Padre le quiere, le lleva también a proteger a los suyos de la persecución. Cuando le manda a Pedro guardar la espada, también se refleja ese Amor: El cáliz que me ha dado mi Padre, ¿no lo voy a beber?
Llegamos después al juicio del Sanedrín, y aprendemos que el Amor responde a las acusaciones con libertad –yo he enseñado continuamente en la sinagoga y en el templo, donde se reúnen todos los judíos, y no he dicho nada a escondidas. ¿Por qué me interrogas a mí? Interroga a los que me han oído, de qué les he hablado-, el Amor responde de sus hechos, en los que también ha brillado la vida.
El Amor está deseando acoger el mal, el pecado, la muerte. Pero esto no impide denunciarlos cuando se dan, como vemos en la bofetada que le acaba de dar el soldado: Si he faltado al hablar, muestra en qué he faltado; pero si he hablado como se debe, ¿por qué me pegas? A veces, es esta libertad del Amor la que nos irrita y nos lleva a querer destruirlo.
Después del juicio religioso, viene el juicio político. Entre uno y otro Jesús, el Amor, se deja conducir, maniatado en lo visible. El Amor no está maniatado. El Amor es libre y se sigue entregando en medio de la mentira, el odio, la injusticia, la cobardía. Ante cada una de estas formas de mal, el Amor está presente, amando, acogiendo esa realidad destructora para transformarla desde la inerme impotencia del Amor. El odio de los jefes religiosos, tan grande como para querer la muerte que la Ley prohíbe, aliándose además para ello con el invasor romano; la cobardía de Pilato, que no lo liberará a pesar de saberlo inocente; la mezquindad de los soldados, que se ceban en su víctima y golpean –todos contra uno- al hombre que les han entregado; las burlas y la condena de crucifixión…
En todo ello, la respuesta del Amor se concreta en mirar de frente el mal que en cada momento le asaetea: para acogerlo, para meterlo en su corazón, obedeciendo así al Padre, que para esto, para acoger el pecado que es toda nuestra muerte y abrirnos un camino nuevo, le ha entregado este cáliz terrible. Para que Jesús, amándolo todo, todo aquello que nos mata, todo lo que solo Dios puede amar, venza sobre todo.
Abandonado de sus amigos, ama. Cargado con la cruz, ama. Clavado en la cruz y alzado en ella como rey de los judíos, ama. Padeciendo el dolor y el abandono, el sufrimiento de su cuerpo,
de su espíritu, la noche que cae sobre todo el Amor con que ha amado, la contradicción y la victoria visible de los poderosos, ama. Despojado de sus vestidos y de todo espacio propio, ignorado, despreciado, rechazado e incomprendido, silencioso, sufriente, desgarrado… ama.
Cuando contempla a su madre a los pies de la cruz, y a Juan a su lado, ama. Ama tanto como para darle a Juan, tan amado, su propia madre, pensando en todos nosotros, en todos los que vendríamos después. Ama tanto a su madre que le confía a estos hijos que somos, asociándola así a su propio camino de amor.
Ama, cuando en estos minutos últimos, proclama su sed de amar, su sed de cumplir todo lo que el Padre quiere, hasta el menor detalle.
Por amor, entrega el espíritu y se abandona, como lo ha hecho también en cada minuto de su vida, enteramente al Padre para siempre.
Así es como el Amor se enfrenta a la muerte: mirándola de frente –nosotros no podemos hacerlo, nos destruye antes- y abrazándola con la inerme impotencia del Amor. A primera vista, en este mundo nuestro, el mal aparece más poderoso, puesto que logrará dar muerte a Jesús. Sin embargo, Jesús ha vencido porque ha seguido amando en todo instante, y ese Amor fiel, inagotable, que el Padre rescatará de la muerte al tercer día, resulta de este modo victorioso. Si nuestra mirada y nuestro corazón siguen sujetos al mal, seguiremos sobrecogidos por la fuerza del mal, por su poder. Si en nuestra mirada y en nuestro corazón ha prendido el Amor, sabremos que se ha abierto para siempre el camino de la salvación: lo que se vea serán tus llagas, tus heridas, tu fracaso, tu impotencia. Pero unida a Jesús, a su Amor, estás prolongando su victoria en nuestro mundo.
El Amor tiene que pasar por la muerte, o mejor: el Amor tiene que enfrentarse al mal, al pecado y a la muerte y librar batalla contra ellos. En esa batalla, en ese cuerpo a cuerpo en que el Amor, hecho uno de nosotros, se enfrenta al mal en nuestro lugar y lo vence, se abre el camino de una vida nueva en que, si bien el mal, el pecado y la muerte han sido vencidos en nuestro mundo, ya no tienen poder sobre quien vive, como Jesús, unido al Padre.
La muerte, decimos, es parte de la vida. El dolor, las afrentas, los fracasos, el mal, también lo son. Todo ello configura esa parte de la vida que no sabemos vivir. Tenemos algunos recursos para hacerlo, unos más que otros, que no logran que nuestro corazón salga más pleno, más lleno, más entregado. Sólo el Amor, enfrentándose al mal, al pecado, a la muerte desde su inerme impotencia, ha vencido. Y solo uniéndote a él puedes vivir la vida que hace triunfar el Amor.
Imagen: María M.