Lectura del primer libro de los Reyes (19,4-8)
Sal 33,2-3.4-5.6-7.8-9
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Efesios (4,30–5,2)
Lectura del santo evangelio según san Juan (6,41-51)
En aquel tiempo, los judíos criticaban a Jesús porque había dicho: «Yo soy el pan bajado del cielo», y decían: «¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?»
Jesús tomó la palabra y les dijo: «No critiquéis. Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me ha enviado. Y yo lo resucitaré el último día. Está escrito en los profetas: “Serán todos discípulos de Dios.”
Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende viene a mí. No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que procede de Dios: ése ha visto al Padre. Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera.
Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.»
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Estamos hablando en estas entradas del modo de mirar de Dios, tan diferente del nuestro. En este recorrido hemos sido instruidos primero sobre algunos de estos modos de Dios, y ahora, Jesús nos llama a vivir, más profundamente, de fe: a creer en él mismo, el pan de vida, el alimento que necesitamos para vivir la vida de Dios. Esta enseñanza de Jesús que ya iniciamos el domingo pasado nos está mostrando la profundidad de nuestras resistencias para creer. Como la semana pasada, vamos a dejarnos enseñar por Jesús.
Después de habernos dicho por tres veces (a lo largo del capítulo) que es el enviado del Padre, Jesús se dice a Sí mismo: Yo soy el pan de vida. Primero se ha revelado como enviado de Dios, a quien creer porque da testimonio del Padre, y ahora nos va manifestando su centralidad, la salvación que pasa por él. Nosotros seguimos fijos en lo que entendemos o lo que nos escandaliza de lo que él nos ha dicho, y El sigue llevándonos más allá, allí a donde nos quiere llevar. Se nos está revelando la salvación, la vida nueva que él quiere darnos, y para ello hemos de creer en que ésta se encarna en Jesús, que la anuncia.
Puedes creer, o no creer. El relato nos relata esa dramática existencial mostrándonos la fuerte discusión que se produce entre los judíos y la grave resistencia a creer lo que Jesús propone.
Si recuerdas lo que hablábamos el domingo pasado, empezábamos con unos panes, con una gente que seguía a Jesús por esos panes e iba siendo conducida a ir más allá, a ese anuncio de Jesús que traía lo divino. A cada paso, nos alejábamos de lo material y se nos proponía, a nivel más hondo cada vez, la fe. Una fe que primero pide creer en el testimonio de Dios, luego pide creer en su enviado, un hombre que tienes ante los ojos, y luego, creer que ese hombre bajado del cielo es el pan que verdaderamente anhelas, porque la vida definitiva que buscas se condensa en él. A medida que avanzamos, la materia a la que nosotros damos crédito se va reduciendo, en favor de la fe, que se tiene que ir adensando, concentrando en Jesús. A medida que avanzamos, el deseo de seguir a Jesús que la gente tenía pierde sus apoyos humanos (los signos que has visto, las tradiciones conocidas, el modo como esperas de Dios y lo que esperas que te dé), y te va llevando a concentrarte en la persona de Jesús, en su entrega por nosotros: la eucaristía, ese signo mínimo, concentra toda la fe, y nos abre a otro reino en el que no es el pan material, sino Jesús mismo nuestro alimento.
A los judíos les escandaliza lo material que dice –Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo-, tan extremo, tan burdo. A nosotros nos hace temblar su entrega absoluta, y la necesidad inapelable de abrirse a una salvación que pasa por ahí. A medida que avanza el relato, el foco de luz, la fe, se ha ido concentrando progresivamente en Jesús: toda la vida del creyente se juega en creer en Jesús el Hijo de Dios y el recibirle en la propia vida como alimento. Toda la vida del creyente se juega en consentir en este deseo de hacerse uno con Jesús, en esperar de Jesús la vida espiritual y el pan de cada día.
Vamos a concretarlo un poco más, puesto que Jesús lo hace.
Conocemos muchas clases de panes: el pan de trigo, por el que ingieres las cualidades de la harina de trigo; el pan de espelta, por el que se incorporan a ti los beneficios de la espelta; el pan de cereales que te aporta, igualmente, lo característico de este pan…
Jesús, el Pan de Vida. Significa que, cuando te alimentas de él, viene a ti la Vida… así de real. Así de sobrecogedor. Jesús, el Pan de Vida, quiere darse a ti para que tengas Vida.
Esto, aunque hayamos puesto un ejemplo que se entiende, sobrepasa todo lo que podemos entender y nos planta en el creer. Nos planta en una lógica en la que lo que predomina es la fe.
Se inicia así una dinámica nueva. El creyente confiesa que Jesús es el Mesías de Dios y que la divinidad habita en él, y lo hace reconociendo que en Jesús se inicia una humanidad nueva. Una humanidad que no se posee a sí misma sino que se entrega absolutamente en toda su realidad; y creyente es el que confiesa dicha entrega y la acoge en la propia vida, para que en todos los extremos, desde el más espiritual hasta el más material, sea la vida de Cristo la que corra por sus venas. De este modo, el creyente consiente en que el destino de Jesús, que vive para hacer la voluntad del Padre, corra igualmente por sus venas para poder así ser discípulo de Jesús en medio del mundo.
Una nueva filiación no operada por la carne, sino por la fe.
Un nuevo modo de humanidad, que se entrega, y que lo hace no sólo en el espíritu, sino también en la carne;
Un modo nuevo de creer, que no asiente sin más a lo de Dios, sino que consiente en hacer de la propia vida acogida de dicha entrega: por la fe, consentimos con nuestra carne, con toda nuestra vida.
De este modo, en la encarnación de Jesús se revela un modo nuevo, definitivo, de adorar a Dios.
La encarnación de Jesús, reflejo luminoso del Padre, se convierte así en el núcleo de la redención: Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo. Y nuestra fe, esa fe que se quiere atrever a creer todo lo que Jesús ha sido en medio de nuestro mundo nos abre, por él, a una humanidad nueva.
Imagen: Monika Grabkowska, Unsplash